El camino de los Padres de la Patria / Por: Dr. Eusebio Leal Spengler


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Dr. Eusebio Leal Spengler en la ceremonia de inhumación de los restos de Carlos Manuel de Céspedes y Mariana Grajales.

 

General Presidente,

Santiagueros,

Orientales,

Cubanos todos:

 

Asistimos a un acto, por su naturaleza, trascendental; un acontecimiento de los que suelen ocurrir o podemos presenciar una vez en nuestras vidas. Quizás hemos tenido el extraño privilegio de asistir en dos oportunidades a ceremonias de grandes significaciones para Cuba, para nuestra América y también para el mundo.

Hoy, 10 de octubre, cuando apenas se desdibujaban en el cielo las nubes de la noche y se levantaba el sol por el oriente, teniendo como retablo de este camposanto de recordación las montañas de la Sierra, evocamos el día y la hora en que el Padre de la Patria dio inicio al magno movimiento, a la única y sola Revolución que ha existido en nuestra tierra, la que él comenzó y la que hoy continuamos.

Para poder comprender la magnitud del acto tendríamos que explicar antes que el cementerio ha sufrido una hermosa y bella remodelación, y lo que entonces surgió de la voluntad pública, los distintos mausoleos y panteones de los mártires y héroes de la patria, ellos y ellas, han sido hoy colocados en lugar preferente, marcando, como si fuera el dedo de la historia, un discurso comprensible para todos, al mismo tiempo que sentamos las bases para la enseñanza de la historia y del sentimiento patriótico y nacional. Y es que el culto a la historia y el culto a las mujeres y a los hombres ilustres es el oficio y el deber del Estado, y es el nuestro como ciudadanos de un país libre.

Céspedes nació en San Salvador de Bayamo el 18 de abril de 1819, en el seno de una familia opulenta. Su raíz estaba allá en una pequeña y noble localidad cerca de Sevilla: Carrión de los Céspedes. De ahí una gran parte de ellos partieron a Cuba, primero a Puerto Príncipe, el Camagüey, y luego se asentaron en Bayamo. Fue parte de esa pirámide que, formando el poder real de la tierra, desarrolló aquella latitud de Cuba y la llegó a convertir en el centro de un episodio tan importante como el que hoy recordamos, el Oriente de Cuba.

Cursó sus estudios en el seno de los monasterios que existían entonces e impartían clases, de Santo Domingo y San Francisco, en Bayamo, y más tarde en La Habana, en el Real Colegio Seminario, también abierto entonces a la formación de hombres para el siglo, y en la Real Universidad. Su vocación fue estudiar leyes, el contacto con la tierra, el ejercicio continuo de su físico. Pequeño de estatura, fuerte e inquieto de carácter, lo cual le llevó rápidamente a tener avidez por el conocimiento, la cultura universal, las lenguas antiguas y modernas, el conocimiento de los clásicos de la literatura, de la filosofía y del pensamiento. Con esta preparación partió a Europa y se formó en la Universidad de Barcelona, donde recibió su licenciatura en Derecho, y posteriormente haría un recorrido que lo llevó hasta Constantinopla, recorriendo una parte de aquella Europa que tanto impresionó a su talento y a su ingenio inquieto, sobre todo, porque había ocurrido la gran revolución de 1848.

Ya esta última, con otras características de aquella otra a la cual Simón Bolívar consideraba el acontecimiento más grande de todos los tiempos, la gran Revolución Francesa, que partió la historia en dos: antes y después. Su eco en la América y en el Oriente fue la revolución haitiana. El pueblo haitiano realizó una epopeya notable, y esa gran revolución haitiana se expresó sobre Cuba y particularmente sobre Santiago; sirvió de acicate a la inquietud de una miríada de esclavos en toda la isla, e iluminó los primeros movimientos encabezados por aquellos, y muchos fueron los que sufrieron el martirio y la persecución por seguir las ideas de liberación que Haití había proyectado sobre el mundo americano: la primera república en esta latitud del mundo.

