Carilda y la temeridad del amor


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Carilda Oliver Labra, a punto de cumplir cien años, todavía es leída por jóvenes enamorados. Conocí sus libros en casa de un primo de mi padre, junto a los de José Ángel Buesa, unidos por una liga y ubicados en el sitio más alto de un librero, casi llegando al techo, como para que ningún menor se acercara a ellos. Un día, cuando nadie me estaba mirando, me subí a una butaca para explorar aquella zona evidentemente prohibida, y di con el libro de Carilda, cuya provocadora cubierta mostraba su sensual mirada de ojos claros, su boca semiabierta y el pelo rubio caído levemente sobre las mejillas; llevaba un vestido que imitaba la piel de leopardo, con un hombro descubierto, y se parecía a Marilyn Monroe, el mito erótico de turno.

Cuando, unos días después, le pregunté a un tío si conocía a Carilda, me recitó de memoria el soneto “Me desordeno, amor, me desordeno”. Luego supe que después de publicar en 1943 Preludio lírico ―prologado por el matancero Fernando Lles―, sin haber cumplido aún 20 años, ganó el Premio Nacional de Poesía en 1949 con Al sur de mi garganta, que no era básicamente un libro erótico, sino más bien de una identidad inocente, de tono elegíaco y escrito con dolor por las ausencias, de ensoñación autobiográfica y fantasía emotiva, con un tono desenfadado y espontáneo que lo hacía muy sincero y convincente. Al sur de la garganta, según me comentó la propia Carilda, estaba el corazón, y no lo que pudieran pensar los maliciosos.

Luis Suardíaz me presentó a Carilda después de obtener mención en el Premio de Décimas del Concurso 26 de Julio en 1979, con Tú eres mañana. Me impresionaron su distinción y, especialmente, sus modales y buen decir; su pronunciación exquisita y dicción impecable, y la capacidad para escoger las palabras adecuadas a cada conversación; se le notaban la agudeza y sociabilidad adquiridas no solo por sus estudios de Derecho en la Universidad de La Habana, culminados en 1945, sino también por su labor como bibliotecaria, maestra, funcionaria.

Desde muy temprano, su producción literaria había merecido reconocimientos en su Matanzas natal ─fue declarada Hija Eminente de la Atenas de Cuba─ y había obtenido premios literarios en Estados Unidos. En 1952 Cintio Vitier la incluyó en la antología Cincuenta años de poesía cubana y ganó gran popularidad por su libro Canto a Matanzas; compuso en secreto “Canto a Fidel” en plena dictadura batistiana, y al mismo tiempo se había convertido en un mito erótico de la poesía cubana por sus temas neorrománticos, bajo un coloquialismo compartido con otros colegas de la llamada Generación de los Años 50. Memoria de la fiebre, de 1958, acompañó la voz errante de vallejismos de Rolando Escardó, y se ubicó en el límite entre esa generación recién llegada y la de los neorrománticos, con Buesa al frente.

Cuando en 1984 edité la antología poética La Generación de los Años 50, con selección de Suardíaz y David Chericián, y prólogo de Eduardo López Morales, Carilda la iniciaba con sus sonetos convertidos ya en leyendas, declaraciones de candorosa identidad, textos dedicados a la familia, elegías y versos de sensibilidad social expresada de manera indirecta, algunos poemas de incertidumbres de amor y de la existencia, para concluir su selección con “Última conversación con Rolando Escardó”. Entre los estudiosos se polemizó acerca de si era correcto o no incluirla en esta generación; es cierto que su poética parece colocada en una frontera, pero su evidente antitrascendentalismo y un afán de comunicar que apeló a lo conversacional y a los medios expresivos del lenguaje corriente o del habla común ─incluidas ciertas expresiones consideradas entonces “vulgares” para la poesía─, la acercaban más a los poetas que iniciaron sus discursos hacia la década del 50 que a cualquier otro grupo. Versos de amor, de 1963, reafirmó a esta creadora en los temas de la poesía erótica y evidenció su singular estilo lírico, después de crecer su fama en España y su popularidad entre los cubanos. El silencio de finales de los 60 y casi toda la década del 70 fue explicable: su poética y sus temas dominantes no entraban en los modelos impuestos por quienes secuestraron la cultura cubana entonces.

Mirta Aguirre la incluyó, en 1980, en Poesía social cubana, y la popularidad de sus poemas había crecido tanto en el ámbito latinoamericano, que Ives Montand grabó en París un disco con sus textos. Rafael Alcides me confesó que en su juventud Carilda era “nuestra conciencia del Amor” ─con “nuestra” se refería a toda la generación─ y me lo aseguraba con un fervor tembloroso, argumentándome que ella hacía “la poesía con la temeridad con que los jóvenes hacen el amor”, un elogio que después escribió. La obra poética de la matancera universal se agigantó con nuevas entregas, como Las sílabas y el tiempo, de 1983, y Se me ha perdido un hombre, de 1992, y obtuvo reconocimientos, nacionales e internacionales.

