Lo espe(a)cial de la arquitectura / Por Nelson Herrera Ysla


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Pidamos lo imposible, rezaba un grafiti en Mayo del ‘68 en París, Francia. Eran los estudiantes exaltando la utopía y perturbando con imaginación la rutina académica, la opresión económica, las exclusiones sociales y políticas en los muros de la ciudad luz. Miles, millones, propusieron asaltar el Cielo burgués en esa primavera y programar una vida más justa para todos en el país y en una Europa desgastada y envejecida, soliviantada por trabajadores en huelga en apoyo a las demandas de los jóvenes. A la arquitectura, esa nave que todos usamos día tras día sin moverse de su sitio, se le pide también lo imposible cuando se trata de espacio, volumen, color, luz, orden, organización: satisfacer las pequeñas y grandes necesidades del hombre, en cualquier lugar del planeta, mediante estructuras formales que representen lo mejor y más avanzado de su pensamiento y desarrollo material.

En la Antigüedad se erigió como símbolo de poder social, político y militar. En la Edad Media fue el instrumento ideal para la seducción y el control religioso (iglesias, conventos, abadías… ay, Dios); en el Renacimiento consagró sus servicios a la razón abriendo nuevas perspectivas al conocimiento (seminarios, academias, universidades). Ya en el Barroco tornó apasionada hacia las emociones y sentimientos humanos (palacios, mansiones, jardines, templos) y la trama urbana (plazas, calles, bosques, paseos, alamedas) hasta los comienzos de la Modernidad cuando se distinguió por encima de todas las artes como el buque insignia del progreso económico y el futuro de la humanidad (fábricas, rascacielos, oficinas, puentes, carreteras, barrios residenciales, edificios de apartamentos, terminales de ferrocarriles, aeropuertos).

Tantos rostros y, a la vez, tantas miradas sobre ella, tanta exigencia, hicieron de la arquitectura una materia dúctil, ajustable, dispuesta a quebrar y reformular sus códigos formales, sus contenidos y hurgar en sus milenarias tradiciones para apropiarse de ellas o enviarlas al trastero de la historia.

Más adelante, la excesiva racionalidad y funcionalismo del siglo XX la hicieron rebelarse contra sí misma: no tuvo otra alternativa que asumir una posmodernidad insólita y plural en la que permanece aunque la acechan constantemente males sociales, congestionamientos urbanos, nuevas tecnologías y materiales, pobreza, nacionalismos trasnochados, veleidades autorales. Estos, mal que le pese, conspiran contra sus principales objetivos en cada sociedad: crear mejores y más humanos espacios para el ejercicio pleno de las instituciones y el Estado, y contribuir, esencialmente, al bienestar material y espiritual de los hombres.

¿Qué es entonces esa compleja disciplina nacida en los albores mismos de la humanidad? ¿Cómo definirla para su mejor comprensión y esclarecer su papel en la historia de la cultura? Ardua tarea aun cuando ello signifique pedir, una vez más, lo imposible.

Considerada la mayor y más completa de las “bellas artes” (muy por encima de la pintura y la escultura, la música, la danza, la literatura) desde tiempos remotos, es capaz de integrar en sus estructuras espaciales y formales a las demás expresiones de la creación humana y resignificarse, incluso, en sus escalas mínimas (una parada de ómnibus, un parque, un bar, una estación de gasolina, una escuela primaria, una vivienda, por citar algunos ejemplos). Estos y otros constituirían desafíos descomunales para cualquier artesano, pintor, dibujante u otro artista menos para el arquitecto que ve en ellos el verdadero núcleo o centro gravitacional de su vida profesional.

Arrogarse una definición adecuada de la arquitectura comporta un sinnúmero de instrumentos teóricos y prácticos. De ahí la enorme responsabilidad que conlleva en el mundo contemporáneo, más allá de la habitual afirmación enciclopédica: “un arte y una técnica de proyectar y diseñar edificios, otras estructuras y espacios que forman el entorno humano”.

Ya Willian Morris, 1881, se había aventurado al decir “… es el conjunto de edificaciones y alteraciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer las necesidades humanas…” y un poco antes Viollet-le-Duc la sintetizaba, a secas, como “el arte de construir”. Le Corbusier fue más radical en 1923 al afirmar que “… la arquitectura es el juego sabio, correcto, magnífico, de los volúmenes bajo la luz…” Y Luis Barragán, en un México monumental, metafórico y poético fue más lejos (1980) al advertir que “…la arquitectura debe contener en sí elementos de magia, serenidad, embrujo y misterio…”

Escuetas unas, complejas y abarcadoras otras, tales aproximaciones a una mejor definición de la arquitectura connotan su complejidad. Lo cierto es que, como ninguna otra disciplina, es la responsable del marco físico en que vivimos, de sentirnos bien o mal en una determinada edificación, de escoger el barrio o la ciudad en que deseamos vivir. Nos ofrece la oportunidad de entender mejor nuestro paso por la tierra, la vida del hombre en general. Es visible, por supuesto, palpable, y puede también ser soñada e imaginada (repasemos, dicho sea de paso, a Saint-Simon, Sant’Elia, el Grupo Archigram, el movimiento Metabolismo japonés y cientos y miles de proyectos considerados meras utopías en su tiempo).

