Incitaciones 4: Espacio y perspectivas como imágenes


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De la serie: «Incitaciones sobre imágenes, medios y artes»

[…] se podría comparar la función de la perspectiva renacentista a la del criticismo y la función de la perspectiva helénico-romana a la del escepticismo). Se había logrado la transición de un espacio psicofisiológico a un espacio matemático, con otras palabras: la objetivación del subjetivismo.

«La perspectiva como forma simbólica». Erwin Panowsky

La simple mención al espacio nos coloca ante el riesgo de hundirnos en sobradas ideas, imágenes y sentimientos que se establecen en el empeño de aprehenderlo, desde las ingenuidades del tan errático y vapuleado «sentido común» y los mitos cotidianos, desde sentir el espacio que nos rodea como un puro «contenedor» hasta las concepciones más racionalistas o científicas de una correlación espacio-materia, espacio-campo, espacio-tiempo o incluso más sofisticadas aun sobre espacios de enésimas dimensiones y nodos e inflexiones espaciotemporales, incluyendo esos «agujeros de gusanos» tan manidos en filmes y demás relatos de ciencia ficción (aunque no sean ficción propiamente dicha tales «agujeros», en sí mismos).

Innumerables son las reflexiones, teorías y vivencias del espacio que acuden a la memoria; quizás solo superadas por las referidas al tiempo.

Mas, en toda esta rica y complejísima maraña, ya muchas proposiciones devienen indiscutibles. Una de ellas, que si cada imagen y cada experiencia imaginal se vincula intrínsecamente al cerebro, a la mente y la cultura, por ende, las imágenes también existen en y gracias al espacio o, mejor dicho, a distintas maneras de percibir y concebir correlaciones entre estímulos visuales (aunque también sonoros y de diversas clases, si se consideran las sinestesias y otras experiencias).

De uno u otro modo, las imágenes —piénsese por el momento en las imágenes propiamente visuales— implican una correlación o distribución de «luces» (líneas, colores, volúmenes, formas y demás) en el espacio. Incluso el más radical conceptualismo o abstraccionismo, aun el del «blanco sobre el blanco» y el lienzo con el «puro negro» —un lienzo cubierto de óleo negro propuesto para nuestra visión— no dejaría de suscitar raras y diversas sensaciones de espacio o quizá, por el contrario, de claustrofóbica o asfixiante falta de espacio.

Sin querer alcanzar necesariamente altas precisiones filosóficas, físicas y matemáticas del espacio, préstese atención a los modos de sentir y ver, y reflexiónese sobre cómo se asume el espacio en virtud de su relación con las cosas que figuran «dentro de él» o que «lo delimitan».

El universo (para nosotros) no puede proporcionar solo objetos sin el espacio que los relaciona, y que incluso los conforma (así como el tiempo que sentimos en la persistencia o en la evolución de tales objetos). El espacio conforma a los objetos tanto como los objetos conforman al espacio o, mejor, a los espacios vividos, al menos en el ámbito de las vivencias cotidianas, y también artísticas, sin adentrarnos en las aludidas cuestiones de física, inflexiones y nodos espaciales.

¿Por qué no intentar una comprensión y una nueva visión del espacio supliendo las «cosas» por «imágenes»? Asumiéndolo así, se advierte que en nuestra relación personal con el mundo nos enfrentamos a un universo de imágenes, ya sea con cierta autonomía o relacionadas una con otra en un espacio que las funda, a la vez que es fundado por ellas, pero nunca al margen del resto de nuestras experiencias.

Valdrían aquí muchas referencias —si páginas y estilo lo permitieran— a psicólogos de la infancia como Piaget, a los de la Gestalt y a psicólogos del arte como Gombrich para recordar de qué manera llegamos a nuestras percepciones de los espacios y las formas, o sea, gradualmente, a partir de las experiencias de los movimientos y el gateo en la primera infancia, proceso que sigue desarrollándose sin interrumpirse hasta los últimos días de vida y siempre en juego con la cultura.

