La dama que inspiró El Principito


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A la memoria deThelvia Marín, quien me animó a  hilvanar estas líneas.

Aprovechando el vuelo de una bandada de pájaros migratorios, el pequeño ha llegado al planeta Tierra. Atrás ha quedado su asteroide, el nombrado como B 612 por un astrónomo turco. Allí transcurrieron para él fatigosas jornadas, invertidas en deshollinar volcanes, extirpar cada baobab amenazante y… cuidar de su flor, caprichosa y majaderísima --es verdad--   pero “de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas”.

En sus andares por parajes terráqueos, tropieza con un jardín cuajado de rosas. “Y se sintió muy desgraciado. Su flor le había dicho que era la única de su especie en todo el universo. ¡Y ahora tenía ante sus ojos más de cinco mil, todas semejantes, en un solo jardín!”. Desolado, se dijo: “Me creía rico con una flor única y resulta que no tengo más que una rosa ordinaria. Eso y mis tres volcanes que apenas me llegan a la rodilla, uno de Ios cuales acaso esté extinguido para siempre. Realmente no soy un gran príncipe... ".  Y el pequeño, echado sobre la hierba, se deshizo en llanto.

Ya vendrá La Zorra, quien, con su perspicaz sabiduría, le hará comprender que su flor es única, diferente a las cinco mil rosas, pues lo ha “domesticado”, lo cual “es una cosa ya olvidada” que significa "crear vínculos", la segura manera de obtener “una vida llena de sol”.

(Un largo paréntesis. Claro está que yo refería un pasaje de El Principito (1943), tercer obra más leída en el mundo –con 140 millones de ejemplares vendidos--, publicada por Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) un año antes de que el piloto-escritor sucumbiese en acción de guerra. Y ahora fuentes muy bien enteradas aseguran que el libro fue concebido como un acto de contrición hacia su esposa, Consuelo Suncín, la rosa única, martirizada por sus andanzas donjuanescas con incontables amantes, las cinco mil rosas, “bellas pero vacías”.

La protagonista

De padre salvadoreño y madre guatemalteca, en un hogar acaudalado de cafetaleros, el 10 de abril de 1901 viene al mundo Consuelo Suncín-Sandoval Zeceña, en el poblado Armenia, departamento Sonsonate, El Salvador. Iba a ser artista en múltiples vertientes: pintora, escultora, cuentista, autobiógrafa. Y, además…  discutidísima figura como mujer.

Desde pequeñita, actuaría de muy singular manera. Una de sus compañeras de juegos recuerda que Consuelo estaba segura de llegar a ser reina en un país lejano. (No lo fue, aunque sí tuvo un título nobiliario: Condesa de Saint Exupéry).

Un mal día, recibió despiadada paliza a manos de su madre. Había recolectado monedas de plata por toda la casa, para enterrarlas, y así lograr árboles que permitieran que su padre –a quien adoraba--  no tuviese que abandonar el hogar para ocuparse de sus negocios. Años después seguiría recordando el comentario del padre ante el abuso: “Ya ves, hija, lo que pasa cuando alguien no te entiende”.

Su nacimiento en una adinerada familia de terratenientes le permitió recibir una esmerada educación.

Con 19 años, parte hacia San Francisco, según algunos para estudiar inglés. De acuerdo con otros, con el fin de acercarse a las bellas artes.

En la ciudad estadounidense, cuando transcurre 1922, se casa con un mexicano, empleado de un establecimiento que vende pinturas. El matrimonio duraría unos tres años. Después, la imaginación de la muchacha convertiría al humilde dependiente de comercio en un heroico capitán muerto en campaña durante la Revolución Mexicana, aunque sucumbió en un vulgar accidente ferrocarrilero.

Se establece precisamente en México, donde estudia periodismo. En esos andares, cuando contaba con 24 años, le toca entrevistar al Secretario de Instrucción Pública. Nada menos que José Vasconcelos, filósofo y escritor, hombre carismático que ya se ha ganado el título informal de El Maestro de América.

Se produce el flashazo sentimentalmente devastador y terminan siendo amantes. “Esta mujer es más peligrosa por el verbo que por su belleza”, comentará Vasconcelos.

Ella lo apodará Pitágoras y él, reciprocando, le pondrá el remoquete de La Scheherazade del Trópico, por su talento para la cuentística.  Vasconcelos propiciará –eran sus amigos--  que Diego Rivera y Gabriela Mistral tengan a Consuelo como discípula.

Cuando el mexicano abandona su cargo, le ha dejado a Consuelo asegurada una beca en Francia, adonde ella viaja en 1925.

Allí, en el taller de un pintor, conocerá al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, crítico literario, escritor, diplomático, discípulo de Rubén Darío, a quien llamaban  El Príncipe de los Cronistas. Él le lleva una treintena de años, pero es un avezado galán. Había sido novio nada menos que de la madre de Consuelo. Y entre sus conquistas se contaba la mismísima Mata Hari. 