De regreso a su tierra, lógicamente, con tan amplia experiencia, se sintió inconforme con el estado de las cosas, participó de las ideas más avanzadas de lo que se llamaba entonces el pensamiento liberal, y de esta manera, en la medida en que ese pensamiento iba siendo radicalizado, iban tomándose contra él sucesivas represalias. Enviado a Baracoa, enviado a Manzanillo en destierro interior, retenido en Santiago a bordo de las ruinas del navío del Rey soberano que había combatido en Trafalgar y era ahora una cárcel política, y finalmente, en la conspiración que, vertebrándose ya en el centro y en el oriente de Cuba, les llevó a la ciudad de Las Tunas, a un pequeño sitio, a una finca discreta llamada San Miguel del Rompe, donde se reunieron en la convención, llamada en lenguaje masónico la Convención de Tirsán. En ella apareció su liderazgo nítidamente. Mientras que otros propugnaban por esperar una nueva zafra, reunidos allí hacendados cuyo desarrollo en las ideas políticas y revolucionarias los llevaba como clase al borde del precipicio, él proclama la necesidad de levantarse. Y también había llegado a una conclusión: no debíamos esperar más esfuerzo que el nuestro. ¡Las armas las tienen ellos!, exclamaría en otra ocasión.

De esa manera, apurados los acontecimientos, ante la inminencia del descubrimiento de la conspiración, o quizás anticipándose voluntariamente por el significado de la fecha, decidió, en la madrugada del 10 de Octubre, reunir allí a los que en Demajagua, su ingenio cerca de Manzanillo, a la vista del golfo de Guacanayabo y ante el impresionable retablo de la Sierra, le escucharon pronunciar su histórico llamado al pueblo cubano, a la nación y al mundo, ofreciendo con la libertad de Cuba una mano generosa a todos los pueblos y hombres de la Tierra, al mismo tiempo que proclamaba, en un país donde faltarían tantos años para la abolición de la esclavitud, la libertad de los suyos propios, desentendiéndose del pasado, haciendo un rompimiento con sus posesiones territoriales, con su posición privilegiada, con su condición de amo y señor, para transformarse en libertador.

El 10 de octubre fue el comienzo, y unas horas después en Yara, lanzado el guante al rostro del adversario, la causa tomó el nombre de aquel sitio y se le llamó entonces Grito de Yara.

El 20 de octubre estaban sobre Bayamo. Capitulada la ciudad que fue su cuna, se establece allí la primera capital de la revolución y el primer ayuntamiento libre, en el cual participan, a piel de igualdad, cubanos, españoles honorables y también negros libres. De esa manera va a hacerse la composición social que él quiere, lo que él tan inmensamente desea.

Bayamo no fue sostenible. Poco después, y apresurando como en una filmación la historia, deben abandonarla ante el avance de las columnas militares españolas. La decisión de dar fuego a la ciudad comienza con sus bienes propios y con los de los otros que se dispusieron a hacerlo.

El fuego de Bayamo, percibido en el horizonte por el Conde de Valmaseda, da a él el recuerdo de la voluntad numantina del pueblo cubano: ¡Libres sí, esclavos no; independientes sí, sujetos no!

Había nacido, con aquella desobediencia política, un movimiento revolucionario, y al incendio sucedió el éxodo. Había nacido el Ejército Libertador.

El ejército había probado sus armas y, al pie de las gradas de la iglesia de Bayamo, Pedro Figueredo, su compañero de infancia, general también de la revolución, dio letra al himno que poco antes había compuesto, absolutamente permeado por la letra y los acordes del más subversivo que recorría entonces la tierra: La Marsellesa.

De esa manera avanzó la revolución hasta llegar a la consolidación de la idea con el levantamiento del Camagüey y de Las Villas. Y con representación de estos tres territorios se reúnen en la ciudad de Guáimaro, donde la Asamblea Constituyente lo elige primer Presidente de la República de Cuba en Armas.

Todos cedieron, es la verdad, pero él cedió más: era del criterio de que la revolución debía ser sostenida con una mano firme y que era más importante una victoria que un discurso político, que era más importante avanzar y triunfar que cientos de miles de hombres en Oriente, si no éramos capaces de avanzar hacia los confines de Cuba.

Sabía perfectamente que a partir de ese momento quedaba sujeto administrativamente a la Cámara de Representantes y que ella podía sancionar sus propias determinaciones.

De esta manera, el hombre del 10 de Octubre, tal y como lo considera José Martí en su brillante análisis de las personalidades de Céspedes y Agramonte, enfrentará serenamente su destino, un destino que llevó a aquel gobierno peregrino a andar por los montes, mientras que el ejército combatía en los distintos puntos de los frentes abiertos por un adversario temible, un adversario que defendería como un tigre a su último cachorro.

