Paul Chaviano, taxidermista de quimeras


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Detrás de cada efecto especial hay alguien que deja de dormir para que nosotros soñemos.
Víctor Casaus

El encuentro tardó en ocurrir. Tras semanas de mensajes, correos, llamadas y citas pospuestas tuve la sensación de haber perdido la oportunidad de dialogar con Paul Chaviano. Hasta que me recibió finalmente en su laboratorio, entre herramientas, rincones abarrotados de recuerdos y artefactos inusuales.

Allí transcurrieron las siguientes tres horas de entrevista, en el lugar donde Paul se refugia, quizás sin darse cuenta, incluso más tiempo del que tiene; como si experimentara, siempre que llega al taller, un autismo transitorio.

Paul Chaviano se ha desempeñado en diferentes roles dentro del ICAIC: fotógrafo, atrecista, escenógrafo, restaurador y director cinematográfico. Pero si hay algo que lo define es la animación en stop motion.

Parecieran muchas habilidades para quien, según cuenta, solo tuvo como formación académica en su juventud un curso de taxidermia. Por ello, cada vez que hace una maqueta o idea un personaje con plastilina, cartón, esponja, madera u otro material que se le ocurra, le parece experimentar el papel del taxidermista que inyecta savia a un objeto.

El producto de su inventiva ha ocupado decenas de escenografías en el cine cubano y extranjero, y los detalles que llevan su nombre como marca de agua, pudieran pasar desapercibidos para el espectador que solo se sienta a disfrutar del producto final sin atinar en pormenores.

Quizás su nombre se recuerde sobre todo por su trabajo en el corto 20 años, del director Bárbaro Joel Ortiz. Sin embargo, la huella de Paul también aparece en los papalotes de Habanastation, filme de Ian Padrón; en las municiones de Elpidio Valdés contra dólar y cañón e instalaciones de Vampiros en La Habana, ambas de Juan Padrón; en los aviones de Lisanka, de Daniel Díaz Torres, o incluso en los tinteros y plumillas utilizados por los inocentes de Alejandro Gil. 

De cada uno de estos trabajos se nutre su taller, o como a él le gusta llamarle, "su laboratorio de ideas". Allí reúne un pedacito de cada obra salida de sus manos desde que entró a los Estudios de Animación del ICAIC en 1968.

Al indagar en el inicio de todo, aquel hombre de lentes profundos y bigote tupido, pareció olvidar sus sesenta años para ponerse a la altura de los soldaditos con los que jugaba de niño.

Combate con ellos, los atropella con el avión que recién hace de papel. Sonríe, vuelve de su infancia al taller, se recupera.

—Así inició todo— me dice. 

Desde pequeño fui curioso. Me gustaba saber la esencia de las cosas, quería desarmar a los soldados como a los aviones y recomponerlos yo mismo después. Más que un niño de “porqués”, fui de los que atormentaba a mi padre con los “cómo”».

Aquella curiosidad le acompañaría el resto de su vida, incluso cuando pensó que la rectitud de las Fuerzas Armadas se la arrancaría de cuajo. 

Chaviano sabe que la vida le premió con la habilidad de hacer arte con sus manos y la ha sabido aprovechar muy bien. Hace mucho tiempo no diseca un animal, pero la técnica le dotó de la destreza suficiente para trabajar también la madera, el cartón, la plastilina, la esponja… 

De su paso por la Marina de Guerra recuerda aquel día de inspección en que el jefe de Comunicaciones de su compañía descubrió una maqueta en su taquilla. Lejos de un regaño, se ganó la admiración de sus superiores. Desde entonces haría cada una de las maquetas de referencia de la unidad, aun sin clases de arquitectura, sin técnicas de dibujo, sin el abecé de la topografía.

"Mi escuela fue la gente, mis primeros maestros fueron mis socios, Adrián Guerra, el arquitecto; el chino topógrafo, y aquel otro que me advirtió del mejor de los componentes en lo que hago: la paciencia".

El nuevo peldaño lo subiría al entrar al ICAIC como dibujante, pero siempre, según cuenta, mantuvo el bichito de querer llevar cada dibujo plano a lo volumétrico, lo corpóreo. 

Agita su gorra dejando ver la anchura de las entradas a la bahía en su cabeza, repasa con su mano lo que queda de cabello y saca, como mago de su sombrero de copa, tres palabras que han funcionado como el "bibidibabidi bu" de su carrera: "paciencia", "constancia" y "esfuerzo". 

Con esta fórmula, Paul ha llegado a convertirse en un profesional que no todos conocen, pero que ha intervenido en la puesta en escena de numerosos largometrajes y cortometrajes, animados o no, como La casa de Mafalda, El carro del padre, Quietud interrumpida, Cartas del parque, Érase una vez, Encuentro muy cercano y la más reciente producción Mi taller, entre otros tantos.

Además, es de los pocos que trabaja actualmente la técnica de stop motion en el ICAIC, y es formador de generaciones, pues imparte talleres a niños y jóvenes, así como cursos a estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.

Quizás por ello, durante aquella tarde, tuve la sensación de recibir un curso de apreciación de cine, pues fue un encuentro donde se mezclaba un rato de información personal con varios de cultura. 

Te impresiona cuando habla de "zoótropos", "quinetoscopios", "taumátropos", "praxinoscopios". Sientes que recibes una clase teórica, y luego con la práctica te sorprende, pues allí, en otro rincón, te muestra cada aparato de estos y pregunta: "Ves, ¿ya no te parece tan desconocido?".