Tal es, en última instancia, el principio de las artes visuales, al que se ha prestado atención desde la antigüedad, con hitos indudables en la Poética, de Aristóteles, siglos después en el Laocoonte o sobre los límites en la poesía y la pintura (1766), de Lessing, y en muchos más desde entonces hasta hoy: la correlación espacial de formas, líneas y colores o, como preferimos decir con mayor radicalidad y generalidad, de «luces». En fin, la relación espacial entre luces (y, por ende, de su ausencia) en una imagen total (a la vez que en las posibles imágenes fragmentarias o de las partes).

De ello no escapa ninguna manifestación ni aspecto, incluyendo, o en especial, esas perspectivas que se han llegado a concebir casi como «naturales», craso error, porque en arte no hay prácticamente nada del todo «natural»: la nada gratuita diversidad de tipos de perspectivas, desde su primitiva «falta» (¿se ha probado a cabalidad tal ausencia para sus propios receptores prehistóricos?) en las cavernas del paleolítico superior, pasando por las «frontalidades» egipcias y mesopotámicas, la perspectiva geométrica renacentista, la aérea o, para posibles asombros, nada menos que la «inversa» (desde la óptica occidental) manejada por los chinos.

Rememórese la fascinante perspectiva aérea impulsada por Masaccio en el siglo XV mientras se imponía la perspectiva lineal de los renacentistas; y en el otro extremo de la clásica modernidad occidental, ya en su paso a nuevas formas, habiendo comenzado el siglo XX, las sugestiones espaciales de las manchas y figuras geométricas de los abstraccionistas, y esa expresión cimera dada por el Cuadrado blanco sobre fondo blanco, de Malévitch, donde ya más que el color o la forma puede ser experimentado el puro espacio o, más propiamente en este lienzo, el color-espacio.

Incluso puede concebirse y definirse —siguiendo estos derroteros del espacio como imagen— la más objetual y «sólida» de las artes, la arquitectura como tecnología y arte de la construcción de espacios habitables o, de uno u otro modo, humanizados.

Valga de inmediato corregir, no por ser del todo falso, sino muy relativo, lo de «la más objetual y sólida», que ya se comprenderá como ilusión o equívoco, pues habrá que mirar artísticamente las obras arquitectónicas con foco puesto en sus espacios y formas, y los materiales en función de ello. Lo esencial será un espacio para dormir, un espacio para ver las pantallas, un espacio para pasear o reunirse, incluso un espacio sagrado para no entrar en él; y los materiales secundarán, «materializarán», tales fines.

Gracias a tales espacios y tales relaciones entre «luces» y espacios puede recepcionarse la obra arquitectónica como obra de arte visual, a lo cual se suma su capacidad de ofrecer esculturas, murales y otras manifestaciones en sus muros y espacios; mas, de uno u otro modo, correlaciones entre luces favorecidas por relaciones entre materiales y estructuras instauradoras de espacios habitables o humanizados.

Recuérdese al menos de paso, cuestión que sí merece muchísimo tiempo y páginas, con cuánta sublimidad aprovecha el espacio el arte zen, en especial su jardinería, otorgándole siempre el estatuto de protagonista. De similar modo lo hacen ciertas manifestaciones relacionadas con el confucianismo.

Los occidentales solemos carecer de entrenamiento y disposición para tal percepción y disfrute del espacio; a pesar de que determinadas corrientes, como el barroco con su horror vacui y, de modo muy diverso, el conceptualismo con su potenciación de los espacios, hayan querido reducirlo o, por el contrario, potenciarlo. Aun así, el espacio no tiene el reconocimiento o la consciente atención dados en otras culturas, las mencionadas budista y confuciana, por ejemplo, o en las imágenes poéticas de los místicos cristianos, que no olvidan un espacio trascendental o, con otros tonos, la trascendencia de espacio y tiempo.

