Mi día de Reyes


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El recuerdo más fresco que conserva mi memoria sobre el Día de Reyes, es decir el 6 de enero, es el de la cara de satisfacción de mis padres al entregarme el regalo que habían logrado conseguir después de innumerables gestiones, malabares y hasta sacrificios dignos de las leyendas griegas.

Debo decir que no siempre hubo juguetes, uno de los años recibí al despertar dos libros que me marcaron en materia de lecturas y que ayudaron a mi fértil imaginación de preadolescente; eran una edición de lujo de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, y dos ejemplares de la colección de El mundo del saber.

Debo decir que los leí con una pasión desenfrenada, sobre todo para matar el tiempo que mediaba entre un castigo y otro. Eran tiempos en que descubría que no siempre ser disciplinado era una garantía de evitar castigos tanto escolares como domésticos. Confieso que había “creado fama y me había acostado a dormir” en asuntos escolares; por lo que me había convertido en todo un experto en hacer copias como forma de purgar mis acciones que no pasaban más allá de travesuras infantiles, solo que ejecutadas en el lugar indebido: el aula.

De todos modos en mi grupo de amigos de la infancia el Día de Reyes no era motivo para que ninguno se sintiera marginado por la calidad del juguete que recibía; incluso algunos cuyos padres en aquellos años viajaban al extranjero y recibían algún juego ostentoso o de alta gama evitaban hacérnoslo notar. Aquella sensación de humildad, fingida o no, nos ponía a todos a la misma altura social.

Una vez alcanzada la adolescencia, sobre todo después de que el vello saturara nuestras axilas, el pecho y el pubis, el Día de Reyes fue quedando marginado tanto de nuestras aspiraciones personales, como de las urgencias de nuestros padres; sobre todo después de descubrir que Gaspar, Melchor y Baltazar jamás se detuvieron en la puerta de nuestra casa en su largo viaje siguiendo una estrella en el camino de Judea.

Aun así, mirar aquellos años y después rompernos el lomo y el bolsillo para hacer del Día de Reyes uno de los mejores días de nuestros hijos en lo personal me ha situado en el papel de mis padres y de mis abuelos. Mover cielo y tierra, presiones de mi esposa y un excelente dominio de la economía familiar para poder satisfacer la gula de fin de año que implica dos festividades a las que se debe garantizar condumios, libaciones y sobre todo garantizar la continuidad “del día después” son asignaturas que tienen su realización cuando se logra ese juguete que genera alegría en nuestros hijosm que desde su ingenuidad a veces proclaman que “este juguete está bien pero yo quería un atari”. Les evito el retrato de mi rostro, solo les comparto una breve sonrisa.

Sin embargo; este Día de Reyes me gustaría pensar en los regalos que algunos amigos han dejado en mí como persona, como profesional y como hombre de bien. Amigos, de entre algunos, que ya no están pero a los que invoco mientras espero que mi hijo menor se despierte y salte a buscar bajo la cama o en el lugar que su madre haya decidido ocultarlo.

Se los presento. Ellos son Edelio Vera, o simplemente “mi sangre”; Ariel Larramendi y Serafín Quiñones Tian.

No sé en qué momento aquella frase de llamar a todos sus conocidos “mi sangre”  por parte de Edelio se convirtió en lo primero que nos decíamos al encontrarnos; lo cierto es que la misma se ha quedado en mi jerga cotidiana para expresar cariño hacía algunos conocidos.

A Edelio le conocí en los duros años noventa. Por ese entonces comenzábamos el sueño de la revista de música Salsa Cubana y él era funcionario de una empresa, pero a pesar de su cargo nunca puso reparos en atendernos o en colaborar para que la revista lograra tener un anuncio de su giro, en especial el tema de los autos.

Poco tiempo después se retiró de su cargo por problemas de salud y se convirtió en una suerte de asesor económico de nuestros sueños editoriales, pero más todo en mi cómplice de travesuras creativas, sobre todo ayudándome a evitar “ser víctima de mi propio entusiasmo”. Nuestra amistad trascendió lo profesional y nos convertimos en un dúo atípico si se quiere en el que siempre estuvo pendiente de ayudarme en la ardua tarea de complementar cómo tener una familia y compartir el liderazgo —mi mujer decide en un 10%, pero es suficiente para que se haga lo que diga, el otro 90 % es el tiempo que invertimos conversando el tema. Con esas herramientas me he enfrentado al matrimonio, a los hijos y logré ganar a mi suegra como mi defensora a ultranza.

