Vida, memoria y fantasmas de los edificios viejos


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Vivienda de la familia Alejandro García Caturla en Remedios. (Cortesía de Jesús Díaz Rojas).

Los edificios antiguos son como las memorias de una ciudad, están allí para recordarnos dónde acontecieron los grandes y pequeños sucesos. Incluso, las ruinas nos hablan acerca de tantos mitos, de seres reales y poéticas ilusiones, que casi podemos decir que existe un lenguaje en los muros derruidos, las piedras desnudas y el vacío que dejan los derrumbes.

En Remedios, pueblo por demás tremendamente viejo, hemos padecido la pérdida de inmensos patrimonios, mansiones en las cuales la historia transcurría con naturalidad, elegancia. Un laberinto de emociones siente aquel que, conociendo el rostro antiguo de la villa, va por las calles en busca de la fisonomía, del aliento profético de los grandes que aquí vivieron, del canto fugaz y el decoro.

Hace unos años, me di una vuelta por la mansión donde naciera Alejandro García Caturla, la vivienda original de la familia, sita en la calle José Antonio Peña, hoy convertida en un habitáculo de muchas personas que, hacinadas, dañan lo poco que va quedando de aquel tiempo de esplendor. Casi diría que “El Corsario”, como se conoce popularmente dicho sitio, no tiene ni por asomo la gracia y la gentileza de Caturla ni el donaire de una ciudad en sus mejores momentos, aquellos de intensa vida cultural.

Algo se desprende de la memoria de la Remedios perdida: la certeza de que aquí se aspiraba a una trascendencia propia de las capitales europeas, con todos los ingredientes de la movilidad culta entre lo cubano y lo foráneo. Muy adentro de los muros de “El Corsario”, casi en el alma del edificio, laten los ecos y el corazón verdadero y citadino de este sitio, hecho para un artista y no para la muerte y el olvido.

Por eso, los amantes de las cosas antiguas no quieren dejar Remedios, porque se sienten comprometidos con una relación eterna que protege estos sitios. Pasaba con un edificio situado en la calle Carmen, en el número 2, conocido popularmente como “La Remendona”, ya que ahí estaba un centro reparador de calzado y artículos de cuero, hará más de veinte años. En realidad el inmueble original de primera mitad del siglo XIX y estilo neoclásico era una mansión de dos pisos, con balconaje amplio hacia la calle, cuya belleza se vio eclipsada por el tiempo y el golpe de las inclemencias. Un inmenso huracán derribó la mitad del edificio, y dejó como alternativa la demolición del resto, pues era ya un peligro para los vecinos.

El vacío del lugar es llenado por la imaginación con el mismo nombre, y es común que escuchemos a alguien decir que la farmacia queda frente a “La Remendona”, o que a dos cuadras de ahí hay un restaurante. De hecho, la demolición fue un acto al que muchos se opusieron, incluso, algunos llegaron a guardar las rejas originales para que un día, quizás nunca, sean utilizadas en una hipotética reconstrucción de ese edificio raro e ilustre.

En la mansión de dos pisos vivió por demás Alejandro del Río, uno de los pocos patriotas firmantes de la Constitución de Guáimaro, conspirador e independentista, farmacéutico y periodista. La historia de esta figura, como todo lo que acontece en Remedios, tiene ese halo de hidalguía, cuando nos narran que, una vez preso en la cárcel colonialista, el valioso criollo se negó a delatar a los suyos y, condenado a muerte, su única voluntad fue hacerlo de pie y con los ojos sin vendar. Alejandro del Río solo se arrodillaría ante Dios, como dijo él mismo ante la masa presente en la ejecución. La andanada de fusiles se llevó la vida corporal, pero nos dejó la gloria y el recuerdo de que quizás debimos preservar mejor los sitios y los monumentos, la luz que nos queda.

Bajando a través de las calles, como quien va a capturar el Güije de la Bajada, nos encontramos con uno de los espacios abiertos de la ciudad, esos que nos dicen de construcciones perdidas, de historias que habitan y aún esperan ser narradas.

En el parque Sofía Loyola convergen varias épocas. En una primera instancia está la Ermita del Santo Cristo, de las más antiguas de Cuba, que era un rústico templo con su campanario, donde aconteció uno de los hechos más sonados de la historia remediana. Allí, el padre Tordesillas murió a manos del vecino Isidoro Manso, quien ultimó al sacerdote con un trabuco repleto de clavos. El siniestro se dio por los celos que había en torno a una muchacha que se confesaba mucho con el cura, despertando la ira del esposo. Fue a inicios del siglo XIX y las leyendas que giran en torno al sitio nos hablan del fantasma de Tordesillas que ronda los vericuetos y los rincones con un candelabro en la mano. La ermita, demolida por su estado ruinoso, pasó a ser durante todo el siglo XX una plaza dedicada al recreo y a las retretas de la banda de música. El parque de “El Parnaso” cambió su nombre, para recordarnos el de Sofía Loyola, la primera niña mártir de las parrandas, quien murió abrasada en llamas en una carroza de su amado barrio, al que ella dedicó sus últimas palabras: “Viva El Carmen”.

No obstante, para los amantes del misterio, según recoge el periodista Facundo Ramos en una de sus crónicas, en la Ermita del Santo Cristo fue donde, a inicios del siglo XIX, se hallaron las actas y los hechizos usados en la captura del Güije de la Bajada, el más clásico de los personajes que pueblan las calles remedianas. Y allí mismo, enfrente de dicho templo católico, se dio a la fuga el diablillo, cuando escuchó las palabras “Ítem misa est” pronunciadas por el sacerdote. Todavía hoy, cada 24 de junio se ejecutan en la plaza central la captura y el posterior escape de este ser, cuya morada se sitúa en las aguas oscuras y profundas de la Poza de La Bajada, a una milla de la ciudad.

La vida que nos ofrecen los edificios perdura más allá de los muros, de los ladrillos, de los ventanales lujosos. Justo a unas cuadras de los ejidos del sur de la ciudad estaba hasta hace décadas “El Palomar”, un edificio con forma de castillo, cuya torreta del segundo piso era usada como vivienda por las aves. Ya sin habitantes y en la cumbre de su decadencia, el inmueble le recordaba a cuantos pasaban por ahí la hermosa leyenda de una pareja de enamorados que reencarnó en dos palomas, las mismas que con frecuencia se posaban en lo más alto y ante la vista de todos. Los dueños originales del sitio, a inicios del siglo XIX, en efecto, murieron bajo un pacto de amor eterno. Hoy, a tantísimo tiempo, no hay quien pase por Remedios y no pregunte por esta bella historia. Ocupado por un consultorio médico de la familia, “El Palomar” trasciende y bendice con uno de los mitos más perennes a la villa, el de la entrega y el amor.

Uno de los episodios que alargan la estela de encantos remedianos se refiere a cierto estudiante universitario que, teniendo que escribir un ensayo, no sabía de qué hacerlo. Atento el profesor a que su alumno era de Remedios, le dijo: “¡Cómo vas a estar así, si donde vives hasta las piedras hablan!”. Lástima que muchos de estos recuerdos se vayan con la caída de los muros, la desaparición de las maderas de los techos, la desmemoria de los tantos que no se duelen. Solo siendo como las dos palomas, en la cúspide, podremos avistar un mejor camino para esta cultura que fenece. Hasta entonces, no será suficiente con que atrapemos cada año al güije, para que luego dejemos escapar, junto con él, todo el sentimiento y el espíritu de una ciudad viva.


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