APUNTES PARA UNA POLÉMICA INDEBIDA


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Hay timba gorda en casa de Nina

APUNTES PARA UNA POLÉMICA INDEBIDA

Dicen, los que no la entienden, los que tienen la clave montada, que es algo efímero, que no pasa de ser un hecho aislado o, peor aún, que no tiene futuro. Pero durante casi 30 años ha sido “el pan nuestro musical de cada día” y ya expande sus vientos a otras formas. Se trata de La Timba o, lo que es lo mismo, el fenómeno musical cubano de estos tiempos, que ha encendido las alarmas musicales en muchos lugares.

Para entender el fenómeno hay que, ante todo, tener a mano y dominar determinados antecedentes necesarios y obligatorios que solo se dan en Cuba y que, aunque se hayan expandido a diversas latitudes, tienen su génesis aquí. El primero de estos antecedentes, en orden jerárquico, es la rumba y el entorno mágico-religioso que rodea a los rumberos y a una parte importante de los percusionistas cubanos de todos los tiempos.
 

 El primero de estos antecedentes, es la rumba y el entorno mágico-religioso
que rodea a los rumberos
 

La rumba, además de un género musical, es una forma de vida y una actitud social determinada, que representa a un grupo dentro de la sociedad cubana de fuerte ascendencia urbana —no olvidar lo urbano de aquí en adelante—, asentado en las zonas que circundan puertos y bahías; con fuertes lazos culturales con la ascendencia africana de la cultura cubana; y que se expresa por medio de rituales religiosos conocidos como Santería, Regla de Palo o Congo y la sociedad secreta de carácter fraternal conocida como Ñañiguismo o Abakuá. Cada una de estas religiones tiene sus ritos, cantos, bailes e instrumentos de percusión y a cada uno de ellos corresponde un toque —o golpe de tambor— característico, que es de dominio de sus practicantes hombres. Y como en todo entorno mágico religioso, hay elementos de carácter profano que trascienden el marco gregario y se convierten en información de dominio público.

Con estos antecedentes se podrá entender la evolución de la rumba y los rumberos cubanos en los últimos 60 años. Se pasó de la rumba de cajón a la rumba guarapachanguera que —me atrevo a afirmar— muy pocos percusionistas no cubanos saben ejecutar (con la honrosa excepción de Yosvani Hidalgo o simplemente Mañanguito).

El guarapachangueo tiene otro tiempo y otra cadencia. A él se incorporan nuevos golpes, provenientes fundamentalmente de los ritos abakuá —el cuchí eremá, el ecueñón, el eribón y otros instrumentos que solo, téngalo presente, existen y se ejecutan en Cuba—, y que ganan preponderancia social a partir de los años 60, cuando surge el ritmo Mozambique de Pello “El Afrokán”, aunque desde los años 30 Ignacio Piñeiro había anticipado estos en su tema Clave abakuá.

Ignacio Piñeiro joven.Foto: Cortesía Sigfredo Ariel

 

Esta forma de hacer la rumba, de ejecutar los tambores, de inspirar musicalmente, se fue incorporando a la música popular cubana desde los años 60 hasta la actualidad y, como todo organismo vivo, el guarapachangueo sigue en constante evolución. Los percusionistas que fueron definiendo este estilo dentro de la música popular cubana y la rumba en general, en su gran mayoría comenzaron a destacarse dentro de importantes formaciones musicales contemporáneas, no solo como tamboreros o congueros; sino que comenzaron a ejecutar otros instrumentos de percusión, como los timbales y la batería, creando estilos muy personales que comenzaron a trascender el marco de lo propiamente cubano y llegaron al jazz. Tal y como lo lee, llegaron al jazz y no solo al jazz cubano, por cierto, convirtiéndolo de una vez en una suerte de intercambio de ida y vuelta, en el otro afluente del que se nutre la variante o género musical denominado timba.