A mi sangre le extraño, sobre todo en el momento de compartir una cerveza bien fría el último día del año antes de dedicarme a la familia.

Ariel Larramendi, o simplemente el Larra como todos le llamaron siempre, siempre fue un  tipo fuera de serie. El Larra tenía todos los atributos de un líder natural: inteligencia, cultura, capacidad de análisis y una paciencia infinita para escuchar; pero sobre todas las cosas era poseedor de un humor ora corrosivo, ora irónico, que siempre esbozaba en alguna respuesta.

Bien podía combinar un verso de Nicolás Guillén –sobre todo aquel de la Elegía a Jesús Menéndez que afirma: ….he vuelto, no temaís/la mañana se anuncia como un trino… - con una frase propia de las calles santiagueras en un comentario económico o político de los que por cerca de treinta años realizó en Radio Rebelde.

Esa constante referencia a Santiago de Cuba, la marcaba cuando a pleno pulmón gritaba que “él era palestino y que había llegado antes que muchos de sus coterráneos por lo que era habanero en proceso de naturalización”. El Larra también era mucho más que frases, análisis y un dominio de temas medulares marcando pautas políticas sobre nuestra realidad – fue pionero al llamar a los emigrantes cubanos como “económicos” a fines de los años ochenta, una definición que después se ha vuelto cotidiana, pero que en aquel momento escandalizó a muchos—era un amigo por encima de todo y ponía todo su capital humano, familiar y social en función de aquellos que no temían o temen correr un riesgo en la vida.

Fui testigo de ello. Durante mi estancia en Venezuela, de 1994 al 1996 sentí siempre su apoyo de modo directo e indirecto; a veces era por medio de un mensaje enviado mediante terceros, o poniendo a mi disposición a su familia que vivía en aquel país o enviándome a sus amigos. Gente para las que su palabra o su recomendación era más que suficiente.

El Larra me abrió el universo para entender procesos sociales y mirar al futuro con visión de libre pensador. Fue un Rey mago que me aportó herramientas para ser mejor profesional.

El tercer Rey mago, al que me quiero referir y que tuvo algún peso en mi vida y al que agradezco cosas medulares en mi vida cotidiana fue Serafín Quiñones,  o simplemente Tato Quiñones.

A Tato le conocí en los años ochenta, a principios. Era el momento en que comenzaba mi búsqueda de una voz propia para escribir. Desde nuestro primer encuentro y conversación me acogió como un discípulo, pero siempre respetando mi individualidad y mis inconsistencias de los comienzos; pero abierto a sugerir pasos e influencias. Tanto que me obsequió un ejemplar del libro de Gonzalo Martín Vivaldi sobre la escritura y un diccionario de antónimos y sinónimos, libros a los que recurro siempre que me encuentro ante alguna laguna creativa.

Pero también Tato me mostró algunas verdades sobre cosas, elementos, información y visiones culturales sobre las que tenía prejuicios arraigados y validados erróneamente por la sociedad. Me refiero a mi papel y mi visión como hombre negro; las claves de mi historia y la de mis antepasados y lo más importante entender un elemento cultural de nuestro país: el hombre Abakuá y la impronta social verdadera de esa institución fraternal.

Fui testigo de muchos de sus esfuerzos por romper dogmas y manifestaciones propias de quienes nos querían imponer un “blanqueamiento cultural”; le escuche defender con pasión sus puntos de vista y aceptar su equivoco con una dignidad caballeresca, pero también exigir el mismo trato a su punto de vista siempre desde el respeto.

Hoy es Día de Reyes. Confieso que les he comentado, brevemente, algunos de esos presentes dejados por parte de esa corte real que me ha acompañado a lo largo de mi vida. Sus presentes viajan en mis alforjas –las que comparten aquellos que les conocieron y tuvieron la misma oportunidad que yo de recibir sus presentes—y que pretendo alguna vez transmitir a quienes me rodean; en especial a mis hijos. Esos que una vez dejen el nido, tal y como hice en determinado momento, encontrarán en su camino a hombres de bien que le regalarán aquellas armas que como  padre no pude mostrarle, por aquello de que los hijos crecen a una velocidad que a los padres les cuesta entender.

Anochece. La estrella de David ilumina el camino a Judea, sobre sus camellos viajan mis Reyes magos, estos que hoy me han recordado que fui un hombre bendecido por su sabiduría.

Así de sencillo.

 

 


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