Todo siguió así, hasta que el 27 de octubre las contradicciones estallaron, era el año 1873. Antes, el 11 de mayo, una noticia le había sorprendido y le había descorazonado. Con la muerte de Ignacio Agramonte en Jimaguayú, se derrumbaba el Sucre de esta historia, el que podía continuarlo con un avanzado pensamiento civil, moral y alta competencia militar. La muerte de Agramonte descabeza la continuidad, y de esa forma se prepara Céspedes para su propio destino.

El 27 de octubre de 1873 es depuesto en un lugar llamado Bijagual, un sitio que hoy está cubierto por las aguas de una presa realizada por la Revolución Cubana, una presa que lleva su nombre, como si las aguas de aquel inmenso lago pudiesen borrar el agravio que significó para Cuba no la pérdida de un presidente, sino el descabezamiento de un líder; la caja de Pandora se había abierto, la desunión finalmente los perdería.

Peregrino detrás de la Cámara, viviendo ya en absoluta pobreza, despojado de todo bien material, algunos que le ven en aquellos días finales de su vida lo consideran un anciano.

El “viejo Presidente” sube con sus ropas raídas el camino del monte y llega finalmente a San Lorenzo, no lejos de aquí, al final, entre aquellas montañas (Señala), está el sitio.

Una traición llevó hasta aquel lugar a los que le perseguían y buscaban en él la prenda preciosa, pues jamás habría podido ser entregado vivo. “Seis balas tiene mi revólver, cinco para ellos y una para mí”. Allí, el 27 de febrero de 1874, a media mañana, se sintió la presencia del enemigo en los montes. Poco pudo hacer el prefecto, ni tampoco los que se encontraban en el sitio, ni su hijo que había salido a realizar gestiones próximas. Pronto, cerca de la charca donde solía bañarse todas las mañanas, su caballo Telémaco, herido de muerte, cayó sobre aquel sitio. Poco después descargas y el sonido estentóreo de un arma pequeña que disparaba una y otra vez, haciéndose distantes los disparos hasta escucharse el último. Le faltaban 51 días para cumplir 55 años.

Por la independencia de Cuba murieron más de 20 miembros de su familia. El primero, su amado hijo Oscar, sacrificado por su negativa de entregarlo a cambio de la deposición de sus ideas, y por último el golpe mortal, poco antes ya de su muerte, cuando se conoce de la aprehensión de los expedicionarios del Virginius, traídos a Santiago, recluidos en el Castillo del Morro, fusilados en las paredes del matadero de esta ciudad, y entre ellos su hermano, el general Pedro Céspedes, exgobernador de Oriente, y su sobrino, hijo de Manuel de Quesada, hermano de Ana, su esposa querida.

El 25 de marzo aquí, en un día tormentoso del año 1879, cuando apenas se escuchaban los ecos de la Protesta de Baraguá, algunos patriotas, incluyendo dos exesclavos suyos y alguien que había marcado el sitio de la fosa común, abrieron el lugar y encontraron los restos inconfundibles. Uno de ellos exclamó, al ver el cráneo levantado: “¡Es él!” Llevado a un nicho anónimo, fue conservado hasta el día en que Cuba podía rendirle el tributo, y el tributo fue ofrecido por don Emilio Bacardí Moreau y por su esposa doña Elvira Cape, que tanto hicieron por Santiago de Cuba, al convocar una cuestación pública para levantar el monumento que hoy, exaltado, ha sido colocado en este sitio.

Esto ocurrió en el año 1910.

Como Vidas paralelas de Plutarco, fue la historia de la gran mujer cuyos restos han sido conducidos hoy también a su digno sepulcro: Mariana Grajales Coello, nacida en julio de 1815, en el seno de una familia de libres, hija de ascendientes dominicanos, viene al mundo en Santiago de Cuba. Su educación: la que le era permitida a las muchachas de su raza y de su condición social en aquella etapa. Joven contrae matrimonio con Fructuoso Regüeiferos y pronta fue su viudez; con sus hijos de esa unión y con los de Marcos Maceo posteriormente, traerá 14 al mundo. De esos 14 hijos una murió poco después y otro murió un poco más tarde.

