La hegemonía cultural conquistada


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Fidel dirigía sus “Palabras a los intelectuales” en junio de 1961 mientras eran procesados los invasores por playa Girón, el país se preparaba para repeler otras agresiones y emigraban de manera masiva no pocos ciudadanos cubanos, mayormente de clase media, que habían esperado los resultados de acciones militares del gobierno de Estados Unidos contra la Revolución, fracasadas estrepitosamente. El Primer Ministro cubano, que había adquirido experiencia en la construcción de consensos desde su etapa de líder estudiantil y la había solidificado de manera práctica y en duras condiciones como jefe guerrillero, había llegado al poder con un apoyo indiscutible, especialmente entre campesinos, obreros y las personas más humildes de la población. En 1961, cuando se decidía el destino de la Revolución en el terreno militar, el Comandante en Jefe sabía bien que debía no solo construir un consenso entre los escritores y artistas cubanos a favor de la causa revolucionaria, sino que esa construcción debía lograr la hegemonía cultural para la emancipación; de no construirse, no se avanzaría lo suficiente para facilitar el desarrollo del país y sería un factor peligroso para la estabilidad del largo proceso que se iniciaba.

El consenso político constituye un acuerdo imprescindible que es preciso renovar constantemente con avances económicos y bienestar social, en diálogo sistemático con el pueblo. El consentimiento popular es vital para cualquier revolución genuina; si se pierde, desaparece el sentido revolucionario de los cambios. El consenso va más allá de la mayoría numérica, aunque la incluya. Cualquier minoría puede ser opositora, pero si existe consenso resulta muy difícil mantener exitosamente propuestas contra convicciones mayoritarias. Las decisiones por consenso, aun cuando exista una minoría que disienta, terminan siendo aceptadas. El consenso social es imprescindible para el apoyo político y en este se ha expresado la esencia fundamental de la fortaleza de la Revolución cubana. Fidel había logrado esos consensos desde el primer día del año 1959 con la aplicación de la justicia a los asesinos, la ley de Reforma Agraria y otras de beneficio popular promulgadas bajo un gobierno provisional que había conquistado el poder con el apoyo de la gran mayoría de la población, incluidos no solo los más beneficiados por esas leyes y medidas, sino por la clase media, e incluso, por algunos representantes de la alta burguesía que se unían a contrapelo de su origen de clase. Sin embargo, en el momento en que se proclamó el carácter socialista de la Revolución, faltaba la hegemonía cultural.

La Revolución cubana había generado una violencia simbólica enorme. Todo estaba transformándose de manera impetuosa, hasta el sujeto activo que construía la propia Revolución. Un rápido proceso personal, familiar y social de cambios acompañó a los dos primeros años después de 1959, y solo se necesitó de este brevísimo tiempo para alcanzar resultados notables, catalizados por los ataques del enemigo. Los sistemáticos discursos de Fidel respondían a cada agresión y explicaban el rumbo y la dirección de los cambios. El poder revolucionario generaba una cosmovisión completamente diferente. Las creencias y la moral, las percepciones de la cotidianidad, las costumbres sociales, las instituciones estatales y privadas, los valores y las normas…, en fin, toda la vida y la ideología se removían. Se creaba una manera otra de vivir y pensar que invadía lo social, lo privado y hasta lo íntimo. La hegemonía cultural revolucionaria se imponía en un escenario nuevo y no estudiado, por lo que la necesidad de enunciarla para establecerla era imprescindible. No consolidarla en el poder podía acarrear los peligros de la deformación del pensamiento único y lo que se ha llamado totalitarismo, de dramáticas consecuencias en la Unión Soviética.

Quizás por esta razón, cuando Fidel fue a la Biblioteca Nacional convocó a viejos y jóvenes intelectuales de todas las manifestaciones y posiciones estéticas, sociales, políticas, ideológicas, religiosas... Los escuchó y no habló de la película PM de Sabá Cabrera Infante, que se suponía el motivo de las reuniones. El joven líder escuchó pacientemente miedos e incertidumbres, pasiones e incompatibilidades. En el auditorio estaban Alicia Alonso, Wifredo Lam, Alfredo Guevara, Carlos Franqui…, consagrados y emergentes, enemigos y aliados, católicos y marxistas. Solo participaba para alguna indagación. Sabía que estaba en un campo minado por la complejidad del escenario, pero sabía, asimismo, que era el momento para declarar los derechos de la Revolución ante los representantes más significativos de la cultura artística y literaria. Su misión allí se completaría con la larga intervención que clausuró la jornada, el tercer día: un discurso en que se identificaba el sentido de las intervenciones y que conjuraba ciertos temores a las derivaciones de la barbarie estalinista en la URSS, cuyos ecos fueron reproducidos ampliamente en Occidente para sus objetivos políticos.