El jazz tiene un probado maridaje con la música cubana desde hace casi un siglo, aunque realmente tal matrimonio solo fue públicamente reconocido en los años 40, cuando un percusionista cubano entró de golpe y porrazo y le devolvió al ritmo norteño “… sus raíces africanas…”. Sin embargo, paralelo a ello comenzaba, por parte de algunos músicos cubanos, un intento por “cubanizar” un género que no les era ni extraño ni difícil de ejecutar, sino todo lo contrario, ya que se podía meter en clave y sobre él se podían generar nuevas formas expresivas. Por eso, desde fines de los años 50 se comienza a generar el jazz afrocubano, coincidiendo con la formación y desarrollo de diversas corrientes en el género, entre ellas el jazz latino.

El proceso de cubanización del jazz (la onda cubiche) implicó abrir las puertas de los diversos géneros musicales de esta Isla a las formas del jazz; por tal razón, a nadie sorprende que en el llamado “paseo” del Danzón algunos instrumentos descarguen como suele ocurrir con la flauta y el piano, que el bajo asuma función percutiva por medio de la llamada “bomba” y que la cuerda de metales —conformada por trompetas y saxofones— desarrolle una potencia solo comparable con el golpe de los tambores, en cuanto a intensidad y complejidad.

La cubanomanía del género implicó, además, asimilar otras corrientes musicales que en los años 60 y 70 se desarrollaron en los Estados Unidos fundamentalmente, todas muy cercanas a la música que ejecutaban las bandas negras de ese país y algunas influencias del rock.

De manera que, si bien el guarapachangueo correspondía a los rumberos, la impronta jazzística fue obra de los pianistas y muy fundamentalmente de Chucho Valdés y su grupo Irakere, la banda en la que todos los músicos cubanos soñaron tocar alguna vez, la que oxigenó no solo la música cubana y el jazz, sino que llegó a modificar incluso los patrones sociales de algo consustancial al cubano: el baile.

El oído medio del bailador cubano estaba en franca evolución, proceso en el que comienza a intervenir una nueva forma de entender el son desde la contemporaneidad, y que tiene influencias de un movimiento musical que a mediados de los años 60 se comenzó a gestar en la ciudad de New York y tiene en su centro a músicos latinos que residen en esa ciudad y como gran gurú, a un músico cubano: Mario Bauzá.

Premio Nacional de la Música Cubana 2018, José Luis Cortes
 

La salsa dura, la de verdad, la que hablaba de barrios y leyendas cotidianas, no caló profundamente en el público cubano, a diferencia de lo que ocurrió en el resto del Caribe. Las razones pueden ser múltiples, pero lo cierto es que, entre nosotros, correspondió a un músico cubano dinamitar determinadas estructuras, a partir de su formación y de las influencias de su entorno. Ese gran artista, que acaba de ser reconocido con el Premio Nacional de la Música en Cuba, se llama José Luis Cortés y su memorable tribu respondió y responde aún al nombre de NG La Banda. Era una relectura del son, 50 años después de que Piñeiro lo hubiera urbanizado y ampliara sus límites; o 40 años posteriores a que Arsenio Rodríguez “inventara” el conjunto.

El son era el tercer ingrediente para generar el fenómeno timba, y ese son regresaba además a formas que para muchos, fuera de Cuba, eran completamente desconocidas, como son los casos del changüí, el nengón y el kiribá; estructuras musicales donde la percusión (y dale Juana otra vez con el asunto de la percusión) juega un papel fundamental, junto a la forma de ejecutar el tres.

Indiscutiblemente, de esa coincidencia de acontecimientos algo se debía generar. Coincidentemente son los años 80 en sus finales; y para ese entonces la salsa dura, brava, era obligada a dejar los arrabales sociales para evitar seguir dañando “las buenas costumbres”. La hora de los “gallos” y otras especies canoras comenzaba; solo que estos no habían hecho carrera rutilante en sus músicas originales, y de lo cubano lo que más pesaba en ellos y su formación era el sonido matancerizante, heredado de la época prerrevolucionaria.

Algo que debía ser superado; por tal, razón Nina y la Ma´ Teodora organizaron un timbón para los tiempos futuros. La lista de invitados pronto se hará pública y aquellos que no estén en clave, favor, abstenerse de llegar.


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