De esa manera, cuando se produce el alzamiento en Majaguabo, en San Luis, el 12 de octubre de 1868, en la finca de nueve caballerías que tenía allí Marcos Maceo y su familia, Mariana se va a convertir en la protagonista principal de esta escena. Habiendo criado a sus hijos en el rigor de sus costumbres, en la fiereza de sus tradiciones y el dominio que tenía de la educación y del que debía imponerse a un grupo numeroso de jóvenes varones, toma la trascendental decisión de convocarlos a todos aquel día, después de que un destacamento patriótico tocó a sus puertas pidiendo comida, armas y, desde luego, hombres. A ese llamamiento saldrían tres de sus hijos, entre ellos el primogénito de su matrimonio con Marcos: José Antonio de la Caridad Maceo y Grajales. Se dice que allí -y así está en el hermoso monumento en La Habana a Antonio Maceo, en el altorrelieve que lo preside-, tomó de la pared de la sala un crucifijo y dijo a todos: “De rodillas todos, padres e hijos, delante de Cristo, que fue el primer hombre liberal que vino al mundo, juremos libertar la patria o morir por ella”. Todos salieron a la lucha. El primero en caer en ella fue su esposo Marcos, y cuentan, si no fue de las heridas inmediatamente, otros afirman que en un hospital sus últimas palabras fueron: “He cumplido con Mariana”.

De sus hijos, en esa gran contienda de 10 años, cuatro mueren en la lucha, además de su esposo, ya citado, y cuando vuelve la demanda, más allá de la Protesta, en lo que es llamada Guerra Chiquita, tres de ellos están altamente comprometidos, esperando la llegada de Antonio, entre ellos el joven Rafael y también, desde luego, José Marcelino.

Son apresados finalmente y, en altamar, incumpliendo lo pactado, trasladados prisioneros y llevados a las cárceles militares en el sur de España y finalmente al presidio de Chafarinas, donde muere Rafael, general de brigada del Ejército Libertador. Ese fallecimiento le fue ocultado a ella para no agregar a sus tantos sufrimientos uno más.

Después de la Protesta y de su salida de Cuba, vivirá en Kingston, Jamaica, y su casa se convirtió, como en Costa Rica la de Antonio y sus compañeros, en un centro de peregrinación de los cubanos. Allí la visita José Martí, por vez primera en 1892. Confiesa que la vio dos veces y que se impresionó por el carácter, la bondad, el brillo refulgente de los ojos y cómo al contársele cosas de Cuba se levantaba del sillón y vagaba por el hogar recordando los días de gloria, quizás rodeada de la memoria de todo lo que en esa lucha había perdido y por el deseo fervoroso de que se volviera una vez más a luchar y a combatir.

En esa visita de Kingston, Martí hace una hermosa semblanza de ella, semblanza que va a repetir luego de que se conozca su fallecimiento el 27 de noviembre de 1893. Cuando deposita simbólicamente una corona a nombre de Patria, el periódico unitario que él había fundado para su partido, para dirigir la revolución militar y política de Cuba, coloca en la cinta de la corona esta palabra: “Madre.” Y ese concepto y esa expresión de Madre es abarcadora. Ella tenía 78 años, era el Alma Mater, el alma de la madre; era la Mater Patria, la Madre de la Patria.

En 1923 se promoverá el regreso de sus restos a Cuba. Ya entonces quedaba en el pasado la última y gloriosa hazaña. Ella no vivió para ver la muerte de José ni tampoco la muerte de Antonio, caído en el apogeo de su gloria a los 51 años en el occidente de Cuba, a las puertas de La Habana, marcando en esa simbólica balanza, entre el sepulcro de José Martí, —nacido en el corazón de La Habana, hijo de español y española—, y allá en La Habana el sepulcro de Antonio Maceo, jamás encontrado, en el Cacahual, lugar de peregrinación de la gloria militar y combativa, junto a los del hijo de Máximo Gómez, Francisco Gómez Toro, su ayudante, sacrificado por no abandonar el cuerpo de su jefe y padrino.

De esta manera, cuando volvieron a la patria los hijos de Mariana, solo volvieron cuatro, tres varones y una hembra. Esa hembra, Dominga, será la que vaya en el buque de la república, Baire, a buscar sus restos en 1923, y son depositados entonces en este cementerio de Santa Ifigenia, velados antes en el Ayuntamiento de Santiago, en medio de una gran solemnidad y de una multitud nunca antes vista.

Esta historia nos lleva directamente a la última piedra extraída de este sitio en que testigos graníticos evocan un cataclismo de la naturaleza. Una piedra enorme fue colocada, en aquel suceso inimaginable, sobre lo alto de una prominente elevación y otras muchas quedaron en el campo. De ellas una fue escogida y fue colocada en ese sitio, y en su interior usted, General Presidente, depositó un día los restos de su amado hermano, líder y conductor de la Revolución Cubana, Fidel. En esa urna y en esa piedra de granito está la voluntad de este pueblo de continuar esta historia.

