Por una apariencia imperfecta


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Terry Fox.

                    

Sería impertinente forzar comparaciones que no vienen al caso, suponer similitudes que no existirán, pero si el título de este artículo hiciera recordar el memorable ensayo de Julio García Espinosa “Por un cine imperfecto”, no sería un hecho fortuito, sino fruto de la voluntad del autor. En ninguno de los dos textos, y el paralelo no pretende ir más allá de ese punto, se rechaza la “perfección” en abstracto, sino modelos y propósitos asociados a realidades ajenas, y hasta contrarios a los ideales de plenitud humana, o que imponen normas convenientes a los mandones del mundo. El ensayo de García Espinosa tiene alcance y dimensiones de gran despliegue, y estos apuntes no hacen más que rozar lo concerniente a la apariencia de las personas, tema que está muy lejos de ser menudo.

Lo que sigue se escribe con la motivación de una denuncia lanzada recientemente en Facebook —donde el articulista la hizo también suya— por Carlos Benet, quien fundadamente deploró que en una escuela cubana a un niño aquejado de autismo se le privara de participar en una excursión con sus condiscípulos. Pero, más allá de ese dato, el autor quiere zanjar, en parte al menos, una deuda ideológica que carga desde que en 2002 participó en la reunión de padres y madres de estudiantes que ese año habían terminado el preuniversitario y matricularían en la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana.

Celebrada en vísperas del ingreso de la menor de sus dos hijas en la Facultad de Estomatología —donde ella se graduaría con título de oro y hace seis años concluyó con excelentes calificaciones el doctorado en Ortodoncia—, aquella reunión le proporcionaba al padre alegría y sano orgullo. Pero un punto en el orden del día le ocasionó estupor. La persona que dirigía el encuentro informó que entre las limitaciones que impedían acceder a los estudios de Medicina se hallaba tener deficiencias físicas, como malformaciones. ¿Se habrá derogado ya esa norma? Sería estimulante que así fuera, y saberlo.

Aunque por fortuna a su hija no la afectaba tal “parámetro”, quien esto escribe expresó insatisfacción con semejante medida, pero observó que sus palabras contrariaban criterios de padres y madres que la daban por correcta y apoyaban lo informado por quien dirigía la reunión. Según esa persona, o los lineamientos a los cuales daba voz, tener limitaciones físicas impediría a los graduados de esas disciplinas cumplir misiones médicas en lugares complicados, como las montañas. Y no faltó quien dijera que, para graduarse en la universidad, es forzoso aprobar la educación física. Esa asignatura, en general, es útil; pero en distintas especialidades hay —y es justo que los haya siempre que deba haberlos— profesionales a quienes les habrá faltado la capacidad para cursarla, y ni hablar de aprobarla.

Al calor de aquel intercambio que tanto lo sorprendió, el padre recordaba para sí casos como el de una graduada de Ciencias Jurídicas que, por su enanismo físico —no mental—, tuvo que vencer un intenso y complicado proceso de reclamaciones para que se la permitiese ejercer plenamente su profesión, en la cual, según algunos criterios, podía ser objeto de burlas. Pero la profesional demostró que era capaz de brillar, y brilló, o todavía brilla.

En la reunión alguien apuntó que un médico lisiado podía asustar a niños o niñas que tuviera por pacientes, pero ¿la persona lisiada o malformada físicamente que estudie Medicina tiene que ser forzosamente pediatra? En todo caso, ¿ese o esa especialista no podía servir, además, como ejemplo para formar en la población, desde la infancia, conceptos válidos para convivir en el respeto y la comprensión hacia quienes no cumplan los cánones de la “perfección”, y sean diferentes? Todo ser humano, por serlo, ¿no es ya singular, aunque tenga características externas más o menos comunes?

Pensaba igualmente el padre si un ingeniero tiene que estar ineludiblemente apto para tareas como subirse en postes eléctricos o hacer travesías de equilibrista sobre diques en embalses de agua. ¿Algo niega que un ingeniero también pueda ser útil en un laboratorio, en un centro de investigaciones, en la docencia o en otras áreas que no reclamen la “perfección” física? Vale preguntarse si se ha de negar el derecho a defender a la patria a quienes no tengan una apariencia física “idónea”, desiderátum que puede concernir a hechos involuntarios, como las malformaciones congénitas o accidentales, y también a factores volitivos, como llevar o no llevar signos de la época, entre ellos tatuajes. No hace mucho tiempo que a los peloteros no se les permitía tener bigotes, y recientemente fue sancionado un boxeador que se tiñó el cabello. El uniforme es el uniforme, se dirá; pero también en ese concepto ha sido y será necesario introducir “cambios de mentalidad” sin infracciones en lo que sea fundamental.

