Martí y Estados Unidos I


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La vida de José Martí en Estados Unidos, entre los inicios de la década de los 80 del siglo XIX hasta que viajara hacia los campos de Cuba libre, fue particularmente intensa. En los cuadernos que siempre llevaba consigo recopilaba anotaciones, que a veces constituían el origen de artículos o documentos, como el Manifiesto de Montecristi; sin embargo, no todo lo expresado en estas vio la luz pública y en ocasiones se quedaron en una intimidad cómplice. La mayoría revelaban grandes preocupaciones y angustias; algunas, desde su perspectiva de observador crítico de su entorno, rechazaron la politiquería del republicanismo yanqui, cuando nacía un imperio económico necesitado de seguir expandiéndose con las armas de las nuevas mercancías propias de la modernidad y el abaratamiento de otras “viejas”. En medio de la demagogia política que observaba y pensando en su patria después de la futura revolución, le quemaba una obsesión permanente de su ideario y escribía, como hablando consigo mismo y meditando sobre su papel en la construcción de una nueva nación: “Quiero que el pueblo de mi tierra no sea como éste, una masa ignorante y apasionada, que va donde quieren llevarla, con ruidos que ella no entiende, los que tocan sobre sus pasiones como un pianista toca sobre el teclado. El hombre que halaga las pasiones populares es un vil. ─El pueblo que abdica del uso de la razón, y que deja que se explote su país, es un pueblo vil. ─Yo no necesito ganar una batalla para hoy; sino que, al ganarla, desplegar por el aire el estandarte de la victoria de mañana, una victoria sesuda y permanente, que nos haga libres de un tirano, ahora y después.─ // Que dónde estoy? en la revolución; con la revolución. Pero no para perderla, ayudándola a ir por malos caminos! Sino para poner en ella, con mi leal entender, los elementos quienes, aunque no sean reconocidos al principio por la gente de poca vista o mala voluntad, serán los que en las batallas de la guerra, y en los días difíciles y trascendentales batallas de la paz, han de salvarla” (José Martí. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 22, p. 73).

En carta del 1.° de octubre de 1881 desde Nueva York al director de La Opinión Nacional, de Caracas, a los pocos días de la muerte del presidente republicano James Garfield, el segundo asesinado en la historia de los Estados Unidos el 12 de julio de ese año en la estación de trenes de Washington ─por un abogado despechado que dudaba de la firmeza del presidente y le disparó dos balas─, Martí reporta la repercusión nacional e internacional del magnicidio, su convalecencia entre la vida y la muerte durante unos 70 días, pues los médicos no encontraron una de las balas que causó la infección y la hemorragia que lo mató; escrito con el humanismo ardiente que lo caracterizaba y la singularidad de su prosa, no dejaba de infiltrar las oportunas reflexiones de un pensador visionario. El artículo concluye con dos preguntas de un ciudadano, que podían ser las suyas: “Un americano pregunta al Sun de Nueva York: […] ─‘Señor. ─Este es un gran país, y sin embargo, es un hecho que dentro de los últimos 16 años dos Presidentes han muerto asesinados [se refiere a Abraham Lincoln, que en 1865 fue baleado en el teatro Ford, y por supuesto, a Garfield]; otro Presidente fue procesado, y a poco se le echa indignamente de su puesto [alude al juicio político a Andrew Johnson, sucesor de Lincoln, a instancias de la mayoría republicana en el Congreso, que no llegó al final]; y otro Presidente ocupó su puesto por abominable fraude [Ulysses S. Grant, militar que ganó por unos 300 000 votos la nominación del Partido Republicano para las elecciones de 1868 gracias a su ala más radical y fue reelegido en 1872, con escandalosa impopularidad y denuncias de corrupción]. ¿No es éste un interesante estado de cosas? ¿Qué viene ahora?’ (Ibídem, t. 9, p.59).

