Vistazo al ayer de una ciudad cumpleañera: Un diamante ¿maldito? en La Habana


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Dicen que tenía jettatura, influjo maléfico, mala sombra.

Tantos detalles se brindan sobre su tenebrosa historia, que al final el observador no prejuiciado se ve inmerso en una maraña de incidentes, y le resulta imposible discernir dónde está lo fidedigno, y dónde la ficción supersticiosa.

El hálito siniestro de la gema se pierde en la noche de los tiempos, como diría un cronista cursi. Un remoto antecedente —señalan algunos—, consiste en que fue su poseedora nada menos que María Antonieta, mujer de Luis XVI, impotente, lo cual determinó que ella fuese una cabeciloca, antes de ser una descabezada.

Continúa la saga situando al brillante en la corona del zar Nicolás II, cuyo desastroso fin, y el de su familia, resultan harto conocidos.

Más tarde la piedra pasa a manos de una duquesa, en París. La aristócrata sufriría prematura y misteriosa muerte.

Entra en escena un joyero turco, Isaac Estéfano, quien adquiere el brillante. Un ruso, que había actuado como intermediario en la transacción, pronto tiene una reyerta en un cabaret, a resultas de lo cual queda ciego.

Y ahora es Cuba el escenario, pues acá llega Estéfano, en bancarrota, según él por culpa de la piedra maligna.

Aquí, pretende vender el brillante a María Jaén, esposa de Alfredo Zayas, presidente de la República. Mas el negocio no cristaliza. (Un breve paréntesis: sí, era la apodada como María Centén, pues en su juventud por tal precio, dicen las malas lenguas, dispensaba sus favores eróticos).

Asciende Gerardo Machado a la presidencia, y enseguida inicia un plan de construcciones colosales, para cubrir con cemento y piedra la conculcación de las libertades.

Se concluye el Capitolio, para instalar allí al Poder Legislativo. La obra, según algunos, es una maravilla arquitectónica; para otros, un “esperpento neoclásico”, como gustaba de calificarla García Márquez.

El brillante, instalado en el capitolino Salón de los Pasos Perdidos, señalaba el kilómetro cero de la Carretera Central, y por la piedra Estéfano recibió 12 mil pesos.

DEJÓ DE SER MALDITO

Pasó el tiempo. Y el 25 de marzo de 1946 la capital cubana se estremece con la noticia: ha sido sustraído el diamante del Capitolio.

La soga, claro está, rompió por lo más débil, y fueron cesanteados varios vigilantes del palacio legislativo. Y pasarían los meses, sin que de la piedra se tuviesen noticias.

Gobernaba entonces —o mejor, desgobernaba— Ramón Grau San Martín, todo un personaje de sainete. Cínico total, cuando se veía en una situación difícil ante la prensa, comenzaba a “hacer el pollito” con sus dedos huesudos, mientras farfullaba en un galimatías incoherente. (Se decía que Grau “cantinfleaba”, pero hubo quien aseguró que, en realidad, Mario Moreno “grauseaba”).

Pero —ah, portento— el 2 de junio de 1947, como por arte de birlibirloque, aparece la gema robada, sobre el escritorio del presidente.

Se reúnen en el Palacio Presidencial las más conspicuas figuras de la vida política, a quienes se informa del enigmático hecho. El senador Caíñas Milanés aventura un comentario:

—La piedra me parece más clara que la del Capitolio…

Y, con su desfachatez a calzón quitado, dejando escapar una risita sardónica, riposta Grau:

—Bueno, señores, vayan a ver si es o no es el diamante del Capitolio. Porque en caso negativo, me pertenece. ¡Fue a mí a quien se lo mandaron!

Seguro entonces alguien pensó que atrás había quedado la jettatura, la mala sombra, y que ya aquello no era un diamante maldito.

No: era un diamante de relajo.


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