Su Antología poética de 1992, publicada por la Editorial Letras Cubanas con prólogo de Marilyn Bobes, contribuyó a llamar la atención de los especialistas sobre su valiosa obra poética, muchas veces confundida con la de versificadores facilistas y recitadores mediocres, y con fábulas locales que atendían más a su vida que a su obra. Marilyn puso en su justo lugar a aquel “mito viviente” desde la literatura y denunció que se le había tratado como personaje, pero no como a la escritora en cuyos versos se advertía a una débil mujer luchando en su “casa de los espejos”. Recibió el carné de miembro de la UPEC de manos de su presidente, Julio García Luis, como homenaje de la institución, y el comunicador Vicente González Castro le realizó una serie para la televisión con el título de Cinco noches con Carilda. En 1997 obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

No son muchos los críticos que se han ocupado de la poesía de Carilda Oliver Labra. Quienes más lo han hecho han sido periodistas, comunicadores, actores, artistas, promotores… El erotismo expuesto en su obra poética desde la pasión femenina, todavía por los años 80 en Cuba era desafiante y podía resultar hasta escandaloso en algunos sectores, y aún seguía siendo “atrevida” para no pocos moralistas agazapados en la sociedad cubana. Baste analizar solo un poema para verificarlo: “Discurso de Eva”, que en verso libre establece el momento en que una mujer añora sexualmente el regreso de su hombre, aun cuando él esté huyendo con su “caja loca / de corazones”, por un motivo esbozado, sin más explicaciones: “en esa telaraña donde cuelgan / los huérfanos de padre”. Pronto pasa a su zozobra, y hace conscientes sus máscaras: “Tengo una prisa por jugar a nada, / por decirte: ‘mi vida’”, y reconoce “el ángel embaucado que soy”. Se pregunta y declara explícitamente sus desbordados deseos eróticos: “¿Cómo es posible / que me dejes pasar sin compromiso con el fuego? […] ¿Cuándo vas a matarme a salivazos, / héroe? / ¿Cuándo vas a molerme otra vez bajo la lluvia? / ¿Cuándo? / ¿Cuándo vas a llamarme pajarito / y puta? / ¿Cuándo vas a maldecirme? / ¿Cuándo? […] Ajústate a mi cintura, / vuelve; / sé mi animal, / muéveme […] Vuelve, vuelve. / Atraviésame a rayos / Hazme otra vez una llave turca. […]. Te prometo, amor mío, la manzana” (Antología lírica, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992).

Al leer estos versos, la temeridad de la que hablaba Alcides se hace realidad palpable, aun cuando se mezclan misterios y enmascaramientos, como los enigmas de grandes actores en medio de los más notables acontecimientos de su vida. La acción de arriesgarse a todos los peligros para complacer el ardiente deseo sexual desde la mujer, tiene aquí uno de los primeros ejemplos cubanos de espontánea efusión y buen decir poético. Carilda no escribió una poesía feminista tal y como hoy se conoce: no le interesaba; pero su obra literaria provocadora ponía a prueba la sinceridad social al proponer las verdaderas motivaciones eróticas y exponer la conducta sexual femenina en formas expresivas que no se acomodaban al “buen gusto”. Este lenguaje, todavía en los 80, era rupturista y superó al soneto mítico del desordenamiento. Los valores de un verso comprometido con sentimientos expuestos directamente, propios de cualquier género, edad o condición humana, lograron ser aceptados como literatura erótica en un mundo que se transformaba y dejaba atrás las explicaciones racionales para cualquier acto humano. Carilda triunfaba también en la posmodernidad, no sin incomprensiones, desavenencias, discrepancias, enemistades…

En los primeros años de esta centuria inicié como moderador Confluencias, un espacio de conversación y lecturas entre un poeta muy reconocido y otro con menos obra, idea de Teresita Fornaris y Alpidio Alonso, de la Asociación Hermanos Saíz. En una de sus sesiones confluyeron Carilda Oliver Labra y Jesús David Curbelo, en el vestíbulo del Teatro Nacional de Cuba, y la salida de Carilda después de un proceso de maquillaje y vestuario se parecía a las de las grandes divas a escena, bajo una lluvia de aplausos en un sitio colmado de público. Allí sostuvo con Curbelo un ingenioso diálogo de lecturas, complació peticiones del público, y admitió mis preguntas, que intentaban precisar el carácter de sus relaciones con Buesa, quien iba a buscarla a su casa en un lujoso auto, o el incidente con Dulce María Loynaz a raíz de una de las visitas a Cuba de la chilena Gabriela Mistral, que ya había sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura; sorteó con elegancia y picardía mi curiosidad, sin soltar demasiadas “prendas”.

Casi recién celebrado su último matrimonio nos vimos. Le dije que me habían comentado que estaba muy feliz con su flamante pareja, y eso me preocupaba, porque como casi toda su poética se había basado en el sufrimiento, el dolor o el desamparo del amor, ahora no podríamos esperar nuevos poemas de ese tema. Carilda, rapidísima, me respondió: “Es posible entonces que lo engañe, para sufrir…”. Y delineó una sonrisa.


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