Para descubrir qué venía después, Martí comenzó a investigar en profundidad los vínculos entre política y economía en Estados Unidos. En 1883 envió a La América, de Nueva York, un artículo con el título “En comercio, proteger es destruir”, y definió en breves palabras la maquinaria electoral de ese país: “…en los Estados Unidos, los representantes suelen ser los siervos de las empresas colosales y opulentas que deciden, en pro, o en favor, con su peso inmenso en la hora del voto, la elección del candidato” (Ídem, p.382). Dos meses antes había escrito para La Nación, de Buenos Aires: “El partido otorgaba el empleo, pero el empleado quedaba siervo del partido. El carro de la elección rodaba sobre ejes de oro. Cada empleado pagaba de su propio salario, que era de dinero de la Nación, una cuota cuantiosa, para auxiliar al triunfo del partido que le dio el empleo. De esta ingeniosísima manera, el partido republicano se había asegurado un triunfo permanente a costa de los dineros de la Nación” (Ídem, p. 342). Martí identifica una relación de vasallaje, la de la política con la economía: obsérvese que tanto para las relaciones entre los representantes de los partidos con estos, como para las que tienen con las empresas, utiliza la palabra “siervo”. Ya desde Cuba había estado atento a la naturaleza de los partidos políticos, cuando en 1879 trabajaba en la Isla después del Pacto del Zanjón; entre los apuntes de ese momento, relacionados con sus actividades culturales en el Liceo de Guanabacoa, había anotado: “En el movimiento político ¡cuán viejo es esto como todo lo nuevo! ─es necesario que haya quienes empujen y quienes refrenen. // Todo partido conservador ha de ser liberal. Todo partido liberal ha de ser conservador. Todo partido ha de ser generoso. Lo que no es generoso es odioso” (Ibídem, t. 19, p. 445). Martí sabía que la esencia no era ser conservador o liberal en Cuba, ni republicano o demócrata en Estados Unidos, sino servir, pero ese servicio en el país donde estaba viviendo se expresaba en una subordinación total a la plutocracia en el poder, a pesar de los fuegos artificiales de la democracia.

El Apóstol de Cuba, al abrir los ojos en Estados Unidos ante la carrera hacia la creación de monopolios, había dado con la contradicción primordial de esa sociedad, y al mismo tiempo, se percataba de la contribución de un bienestar moderno de progreso a la felicidad en general; era un crítico de las esencias del sistema y alertaba sobre el mal que lo corroía; recreaba la vida moderna de Nueva York y el carácter abierto de los estadounidenses, pero también veía los barrios pobres, los negocios de Grant, los contratos del gobierno, las colosales estafas… : “…en este pueblo de niños educados en la regata funesta por la riqueza, en que sin sueño y sin día de fiesta forcejea la nación; y de hombres desvalidos cuya existencia entera, acerba como la duda e inquieta como la náusea, pasa en el combate por asegurarse el bienestar, que para luego en el constante susto de perderlo, o en el vicio censurable de acrecentarlo, ─en este pueblo revuelto, suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna: ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado: se le ha entrado por todas las entrañas: lo está trastornando, afeando y deformando todo. Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de las gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu” (Ibídem, t. 10, pp. 62-63). El “cáncer sin los goces del espíritu” ha hecho metástasis en Estados Unidos hoy. Martí lo pudo ver desde el origen del padecimiento, sin desconocer el progreso individual que puede proporcionar a los mismos ciudadanos que explota y el perfeccionamiento moderno de la sociedad, pero a la vez se dio cuenta de que uno de los efectos de esa enfermedad de competencia era la apatía ante lo que no fuera la carrera por ser ricos, el desentendimiento de los problemas colectivos, y la atención única a la fortuna personal: “En verdad que en los Estados Unidos el afán exclusivo por la riqueza pervierte el carácter, hace a los hombres indiferentes a las cuestiones públicas en que no tienen interés marcado, y no les deja tiempo ni voluntad para cumplir con su parte de deber en la elaboración y gobierno del país, que abandonan a los que hacen oficio de la cosa pública, por ver en ella desocupación desahogada y lucrativa” (citado por Ramiro Valdés Galarraga: Diccionario del pensamiento martiano, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, p. 186).

Martí criticaba a quienes se dedicaban solamente a hacer fortuna y sostenía que esos indiferentes estaban convencidos de que el oficio de la política era “otro” negocio con “desocupación desahogada y lucrativa”. Buscaba las causas para esa indiferencia y quizás la encontró a la llegada de las campañas presidenciales, cuando afloraba la maquinaria nauseabunda para la elección del presidente, un candidato que nada tenía que ver con cualidades para el servicio público o capacidad en provecho del país, porque el sistema y su estructura era lo que andaba mal: “Es necia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los Estados Unidos. Desde Mayo, antes de que cada partido elija sus candidatos, la contienda empieza. Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos talentos pueda haber bien el país, sino el que por su maña o fortuna o condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a nombrarlo y sacarle victorioso” (José Martí. Obras completas, t. 10, p. 185). El Apóstol publicó este artículo en mayo de 1885 en La Nación, de Buenos Aires, en medio de la campaña presidencial que le dio el triunfo a Grover Cleveland; comentaba la caída del Partido Republicano y el ascenso al poder del Demócrata. Y argumentaba: “Las barbas blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una villanía eficaz, se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aun los hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor. No concibe nuestra hidalguía latina tal desborde. Todavía asoman, detrás de cada frase, las culatas de aquellas pistolas con que años atrás, y aún hoy de vez en cuando, se argumentaba acá en los diarios en época de elecciones” (Ídem). Él solo vivía un juego de niños en comparación con lo que vendría después, cuando, incluso, la “hidalguía latina” fue borrada de los genes…

 


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