La fundación de la Uneac


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Acto sindical en la Sala Villena de la Uneac, que presidiera el poeta cubano, Nicolás Guillén.

 

Ante la proximidad de su aniversario, las referencias a la fundación de la Uneac son cada vez más numerosas en el panorama noticioso. Carecemos, sin embargo, de un estudio que aborde el desarrollo de la institución destinada a agrupar a los escritores y artistas, inscrita en los complejos avatares históricos de los últimos 60 años.

Con su presencia reiterativa, el tema abre las compuertas al despertar de la subjetividad latente en mi memoria personal. Me asalta el recuerdo de las jornadas tumultuosas y multitudinarias del congreso celebrado en el Habana Libre. A pesar de las afiebradas discusiones, se definieron entonces los rasgos esenciales del perfil de la organización que requeriría, como único aval para integrar su membresía, el testimonio de la obra realizada en los campos de la creación artística y del ejercicio activo de la crítica.

Habría de ser un espacio de convergencia para la diversidad de credos estéticos. Sus portadores pertenecían al más amplio espectro generacional, desde los iniciadores del movimiento vanguardista en la tercera década del siglo XX, hasta quienes aún no arribaban a los 30 años. Descartada la imposición del llamado realismo socialista, se reivindicaba en la práctica el legado de una tradición renovadora de los lenguajes artísticos. A la vez, se configuraba un imaginario asentado en la afirmación de la identidad nacional y dotado de un espíritu, esencialmente, descolonizador.

En efecto, Guillén, Carpentier y los pintores Eduardo Abela y Amelia Peláez se habían dado a conocer en las batallas en favor de un arte nuevo. José Lezama Lima, junto a los pintores Mariano y Portocarrero, habían animado al Grupo Orígenes, mientras los jóvenes Lisandro Otero, Roberto Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández y Fayad Jamís habían asumido un temprano perfil propio. El poeta Pablo Armando recibió las llaves de la casa de 17 y E en el Vedado, futura sede de la Uneac.

Con el auspicio de las instituciones surgidas a partir de 1959, los escritores encontraron vías para la publicación de sus obras, a la vez que los cineastas, teatristas, músicos y creadores inscritos en las diversas expresiones de la danza tuvieron la oportunidad de dedicarse al ejercicio de su profesión. Dispusieron desde entonces de los medios para hacerlo y, sobre todo, de un interlocutor necesario para el pleno desarrollo de la creación artística. Por otra parte, el triunfo de la Revolución colocó a la nación caribeña en el escenario internacional, donde por primera vez la cultura cubana encontró la resonancia requerida para el establecimiento de un diálogo fructífero.

Nacida en ese contexto, la Uneac tenía que definir su función y construir su propia identidad para inscribirse en el devenir histórico de la cultura cubana. Era un lugar propicio para el encuentro informal entre escritores y artistas. Pero significaba mucho más. Ofrecía los medios para participar, desde la perspectiva de los artistas, en la animación de la vida cultural y, más importante todavía, de intervenir con voz propia en las numerosas vertientes del debate de ideas característico de la época. Como nunca antes, se estaba abriendo la posibilidad de contribuir de manera activa a la realización de un proyecto en marcha, no exento de contradicciones en medio de amenazas siempre renovadas.  Fresca la victoria de Playa Girón, sabían todos que el peligro seguía acechando. En una realidad compleja y cambiante, el propósito tenía que traducirse en hechos concretos.

Correspondió a los escritores desempeñar un papel protagónico en las febriles jornadas de fundación. Comenzaron por organizar una editorial. Visto desde la distancia, el catálogo de Ediciones Unión resulta en extremo valioso. Concentrado fundamentalmente en autores contemporáneos, ofrece una representación de los consagrados, que no alcanzaban entonces los 60 años, sin renunciar por ello a conceder atención a la generación emergente.

La preponderancia de lo nuevo, del pan caliente recién salido del horno, articula el palpitar del presente inmediato con el rescate de valores tomados de una tradición de renovada vigencia, nutrida del aliento vanguardista de los años 20 del pasado siglo. Así, por ejemplo, la denominada colección Órbita ofreció selecciones antológicas, debidamente prologadas, de Rubén Martínez Villena y de la Revista Avance.

La publicación de libros entregaba muestras de obras concluidas a partir de un ciclo de realización. La expresión de lo duradero debía complementarse con el testimonio del agitado vivir cotidiano. De ahí la aparición de dos revistas: Unión, fruto de mayor sosiego, y La Gaceta de Cuba, con su dinámica favorecedora del ejercicio de la crítica y el debate de ideas. En las páginas de esta última podemos encontrar algunas de las polémicas que matizaron el proceso de un pensamiento cultural en construcción, atemperado a la naturaleza de una Revolución antidogmática y descolonizadora, atenta a la apropiación creativa del legado universal y de la tradición nacional.

Sometidos siempre a la premura del acontecer, al cabo de 60 años se impone un alto en el camino, acudir a las fuentes documentales de un proceso histórico complejo, frecuentemente tergiversado por la sistemática manipulación subversiva.

El punto en el que nos encontramos, plagado de dificultades, exige el sereno ejercicio de la lucidez. No es hora de frívola irresponsabilidad, porque a pesar de los innumerables escollos interpuestos, disponemos de una obra realizada y de una irrenunciable aspiración emancipadora. En el reconocimiento cabal de lo que somos, habremos de encontrar los medios para combatir los males que ahora enturbien nuestra realidad.


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