Lo cierto es que, en general, el fantasma de la discriminación contra los “diferentes” puede enmascararse con los disfraces más insospechados. En todo caso, seguía pensando el padre, y lo dijo en la reunión aludida, menos mal que alguien como Francisca Rivero, Panchita, madre del heroico comandante Manuel Fajardo, Piti, no tuvo que sumar a la pobreza y al color de su piel las limitaciones de su cuerpo “imperfecto” para sufrir la discriminación que padeció en “aquella república”.

Algo similar puede decirse, entre otros ejemplos, de un dermatólogo también brillante a quien el articulista, entonces niño, vio por televisión en uno de los primeros desfiles hechos en la Plaza de la Revolución José Martí después del triunfo de 1959. De aquel médico le impresionó la grave deformación en una de sus piernas, que no podía apoyar, por lo cual estaba obligado a caminar con muletas. No imaginaba que años después lo conocería personalmente en su casa, adonde fue invitado por su compañero de estudios universitarios Rodolfo Fernández Ledesma, quien, hijo de aquel médico, es un ser íntegro y bueno, virtudes que sus padres sembraron y abonaron en él.

No por gusto el fantasma del culto a la “perfección” física hace pensar en la eugenesia que fascina a los fascistas. Por los caminos de la búsqueda de ese “ideal” puede llegarse —sean cuales sean las intenciones— a aberraciones punibles, tanto moral como legalmente, aunque se disfracen con el pretexto, por ejemplo, de que para atender a clientes en un restaurante el mesero o mesera debe tener una imagen agradable. ¿No bastaría que fuera una persona correcta, aseada y de buen trato, y con la instrucción necesaria? Con esas virtudes se puede ser más agradable que cumpliendo solamente ciertos índices de “buena presencia”. No se intenta desconocer los gustos individuales, y mucho menos subvalorar los cuidados que se deban tener en lo relativo a la imagen personal, pero las preferencias estéticas no deben servir para abonar injusticias.

Tampoco se trata de ignorar, digamos, que difícilmente un tartamudo incapaz de dominar esa barrera pueda ser un buen locutor, o actor, o que también será difícil para un manco llegar a ser un buen pitcher. Pero sería de necios —y no precisamente en la dimensión impresa por el trovador a ese adjetivo— olvidar a Tito Junco, un cubano que supo imponerse sobre su tartamudez y fue un actor brillante, o al pelotero estadounidense Jim Abbott, quien, aunque le faltaba una mano, hizo sufrir a uno de los mejores equipos Cuba de ese deporte, y luego triunfó en las llamadas Grandes Ligas. Y esos ni remotamente serían —no lo son— los únicos ejemplos aleccionadores que valdría la pena recordar. ¿Cómo olvidar, entre otras hazañas, la de Alexéi Petróvich Maresiev, aquel hombre de verdad que a pesar de sus piernas amputadas fue una estrella de la aviación soviética? Excepciones, se dirá. Seres humanos, valdría responder.

Someterse al culto de la “buena apariencia” abre el camino para que prosperen aberraciones de todo tipo. En alguna carpeta guarda el autor la fotocopia de un cartel callejero que convocaba a pruebas, para integrar un grupo musical, a cantantes mujeres de buena figura y no mayores de treinta y cinco años. ¿Se buscaba una cantante o qué? Pero el reclamo de figuras adecuadas para una determinada labor ha mostrado su parentesco explícito con el racismo. En un restaurante privado habanero —va un ejemplo en el cual la ubicación no es relevante— se ofreció empleo a meseras de buena figura, y “blancas”.

No intenta el articulista ofrecer respuestas finales ni lecciones sobre un asunto que dará mucha tela que cortar y muchos reclamos en la lucha de pensamiento y conducta contra la discriminación. Ni se le ocurre creerse iniciador en un combate que viene de muy larga data y es previsible que durará mucho más todavía. Solamente procura insistir en la necesidad de tener en cuenta conflictos, problemas, errores y hasta monstruosidades que serían deplorables en cualquier circunstancia, pero lo son todavía más en medio de una obra revolucionaria que ha tenido la equidad y la brega justiciera entre sus banderas más dignas, hermosas y defendibles.

Abandonar tales banderas, tales reclamos, sería renunciar a la Revolución misma, y eso iría más allá de someterse a un determinado canon de belleza, o evadirlo. Todo aquí se dice sin olvidar que, en esa zona de la cultura y de la política —de ambas se trata—, se han inoculado de distintos modos esquemas y “valores” de otras realidades. Esas que se venden como paradigmas que merecen imitarse, pero se han erigido sobre la discriminación y la injusticia, sobre falacias que hacen olvidar que un pueblo es profunda, ricamente mestizo, aunque en la programación de sus televisoras aparezcan solamente, o en forzada mayoría, figuras humanas a la medida de otras latitudes y con “ojos septentrionales” que no son característicos de ese pueblo.


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