Con diferente espíritu y tradición, juegan con el espacio otros recursos y manifestaciones, como los llamados trompe-l’œil (trampantojos), los «espacios (o construcciones) imposibles» y diversas formas de ilusionismo. Pero se trata ya de particularidades que mueven hacia reflexiones específicas sobre la conjugación de las cualidades espaciales con las ilusiones o engaños ópticos. Vale rememorar de inmediato, no obstante, cómo tales prácticas han llegado a favorecer la realización de valiosas obras, por ejemplo, lienzos con posible (u obligada) diversidad de perspectivas para poder ser recepcionadas totalmente, así como magníficos paisajes, interiores y otras escenas amplificadoras de espacios y escenarios en calles y fachadas de edificios.

Vale citar aquí someramente el ábside ilusorio pintado por Donato Bramante en una pared de la Iglesia de Santa Maria (1486), la anamorfosis de la calavera simbólica en la parte inferior del óleo Los embajadores (1533), de Holbein el Joven, las construcciones espaciales imposibles de los grabados (1920-1969) de Maurits Escher, los engaños visuales de las pinturas callejeras contemporáneas en tercera dimensión de Kurt Wenner y las tizas también callejeras de Julian Beever. Aun en la más exuberante visualidad, las perspectivas y el rejuego con los espacios no pierden protagonismo, todo lo contrario.

Por otra parte, cuando las imágenes u «objetos-imágenes» se muestran dinámicos, cambiantes en sus disposiciones y relaciones espaciales, cuando se movilizan y desplazan unos respecto a otros, entonces proliferan las artes «dinámicas», desde el teatro y la danza hasta el cine y el videoclip.

Puede concebirse el teatro (y sus escenarios) como espacio de acciones construido por el propio actor. Donde quiera que haya un actor y un espacio, hay un escenario. El actor construye el espacio escénico, no a la manera despreciativa del espacio, como simple derivado, sino respetuosamente, del modo más sagrado, como ámbito necesario y consustancial a su cuerpo y acciones.

En el cine, el espacio encontró modos potenciados aprovechando su encadenamiento y dilatación en el tiempo, y manejando tanto las grandes extensiones como, por el contrario, el detalle y el fragmento (los close ups y los detalles, los montajes fragmentarios).

Muchos pretendieron incluso fundar su relato en una —equívoca, muy equívoca, ya habrá que dialogar sobre ello— «planificación» espacial, no obstante el tiempo, esa durée que tanto atraía al filósofo Bergson y al poeta Manuel Machado, y que, desarrollada filosóficamente con respecto al cine, hizo vital Gilles Deleuze con su «imagen-tiempo».

Pero el cine también reconoció y utilizó la negación del espacio como «efecto espacial» (por negación, ¡qué interesante!) con las pantallas en negro o en un solo color, la supuesta negación de imagen y espacio que más bien conduce a cierta toma de conciencia específica sobre los valores de las imágenes y el espacio. Innumerables son los usos de pantallas en negro o de un solo color, a veces o más comúnmente por breves instantes, así como alguna vez con la radicalidad del antiespectacular Lamentos a favor de Sade, del padre de las teorías sobre la sociedad del espectáculo, Guy Debord. Sobre ello será más que obligado volver.

Malagradecidos, ya casi nunca disfrutamos el espacio, y hasta ni lo percibimos, remitiéndolo a la invisibilidad inconsciente. Por lo común, se miran, se ven objetos o formas, «objetos-imágenes», o sea, analizamos y actuamos con los objetos dados por las imágenes que se perciban o, a la inversa, disfrutamos las imágenes dadas por los objetos, sin percatarnos suficientemente del espacio.

Pero el espacio, ya sea el de los matemáticos, los físicos o los filósofos, pero sobre todo el de los artistas se impone de una u otra manera, porque subyace ínsito en todas las imágenes e incluso a menudo como imagen en sí mismo cuando parezca que no hay «imagen». Imposible vivir sin el espacio, «fuera del espacio cotidiano» (fantasía retadora) o vivir sin sentirlo; y solo aprendiendo a verlo y disfrutarlo podremos comprender por qué sus concepciones y manipulaciones artísticas, sus perspectivas y otros significados han fluctuado tanto a lo largo de la historia.

 

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