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La Cuba de 1952


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En 1952 Fulgencio, con su madrugonazo, propina una bofetada a la patria cubana.

Aquello era un desbarajuste, pero, al menos, se tarareaba música buena y sabrosa.

Portillo de la Luz compone Profecía. La orquesta Riverside graba Buenpa; El Benny, con la orquesta de Mercerón, Bandolera. Tito Gómez está interpretando Qué cosa es lo que tiene el mambo. Debuta el cuarteto D’ Aida. Se funda la charanga Sensación. Pedro Vargas en Cuba, que es como su segundo hogar. El santiaguero Pacho Alonso se establece en La Habana. Nace, en Yaguajay, Las Villas, el cantautor Pedro Luis Ferrer.

La soprano Iris Burguet participa en el Festival de Augsburgo.

La televisión está logrando un alcance que casi abarca al país completo.

En cuanto a libros: Raúl Roa publica Viento sur; Cintio Vitier, Cincuenta años de poesía cubana; José A. Baragaño, Cambiar la vida; José Zacarías Tallet, La semilla estéril; Virgilio Piñera: La carne de René; Raúl González de Cascorro, Cincuentenario y otros cuentos; Edmundo Desnoes, Todo está en el fuego.

Se funda la Universidad Central de Las Villas.

Inaugurados el restaurante Monseigneur y el Hotel Vedado.

El huracán Fox azota la región cienfueguera, con vientos que sobrepasan los 280 kilómetros por hora.

Desastre del avión Estrella de Oriente, en vuelo Madrid-Bermudas-La Habana.

Se producen unos 13 millones de cajas de cerveza.

Zafra recordista: alcanza más de 7 millones de toneladas.

Y, DE POLÍTICA… ¿QUÉ?

Dos sucesivos y podridos mandatos “auténticos” han convertido al país en un trapo inmundo.

Primero, el doctor Ramón Grau San Martín, quien, por decir a propósito incoherencias cuando la prensa lo acosa, recibe el apodo de El Divino Galimatías. Después, el doctor Carlos Prío Socarrás, que se gana el nombrete de El Manquito, porque no es muy generoso con sus compinches.

El asalto al tesoro público es visto como lo más natural del mundo. Una tarde, cierto ministro estiba en una flotilla de camiones todos los pesos cubanos, dólares, libras esterlinas, liras y cuanto papel con valor de cambio encontró a su paso.

Los “muchachos” del “gatillo alegre” hacen de las suyas. De manera que, cuando se forma la balacera, lo mismo puede recibir el plomazo un gángster, que un policía o un infeliz transeúnte que escogió para moverse el momento inoportuno por la vía equivocada.

La escéptica indiferencia llega a permear hasta al mismísimo pueblo. Vaya la anécdota. En una esquina habanera un ciudadano se desgañita, denunciando al político que se ha robado cinco millones de pesos. Entonces, alguien lo interrumpe, para decirle: “Cinco millones de pesos y cinco millones somos los cubanos. Luego, tocamos a peso por persona. Así que… ¡toma tu peso y cállate!”. Y le extendió un billete.

Madrugada, en marzo de 1952. Un grupo de autos, tripulados por gente uniformada, viaja hacia un paraje marianense. Con ellos, su jefe, a quien mal llaman El Hombre. (Siempre fue una rata. Ahora va temblando, temeroso ante el peligro). Y llegan a una posta del campamento militar Columbia.

Se está inaugurando un septenio que el antes descreído pueblo transitará, chorreando sangre, como en una epopeya homérica.


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