Hoy adquiere nuevas dimensiones simbólicas en la historia de la cultura material gracias a las obras de Santiago Calatrava, Hada Zadid, Meuron-Herzog, Frank Gehry, Jean Nouvel, César Pelli, Rafael Moneo, Rem Koolhas, I.M. Pei, Norman Foster, entre otros “arquitectos de culto”, a los que se contrapone Alejandro Aravena con una mayor  participación ciudadana en la solución de los urgentes problemas de viviendas y varios programas sociales. Guiados por un raigal criterio estético (sin abandonar soluciones racionales a cada función, solidez física y estructural, espacialidad seductora, diseño de detalles) esos geniales arquitectos relanzan el concepto de arquitectura al centro del debate intelectual contemporáneo para echar más leña al fuego de su definición.

Lo cierto es que su historia, trayectoria actual y escalas dimensionales la diferencian de otras expresiones formales del arte mucho más pequeñas: dígase artesanía, artes aplicadas, diseño industrial, diseño ambiental y, sobre todo, de las llamadas artes visuales convencionales. La arquitectura tuvo siempre claro su propio territorio y límites pero con el paso del tiempo fue complejizándose debido al crecimiento de los problemas sociales, económicos, incluso políticos. Engloba, integra, fusiona, articula, como se prefiera decir, casi todo lo relacionado con los objetos y equipamiento utilizados por el hombre, sean estos funcionales o meros elementos necesarios para la ornamentación.

Las dudas en cuanto a una precisa definición de la arquitectura, son válidas también para otras disciplinas pues, en honor a la verdad, hoy todo se halla en proceso de cambio y transformación, contaminaciones y desnaturalización. En estos momentos asistimos al quiebre de bordes y fronteras históricas en lo espiritual y material, especialmente en lo relacionado con el arte contemporáneo y por extensión a otras expresiones del hombre, convertidas en fáciles blancos de un nuevo pensamiento cultural.

Lo que la informática, digitalización y telefonía móvil han significado para la existencia humana afecta a esferas de la ciencia, tecnología, sociología, sicología, en fin. Por consiguiente, la arquitectura, como otras disciplinas, ha debido cuestionarse su significado en las actuales relaciones y circunstancias humanas.

Pero lo que parece distinguirla, incuestionablemente, por encima de todo es el espacio, ese elemento esencial, central, de su razón de ser. Se podría escribir una historia de la arquitectura en tanto historia del espacio humano a través de los tiempos, con semejante volumen y dimensión a las ya publicadas sobre edificaciones arquitectónicas (las más comunes de todas). Ninguna otra expresión material, y por ende, visual de la cultura, dirige su principal foco de atención hacia el espacio como la arquitectura. Esa sensación intangible por un lado, física por otro, la experimentamos al entrar y salir de casas, oficinas, escuelas, hospitales, industrias, comercios: la arquitectura sigue siendo un serio problema de estática y fijación para ordenar los movimientos humanos en todo su esplendor.

Es la disciplina de la espacialidad por excelencia, esa que nos deprime o energiza, place o irrita, seduce o altera: a veces, creámoslo o no, por cuestión de metros y hasta de centímetros, de color, de luces y sombras, de alturas de techo, de muros y oquedades, sin que hayan intervenido siquiera otras disciplinas del arte, las artesanías, las artes aplicadaso del diseño. Cuando estas aparecen para integrarse y enriquecer el espacio edificado, entonces la arquitectura deviene summa, síntesis integrativa, inclusiva, pues el arquitecto puede articularlas en una imagen trascendente y única. De no realizarse esa summa total, entonces cada una permanece por su lado, a cuenta y riesgo: he ahí una de las causas de tantas insatisfacciones ambientales, tantos desaciertos formales y hasta desajustes emocionales.

Por tanto, si queremos decirlo de otro modo, al arquitecto corresponde el papel del curador de arte contemporáneo: ese experto que atiende desde el diseño de la invitación promocional de una exposición hasta su catálogo, iluminación, montaje, clausura… y, primero que nada, las obras a exponer en complicidad con el creador o los creadores. Solo que su escala y magnitud resulta abrumadoramente mayor debido a la cantidad de espacios que involucra.

La arquitectura es, podríamos decir, el mejor y más grande ejemplo de curaduría en el mundo contemporáneo. No hay de otra. Lo fue siempre, lo es hoy, lo seguirá siendo en el futuro.


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