La habanera casa del traidor


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Hoy el palacio de los Marqueses de Aguas Claras –que ocupa el restaurante El Patio– es un sitio amable, sin ninguna aureola maligna, incapaz de convocar recuerdos ingratos. Y constituye una verdadera joyita de la arquitectura del barroco cubano.

Su patio colonial, donde nacen, crece y copulan decenas de quelonios –esos que nombramos, desde los indocubanos, jicoteas– es un regalo de frescor cuando llega a la plaza catedralicia el caminante que deambula por la Habana Vieja.

Ah, pero no siempre fue así.

Que va. Hace más de dos siglos y medio, los vecinos de San Cristóbal de La Habana, al pasar junto al inmueble, se persignaban, ponían el ceño torvo, y le dedicaban un mal nombre: “Esa es la casa del traidor”. 

Al palacio lo mandó a construir Don Sebastián Peñalver y Angulo, un habanero que se graduó de leyes en la Universidad de Santo Domingo. Fue alcalde y regidor en su ciudad natal durante varios períodos. Mas esto, como enseguida se verá, no significaba que tal sujeto constituyese un dechado de patriotismo, un modelo de amor hacia la tierra donde empezó a respirar.

En 1762 era la capital de Cuba una ciudad imponente para la época, con unos 50 mil habitantes, y superaba a Nueva York y a Boston. En América, sólo era sobrepasada por Ciudad México y Lima. Contaba con universidad, dos colegios, diez conventos, seis iglesias, tres ermitas, hospicio y otras veinticinco edificaciones de importancia.

Si a todo ello sumamos su privilegiada situación geográfica, y su magnífico puerto con bahía de bolsa, no caben dudas de que era La Habana una plaza codiciable.

En ese año de 1762 una enorme expedición –mayor que cualquiera de las que hasta entonces habían cruzado el Atlántico– se presenta ante La Habana. Sí, no era poca cosa lo que había aparecido ante la plaza: nada menos que doscientas embarcaciones, con 25 mil hombres.

El hecho es el resultado de una bronca europea que aquí viene a ventilarse: la fajazón entre dos “Terceros”, George de Inglaterra y Carlos de España. En efecto: las desavenencias del Viejo Mundo serían dilucidadas de este lado del océano. Aquí se pagaban los platos rotos.

La plaza resiste tenazmente al cerco, y es acribillada con veinte mil bombas de artillería. Lideraba un mando cobarde e inepto, con Juan del Prado y Portocarrero a la cabeza, gobernador tan bruto como asustadizo. En primer lugar, no prestó oídos a muy fidedignas informaciones, provenientes de contrabandistas, que lo ponían en guardia sobre el inminente ataque. Después, con la flota a la vista, aseguraba que se trataba de inofensivos barcos mercantes. Por último, cuando las cosas se pusieron feas de verdad, se alejó de la ciudad, hasta donde no alcanzasen los fuegos enemigos.

Fue tal la resistencia que enfrentaron los invasores, que en cierto momento Albemarle, el jefe inglés, llega a escribir en su diario de guerra: “Sólo cuento con cien hombres aptos para la pelea”.

La ciudad cae en manos británicas al cabo de dos meses de combates sin cuento.

Y… ¿qué fue del ya mencionado Peñalver durante el colosal evento? ¿Estuvo acaso entre los milicianos que con Pepe Antonio Bullones –todavía hoy un héroe popular– resistieron a filo de machete? ¿Se contó en el número del paisanaje que, encabezado por los habaneros Chacón y Aguiar, se batió con valor impar?  ¿Desplegó su valor en la odisea de El Morro, junto a Luis de Velasco y el Marqués González?

De eso nada, y de lo otro cero. El papel de Peñalver consistió en que, una vez tomada la plaza, se convirtió en servil aliado del invasor.

“Roma paga a sus mercenarios, pero los desprecia”, y otro tanto puede decirse de la Inglaterra de aquellos tiempos. Cuando, tras casi un año de ocupación, se reembarcan los casaquirrojos de George III, dejan en tierra a Peñalver, alias El Inglesito, según lo apodaban los habaneros.

Como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, el apóstata tuvo que enfrentar a un tribunal sumarísimo. Condenado a muerte, se le conmutó la pena por la de confinamiento en Ceuta, lo cual era muchísimo peor. En ese presidio africano murió Peñalver tras diez años de cautiverio.

Y ya sabe usted, amigo caminante de esta ciudad mediomilenaria, por qué antes los vecinos señalaban al bellísimo palacio murmurando entre dientes: “Ésa es la casa del traidor”.


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