Nuestra historia


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Antemural de las Indias Occidentales y llave del Nuevo  Mundo, situada en la boca del Golfo de México, en la ruta marítima que aseguraba el tránsito entre Europa y América, Cuba fue codiciada desde siempre por las potencias occidentales. 

Desde su nacimiento, Estados Unidos la consideró fruto deseable. Por ese motivo, los acontecimientos del planeta nos conciernen, tanto como los factores complejos que intervienen en la composición de nuestra sociedad, sus clases y grupos sociales. 

El trabajo esclavo garantizó la producción del azúcar, nuestra principal mercancía de exportación en el siglo XIX.  En esa centuria crecieron los llegados de África y su número en los censos llegó a preocupar a la clase dominante. Por otra parte, por distintas vías, los hombres y mujeres de piel oscura que fueron obteniendo su libertad comenzaron a desempeñar un papel importante en el ejercicio de un amplio espectro de oficios, incluido el de la ejecución de la música.

Algunos integraron los batallones de pardos y morenos en el ejército español, con lo cual adquirieron el dominio del manejo de las armas. De ese sector procedía Aponte. Conocedor de los sucesos que sacudieron la ocupación colonial francesa de Haití, se convirtió en precursor de nuestras luchas por la independencia. Fue ajusticiado de manera ejemplarizante. La llamada Conspiración de la Escalera se abatió con crueldad suprema sobre el sector mestizo emergente. Para cerrar el cuadro, el racismo institucionalizado se convirtió en ideología y se transmitió en términos de cultura.

A pesar de la tardía eliminación de la esclavitud y de la participación decisiva de negros y mestizos en los combates del mambisado, la República neocolonial ratificó la institucionalización del racismo. Despojados del acceso al escaso empleo en tareas que no correspondieran a rudimentarios trabajos manuales, fueron condenados, en su gran mayoría, a la pobreza extrema. 

La prensa satanizó los cultos religiosos de raíz africana.  Llegaron a prohibirse los carnavales, expresión colectiva de la cultura popular. Contraviniendo lo establecido por la Constitución, se les cerraron las puertas a mejores viviendas y a centros de recreación. Con enorme esfuerzo propio algunos lograron superar esas barreras. Nunca agradeceremos bastante el legado de aquellas maestras normalistas que supieron instruir y educar, formar ciudadanos con sólida conciencia patriótica.

Sin embargo, los sueños postergados se mantuvieron latentes.  Después de la relativa bonanza provocada por la Primera Guerra Mundial, vino el tiempo de las «vacas flacas».

Los años 20 del siglo pasado conocieron un reagrupamiento de las fuerzas, una maduración de la conciencia política y un brillante desempeño de la cultura, no solo en el ámbito de la creación artístico-literaria, sino en el modo de repensar la nación. 

Se reivindicó la contribución africana que permeaba el conjunto de la sociedad, a la vez que en la lucha contra la tiranía de Machado se definía un ideario antimperialista que reconocía el dramático lastre del coloniaje existente. La Revolución del 30 no logró sus propósitos, pero dejó un legado asumido por gran parte del pueblo.

Toda lucha revolucionaria exige el diseño previo de una estrategia. La práctica requiere el respaldo de una teoría.  Los descubrimientos de Carlos Marx revelaron claves esenciales del funcionamiento de las sociedades. Con esas herramientas de análisis, Lenin, en las circunstancias concretas creadas en Rusia por la Primera Guerra Mundial, asumió el combate en un país encallado en un capitalismo periférico, donde recién se había suprimido el régimen de servidumbre, a la vez habitado por masas atrasadas, aunque existiera allí una élite ínfima cosmopolita y altamente refinada. Era el panorama de lo que todavía no se nombraba subdesarrollo.

Otras eran las circunstancias de los países sujetos a la dependencia neocolonial. En Cuba, la dictadura de Batista aparecía en lo más profundo de una crisis estructural sin salida. Valido del arsenal teórico marxista, del conocimiento profundo de la obra de Martí y del proceso histórico nacional, así como de las características singulares de nuestra sociedad, Fidel había definido los núcleos sustantivos de una estrategia antes de asaltar el cuartel Moncada. 

Entendido en su alcance verdadero, un pasaje de La historia me absolverá mantiene plena vigencia para nosotros y para una izquierda internacional muchas veces desorientada. Su definición de pueblo, omnicomprensiva y en extremo detallada, tiene en cuenta las dinámicas de la historia. Se sitúa en las condiciones específicas que configuran la particularidad de aquel momento concreto.

Aherrojada por la dependencia, la industria nacional no había podido crecer. Los centrales azucareros molían tres meses al año y utilizaban luego una fuerza de trabajo limitada para las reparaciones. Las masas campesinas estaban despojadas de tierra propia. La clase media padecía suma fragilidad, por lo cual los estudiantes se radicalizaron. Fidel supo dotar a tan heterogéneo conjunto de sectores de una plataforma común.

En el ahora mismo, Cuba y la América Latina toda reclaman un análisis similar. Habrá que tener en cuenta para ello el panorama internacional, los rasgos económicos, sociales y culturales de nuestras repúblicas, así como el rescate de un pensamiento que, a lo largo del siglo XX, se forjó en el estudio de nuestras especificidades y fue elaborando enfoques y métodos de investigación, con inspiración descolonizadora. En ese legado ocupan un lugar muy destacado los textos de Fidel y el Che. A ellos tenemos que volver desde una perspectiva contemporánea.


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