Crónica de una rumba, sin fin anunciado


cronica-de-una-rumba-sin-fin-anunciado

Papá Montero, sentado a la diestra de Olofi, mira desconfiado. A la siniestra hay una larga comisión de almas, hombres y mujeres que por más de dos siglos fueron forjando una tradición. Encorvada, por el peso de tantos años y el ir y venir inagotables, está la Má Teodora; en sus huesudas manos trae una jícara vacía y un gran porrón. Va sirviendo el contenido con cuidada solemnidad. Cada uno de sus pasos recuerda el andar de sus antepasados, el ritmo de los primeros tambores.


    


Hay rumba en las alturas este domingo. Lo mismo ocurre en La Habana.

Han pasado diez días desde que la rumba entrara en la lista de Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad. El jolgorio se tuvo que posponer, causas de fuerza mayor. Es domingo y mucha gente viste sus mejores galas. Ya los hombres no usan dril cien, ni zapatos de dos tonos o jipijapa. Las mujeres vuelven a exhibir los abanicos que ya no son de concha nacarada, ni muestran acabados fastuosos de un tardío barroco. Uno llama mi atención, combina los colores de la bandera y una frase que se impone en estos tiempos: Soy Cuba.


   


Son negros y blancos como diría el poeta. Hay rumberas buenas y rumberas malas. Está hasta el mismo Antonio, con su mujer y ese paso que la ha hecho popular; sin embargo, los hombres hoy, domingo, no reparan en ella. Los tambores comienzan a hacer lo suyo.

Negros y blancos, venidos de todos los lugares de esta ciudad; les apasiona la rumba a muchos; otros son los hijos de la curiosidad que quedarán reclutados cuando termine la tarde. No importa el origen social, el apellido más o menos ilustre.


    


Hay algunos turistas atraídos por la novedad: “es ruumbaa de verdad…”, dicen mientras maltratan el español e intentan dar un golpe de cintura que a unos causa risas, a otros avergüenza. Pero ellos son turistas y su sudor también es válido. Turistas al fin, tratan de registrarlo todo con sus cámaras y hasta alguno ingenuamente piensa que es hora de conectarse a las redes sociales y postear el momento. La ingenuidad no tiene límites.


    


Del escenario asciende una gran nube que es solo vista por los elegidos. Formas que solo ellos ven; es fácil distinguir la silueta de los padres fundadores, de aquellos rumberos que han marcado la leyenda; de quienes bailaron la rumba lo mismo en un barracón que a la orilla del puerto, que en las largas noches tras el corte de caña.


   


Hay rumberos y rumberas de todas partes de la Isla. Son cubanos, los hay que viven allende los mares, pero el llamado (la diana, dirán los expertos) del salidor y el golpe del quinto, la caja y las claves, les han traído de regreso.

La rumba es una forma de vida, un estado de gracia; una condición filosófica y una manera de amar.

Anochece, negros y blancos, todos mezclados sin importar títulos o lugar de procedencia, se abrazan. Los dioses paganos que vinieron del África están de plácemes; algún que otro iniciado disfruta del permiso especial que dio su padrino para no faltar a este acontecimiento. Solo se vive una vez, aunque se pueda rumbear toda la vida.


    


Papá Montero hace filigranas con su viejo bastón de ácana; revisa sus collares y cruza con Olofi al estilo de los ecobios. El tío Tom escribe en su diario rumbero: “… aquí están los cubanos… esos son mis cubanos…”

La letra de la próxima rumba está por escribirse, solo que esta vez llevará un poco de cada uno de nosotros.  Será la rumba de nunca acabar.


0 comentarios

Deje un comentario



v5.1 ©2019
Desarrollado por Cubarte