Él, enamorado, le abre las ventanas al mundo, para departir con Maeterlinck, Verlaine, Poincaré, Clémenceau…

Se casan, pero la unión sólo dura once meses, pues el flamante marido muere fulminado por un derrame cerebral. (Y se pregunta uno, siempre malpensado: ¿en qué circunstancias?).

Ella –dicen enteradas gentes que la conocieron--  hasta la escalofriante hora de la muerte vivió obsesionada por Gómez Carrillo. Dijo que él fue todo: “Un padre, un amante, un hermano, un esposo". (¡Hoy los huesos de ambos reposan juntos, en el parisino cementerio de Père Lachaise!).

Consuelo hereda su pensión de diplomático, sus derechos de autor, una enorme fortuna y una casa en Niza. Bienes que fueron una prueba palmaria de lo injustificado del trato que después iba a recibir en una familia que el destino le tenía diseñada –la Saint Exupéry--, donde se le consideró una advenediza cazafortunas.

Agréguese –en esta casi biografía escrita a vuelapluma--  que, ya viuda, mantuvo una cercanía romántica con  Gabrielle de D’Annunzio, el poeta italiano que ya a los diecinueve años dedicaba un poemario a los goces de la vida. Él –y sale otro mote--  la apodaría El Volcancito.

Aparece El Príncipe

Con 25 años, Consuelo toma residencia en Buenos Aires.

En la Alianza Francesa es presentada a “un francés muy simpático”, aviador de mensajería medio chiflado: Antoine de Saint Exupéry.

Él la invita a ver Buenos Aires desde el cielo. “No pude decir que no. Quedé presa de aquel hombre”, después declararía ella.

Levantan vuelo, y Antoine le pide que le dé un beso. Ante la negativa, el piloto pone la nave en picada, anunciando que la estrellará si no consigue lo solicitado. Ella lo besa, pero eso no basta. Él le anuncia que volarán hasta quedar sin combustible y sucumbir, si no se fija la fecha para la boda.

Se casarán, en Niza.

Desde el primer momento, la insoportablemente aristócrata y xenófoba familia Saint Exupéry la repudia, pues la miran como la extranjera oportunista, parrandera inmoral, divorciada, viuda, carente de nobleza e incapaz de pronunciar un francés impecable.

Por eso, se casa vestida de negro: “Llevaba el luto de mí misma, de lo que era de veras y de lo que me negaban ser”, declararía poco antes de morir.

Por esa época, será amiga de Picasso, de Dalí, de Breton.  Y no le resultarán  extraños los andares de la Resistencia Francesa.

Seguirá entre ambos esposos una relación con altas y bajas, donde las últimas tomarán la delantera. Un día, ella lo atenderá como solícita enfermera, cuando él, tras un accidente de aviación, está al perder una mano. Otro, él a las malas la recluirá en un manicomio de Berna. Y casi siempre vivirán en casas diferentes.

Saint Exupéry era, a no dudar, un erotómano desenfrenado. Al respecto, el criterio de Consuelo se moverá “del azafrán al lirio”, si se me permite parodiar al poeta. A veces lo tachará de egoísta, cruel y negligente,  lo cual no va a impedirle declarar, sobre sus infidelidades: “Prefiero una parte de un hombre inteligente a uno entero y mediocre”.

Él dirá: “Recuerdo los ojos de mi esposa otra vez. Nunca veré cualquier cosa más aparte de esos ojos”.

Ella le pediría el divorcio, pero Saint Exupéry se lo negará.

Acaso… ¿un Juicio Final?

A pesar de su extracción de aristócrata, la fe de Saint Exupéry estuvo donde debe hallarse la del hombre honorable. ¿Acaso podemos olvidar su desempeño como corresponsal de guerra, en la España traicionada?

Y sucumbe, en el mediodía francés, en el cielo mediterráneo, abatido por un caza hitleriano el 31 de julio de 1944. (Poco después ella escribirá Memorias de una rosa, recordando los días en común).

Todo eso está muy bien, pero, ¿qué hay de Consuelo?

Pues tantas opiniones como gentes se hayan acercado a su ajetreada vida.

Una cumbre de la literatura latinoamericana –coterráneo de ella--  no duda en echar mano del modismo “vocación puteril”, al recordarla. Otro la califica como Sacerdotisa de la Diáspora Salvadoreña. Para su biógrafa, Marie-Helene Carbonel, Consuelo fue  “mucho más intelectual que carnal”.

Cada quien escoja, según su buen juicio y mejor parecer.

A mí –humilde emborronacuartillas--  me basta con que  "los tres volcanes son los volcanes de El Salvador. Los baobabs son las ceibas a la entrada del pueblo de Armenia, en El Salvador. La rosa que tose es Consuelo, que sufre de asma, que es frágil y por eso está protegida bajo una campana de cristal".

Sí, a mí me resulta suficiente el hecho de que la mujer muerta por el asma en Grasse, Francia, el 28 de mayo de 1979 –tras dejarle en testamento sus posesiones al jardinero-- fue la musa que se encarnó en La Rosa de El Principito.


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