Él dijo y afirmó categóricamente en su alegato, dicho cerca de aquí, en el hospital convertido en sala de tribunal, que José Martí era el autor intelectual del asalto. Por eso allí, tras de él, en impresionante retablo, están los compañeros que se atrevieron a abrir la enorme brecha en aquel muro de una sociedad, al parecer, impenetrable. Fue su talento, su voluntad de renunciar, como Céspedes, a todos los bienes temporales. No nació precisamente de una condición de pobre, necesitado y rencoroso de una sociedad más altiva, no; nació en finca prominente, tuvo estudios distinguidos, tuvo a su vez todos los atributos del talento, la oratoria, la figura y, sin embargo, todo esto lo subordinó al ideal de continuar el camino de los padres de la Patria.

Esa piedra es la continuación de la única revolución en la que hemos vivido, la revolución iniciada por Céspedes el 10 de octubre de 1868 y que continuamos hoy, bajo su dirección (Señala a Raúl). Tres veces ha llevado usted la urna: la primera vez conteniendo las cenizas de su amada esposa Vilma, en el Segundo Frente, heroína de la Revolución, autora intelectual de la unidad de la mujer cubana.

Usted, Teresita, al depositar hoy los de Mariana, lleva en sus manos no solamente los restos de esa heroína, sino también el espíritu de Vilma que fue su mentora.

Ya en 1965, en la escalinata de la Universidad, ante especulaciones sobre las razones de los próceres, Fidel afirma categóricamente, en frases definitorias: “Nosotros entonces habríamos sido como ellos. Ellos hoy habrían sido como nosotros”. Esa conjunción dialéctica la explicará luego en tres lecciones históricas magistrales: la primera, el 10 de octubre de 1968 en Demajagua, en ese lugar conmemora el primer centenario de la lucha por la independencia. La segunda, el 11 de mayo en Jimaguayú, en 1973, en que define la forma del análisis histórico y da continuación perfecta a lo que es la perla más preciosa de su última y grande aspiración, la que tuvo Céspedes, la que tuvo Martí: la de la unidad nacional en torno a la idea. Y, finalmente, el gran discurso del 15 de marzo de 1978, bajo los Mangos de Baraguá, donde jura continuar la obra de aquel Titán que a los 33 años sorprendió a su adversario por su juventud, por su apolínea figura y por su voluntad de servicio.

El próximo año se cumplirá el 150 aniversario del 10 de Octubre; el próximo año es de gran celebración para Cuba. El llamamiento de la Academia de la Historia, del Instituto de Historia, de la Unión de Historiadores de Cuba, de los maestros cubanos, es solemne en este día: conmemorar dignamente cada acontecimiento, desempolvar cada documento, dar brillo al mármol de las tumbas y de los mausoleos que, como en Santa Ifigenia, heroína del panteón griego y cristiano, aparezca al fondo un bosque de banderas cubanas sobre la tumba de cada mártir, de cada heroína, de cada héroe, que florezcan y crezcan las palmas bellas de Cuba.

En este día tan hermoso agradecemos a todos los que han cumplido y los que han trabajado abnegadamente día y noche para que esta inolvidable mañana sea posible.

Y ahora detengámonos un momento en la tumba del iniciador y veamos allí la escultura hermosa de Cuba que en su bella figura levanta un laurel para extenderlo al pie de su retrato: Padre, un día te trajeron a Santiago con ropas raídas, ensangrentado y desecho; eras joven, pero habías envejecido en el dolor, en el sufrimiento, en la ingratitud, pero jamás te abandonó la esperanza. Tú rechazaste una vez, con palabras gentiles, a las mujeres cubanas la ofrenda de la espada que hoy se ha colocado al lado de tu urna, pero dijiste a ellas que no querías legar a tus hijos ningún bien material, sino tus ideas, tu voluntad y que ella, la espada, sería una posesión futura de la nación libre. Esto se ha cumplido.

Cuando te trajeron desecho, tus zapatos estaban cosidos con alambre. Nada podía identificar lo que latía en aquel cuerpo con los ojos grandes y abiertos como los del Che.

Muchas gracias (Aplausos)

 

(Versiones Taquigráficas – Consejo de Estado)

 

Publicado: 10 de octubre de 2017.


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