Fidel estaba allí no solo para asegurar a los intelectuales cubanos que eso no sucedería en la Isla, donde el poder debía y tenía que compartirse, tal y como estaba ocurriendo en aquellos momentos, sino para definir conceptos sobre la política cultural de la Revolución, que reflejaría esa dinámica. Su guía fundamental era el servicio de toda la cultura al sujeto popular, por lo que no solo tenía que ser amplia y democrática; se debía atender al emisor, pero, fundamentalmente, la formación de receptores activos que cada vez exigieran más a sus escritores y artistas: un sueño en un país subdesarrollado que libraba ese año la batalla por la alfabetización.

Sin embargo, Fidel no solo delineó las bases conceptuales que sustentaban la política cultural de la Revolución; enumeró además los esfuerzos del gobierno que presidía para materializar el sueño de receptores no pasivos. Planteaba la aspiración a un sujeto popular activo, consciente de su derecho responsable a la cultura, y rendía cuenta de los primeros pasos para acercarse a ese empeño, que incluían el impulso a la Imprenta Nacional de Cuba ─al año siguiente se convirtió en Editora Nacional con Alejo Carpentier al frente─; las extensiones de la Biblioteca Nacional José Martí para sembrar en los recién alfabetizados el hábito de la lectura;  la reorganización y giras de la Orquesta Sinfónica Nacional para que la música de concierto llegara a todo el país; la presencia del Ballet Nacional de Cuba liderado por Alicia Alonso en presentaciones en lugares donde no se conocía el lenguaje de la danza; los afanes del Cine Móvil para llevar películas a todos los rincones de la geografía nacional; la recién inaugurada Escuela de Instructores de Arte…

En aquel momento fundacional para la cultura cubana por la Campaña de Alfabetización, también había nacido, en enero de ese año, el Consejo Nacional de Cultura ─CNC─ como organismo encargado de atender desde el gobierno los asuntos relacionados con la cultura artística y literaria, presidido por la prestigiosa profesora Vicentina Antuña. Para hacer dinámico, dialéctico y estable este sistema de hegemonía cultural revolucionaria, se precisaba una organización de la sociedad civil que representara a escritores y artistas. Surgió la idea de crear la Unión de Escritores y Artistas de Cuba ─Uneac─, fundada en agosto de ese propio año con Nicolás Guillén como presidente y representantes de las más diversas expresiones y posiciones en la cultura cubana. Desafortunadamente, en diez años se fue deformando este sistema y su expresión distorsionada alcanzó su momento más lamentable en 1971 con el I Congreso de Educación y Cultura, que legitimó períodos grises o negros para la cultura cubana, con lacerantes exclusiones, dogmatismos, esquematismos, burocracia, incomprensiones… La creación del Ministerio de Cultura bajo la égida de Armando Hart rectificó estas desviaciones y rescató la verdadera política cultural de la Revolución a partir de sus enunciados fundacionales, con el justo principio de reconquistar la hegemonía cultural contando con los principales artistas y escritores del país.

Hoy estamos convocados a actualizar esa política cultural y refundar instituciones en escenarios completamente diferentes, en una situación económica extremadamente difícil, todavía con adversarios externos e internos, pero sobre todo bajo el asedio económico, diplomático y mediático de los enemigos históricos de Cuba, especialmente volcados ahora a las redes digitales, con patente interés en influir en los jóvenes. La Revolución, poseedora de la fuente de derechos para legitimar la hegemonía cultural conquistada en 1961, cuenta ya con el sujeto popular creado durante décadas; su imaginario resulta tan fuerte que aflora a veces hasta en el desafecto de quienes padecieron líneas equivocadas, políticas desacertadas, medidas injustas, acciones erráticas, objetivos desubicados… de la propia Revolución, que no está exenta de desviaciones, errores, negligencias o extremismos debidos a errores de seres humanos que son falibles, estructuras obsoletas o políticas perfectibles. Haber conquistado el sujeto popular para la cultura fue obra de una hegemonía construida por la Revolución a partir de miles de acciones que posibilitaron alcanzar cotas altísimas de recepción, y la obra de escritores, músicos, artistas de la plástica y de la escena, cineastas... ─y también, científicos, investigadores, pensadores, técnicos…─, un nutrido grupo de representantes de todas las manifestaciones de la cultura en su sentido más amplio, formados bajo los beneficios de esta política y que constituyen uno de los grandes orgullos de la nación.

En esa nueva construcción que nos reta, necesitamos tener presentes no pocas de las ideas fundacionales expresadas por fidel en sus “Palabras a los intelectuales”, pues constituyen principios para la práctica cultural revolucionaria cubana, que no solo atañen a los cuadros del Ministerio de Cultura, sino a todas las personas e instituciones responsables de instalarlas en su amplitud y de la mejor manera posible en el actual mundo del siglo xxi.

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