Las herramientas del escritorio delataban su trabajo en el capítulo 50 de la serie Mi taller, una especie de homenaje a los conocidos Filminutos. Tornillos, tijeras, martillos y otros materiales hechos a base de esponja cobran vida para interpretar a Romeo y Julieta, un ladrón de tendedera, un campeón de natación, un superhéroe… 

Chaviano moldea a su antojo la espuma, la goma, el cartón, recrea el personaje y el ambiente en su memoria, se aferra a su silla estampada bajo al lema "Non parlare al autista", y termina el ritual en personajes que cobran vida finalmente con las historias de guionistas como Juan Padrón, Alexis Pérez (Nwito), o su propia hija, Isis Chaviano, quien bebió de la misma pócima del padre y hoy trabaja como realizadora, editora y guionista de cine y televisión.

Otra etapa de su vida la marcó aquel día en que Héctor García Mesa, entonces director de la Cinemateca de Cuba, le llevó a una exposición de cámaras Pathé deshechas, empolvadas por el tiempo en un viejo almacén del cine Payret. 

"Aquello fue como una aparición para mí. Agarré todas las piezas, y le dije a Héctor que yo iba a restaurarlo todo. Él me respondió: “Estás loco”, y sí, con esa misma locura agarré una por una, y foto a foto llegué a restaurar alrededor de 500 piezas que están expuestas actualmente en la Cinemateca de Cuba".

Recuerda la tarde en que Eusebio Leal le aceptó una taza de café en el balcón habanero de su casa y le propuso pasar un curso en el Centro de Restauración de La Habana Vieja, donde quizás trabajaría hoy si no le apasionara tanto la magia del cine.  

De ahí vendrían las primeras clases que recibió de la mano de profesores especializados en el ámbito de la cultura, la fotografía y la comunicación, y llegó a graduarse de la Escuela Nacional de Diseño Básico del Ministerio de Cultura. Pero asegura, lo remarca, como si quisiera que lo resaltara en este texto:

—Mi verdadera formación fue el apoyo de todas aquellas personas que encontraron la cordura dentro de mi constante estado de enajenación.

Lázaro Gómez, Roberto Siso, Alexis Montilla, Héctor García Mesa, Fernando Birri, Juan Padrón, Humberto Peña, Leopoldo Ponte, Luciano Castillo, sus padres, Isis, lista interminable que no cabría en la hoja de agradecimientos de la tesis que nunca escribió.

Así como habla con entusiasmo de sus amigos, se emociona ante la pregunta de cuál es su mayor pasión. Lo piensa un poco, "no es muy fácil elegir", dice, pero llega a una conclusión: los parques temáticos y los juguetes ópticos.

Para hablar de su mayor pasión se traslada a Venezuela, donde residió durante cinco años. Llegó allí gracias a una exposición que formaba parte de la Plataforma Audiovisual de la Niñez Latinoamericana y Caribeña en el Festival del Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de 1992, y allá pudo materializar lo que desde entonces ha sido su pasatiempo predilecto. 

En aquellas tierras fue asesor cinematográfico del parque temático La Montaña de los Sueños, en Mérida, y más tarde, a propuesta de un productor venezolano, se enfocaría en otro parque temático. 

"Fui combinando diferentes técnicas para hacer también por mí mismo los juguetes ópticos, estos que ves aquí, y que dejaron sorprendido al mismísimo Tomás Gutiérrez Alea. Son como la esencia de una época que quizás no volverá, por ello los conservo con tanto cariño, al igual que las maquetas de cada parque temático".

Mientras te muestra una de ellas llegas a dudar si Paul Chaviano es realmente una persona de este mundo, porque de tanto andar entre juguetes parece haberse trasmutado en un personaje más de aquel universo utópico. 

Maqueta en mano te describe las calles repletas de niños en bicicletas o chivichanas, una feria de comida en el parque, incluso un gato que caza al inocente pajarito en la arboleda. Y yo solo veía en sus manos aquel molde de caja revestida en cartón maqueta hasta que su historia me convenció, y entonces comencé a notar el verde en el papel estrujado que simula la copa de los árboles, o la sonrisa de un infante en la silueta escuálida que representa a un niño en las aceras.

Los rincones del lugar se vuelven cómplices de mi admiración, simpatizamos y entonces aparece la confianza para que me revele otros detalles. Paredes tapizadas no solo con carteles de las películas en las que ha trabajado, sino también de reconocimientos y diplomas.

Inquiero en ello. Lo evade. Los agradece y punto. ¿Podrían ser más?, quizás. No importa, no crea para ellos.
Aprovecha la ocasión y me habla de novedades, proyectos en camino, como la producción cinematográfica Misión H2O del ICAIC, donde funge como maquetista, y el paquete animado Mi abuelo Paul, una propuesta de los Estudios de Animación para el verano.

Tras cincuenta años de trabajo, le ha llegado a Paul Chaviano la hora del retiro, mas siempre vuelve al lugar donde puede ser loco sin camisas de fuerza. Vuelve porque teme dejar sus herramientas huérfanas, porque se siente aún con la fuerza y el corazón para incluso pensar en proyectos pendientes. 

Paul Chaviano vuelve a su guarida, porque sabe que él es como el formol que mantiene intactos sus juguetes. 
Y allí estará, al menos hasta que concluya la banda de instrumentos mágicos que le prometió a Sofía, la pequeñuela de cuatro años que irrumpió justo al final de la conversación, heredera de aquel mundo mágico que su abuelo Paul ha edificado con la arcilla del arte.

(Texto publicado en la revista Cine Cubano, nro. 206-207, cedido por el equipo de redacción para su publicación en Cubacine)

 


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