Cosas que solo saben…


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La llamada del jueves 18 de mayo en la mañana prácticamente me cambió la rutina. Del otro lado del teléfono una voz familiar logró conmoverme, solo atiné a escuchar la primera frase: «Tengo que comunicarte una novedad»…, el resto de la conversación fue ininteligible para mí. Eso de «comunicarte una novedad» casi siempre viene asociado a la muerte de algún familiar o conocido cercano.

Mientras intentaba retomar el hilo de la comunicación, por mi mente cruzaron las primeras estrofas del poema de Rubén Martínez Villena, «Sainete de una muerte póstuma». Visualmente repasé a cuál de mis contemporáneos se le había acabado el combustible para seguir dando guerra. Qué había provocado tal desenlace prematuro y es que generacionalmente no estamos en las probabilidades de ser una estadística más. En fin, que el código de barras invisible adosado a la parte inferior y posterior de nuestros cuellos y que marca nuestra fecha de caducidad vital y social se puede activar en el momento menos apropiado.

Mi segunda reacción fue un repaso a las características físicas y posibles males de salud de casi todos los allegados. En nuestro grupo casi todos somos hipertensos, por lo que tenemos un sistema de alerta temprana establecido para comunicarnos y proveernos de los medicamentos correspondientes; además contamos con un par de cardiólogos que se ocupan de al menos una vez al mes hacer una revisión a fondo de cada uno de nosotros, ellos incluidos.

Al menos dos miembros se han declarado diabéticos militantes, por lo que su físico ha cambiado de una robustez admirable —que incluía una venerable pancita—a ser dechados de delgadez. Casi todos acusan una presbicia notable que los ha llevado a la dependencia total de los espejuelos.

La calvicie y las llamadas acompañadas de un regaño de las esposas los días que solemos reunirnos no son causas de muerte. Nuestro consumo de alcohol los viernes —nuestro día de reunión oficial, día que plantamos según el argot—no excede le necesario como para sufrir un colapso; lo que no excluye los días extras.

Solo quedaba la posibilidad de un accidente de tránsito, o una enfermedad fulminante. Pero como norma el día de nuestro encuentro acordamos que nadie iría en su auto, se asignaría a las esposas el papel de ser repartidoras a domicilio, tarea que muchas de ellas suelen asumir con desdén y siempre acotando que «ellas no son choferes de borrachos…»; muy a pesar de que casi todas en más de una oportunidad han asistido, previo consenso a nuestras reuniones para constatar que no pasan de simples charlas entre amigos, discusiones acaloradas sobre deportes o simplemente aburridas sesiones de recuerdos a los que solemos no renunciar y que siempre se enriquecen; demostrando la llegada de los años y la necesidad de acrecentar nuestra leyenda personal a los ojos de nuestros hijos, muchos de ellos ya adolescentes (para variar) y los nietos de algunos.

Ha muerto alguien prosaicamente… el hígado… los riñones… el pulmón… un fallo cardíaco... Una silla vacía en nuestra mesa o en la barra en que nos agolpamos… una raya definitiva en el tigre de la vida.

Necesitaba tiempo para digerir la noticia. Debía poner en orden las ideas. Realmente ya no dispongo de ropa adecuada para velorios y entierros. Como la moda hoy es el crematorio debía buscar una foto lo suficientemente solemne para ampliarla y colocarla en la silla donde haríamos la celebración de la vida del finado. Demasiados detalles.

Volvió a sonar el teléfono. Nuevamente la misma frase: «Tenemos una novedad»; solo que decidí dejar las elucubraciones y prestar atención a la llamada.

No hay bajas en nuestras filas. La novedad era la invitación hecha por uno de nuestros cofrades a pasar para el sábado y domingo la reunión ordinaria de nuestra «fraternidad» para una casa en la playa con toda la familia. Qué alivio.

El convocante recibiría a dos amigos que viven en el extranjero y ellos se encargarían de todos los detalles, es decir: transportación de todas las familias, comida, bebida y un techo. Y no era para menos, la pasada pandemia les había privado de asistir a nuestra cita anual de cada mes de agosto. Ellos venían con toda su familia y uno de ellos presentaría a su primer nieto en sociedad. El viernes nos reuniríamos todos para ultimar detalles.

Cargando con mi cuota de sosiego y superada la alarma, olvidé el tema de la foto solemne, me preocupé por buscar un buen espacio en nuestra mesa habitual y me tranquilizó el hecho de no pensar en ropa adecuada para eventos luctuosos.

Sin embargo; los convocantes pusieron dos condiciones: se debían hacer equipos para jugar al «burrito 21» y era necesario que esos dos mismos equipos participaran en un campeonato del «cuatro esquinas». Es decir, organizaban una convención para que todos hiciéramos ridículo frente a nuestras familias; ignorando la cantidad de óxido acumulado en nuestras articulaciones, la posibilidad de una masiva arritmia cardiaca y lo más importante exhibir nuestras barrigas, nacientes pellejos en los brazos y un olvido de la regla más importante: poder ver la pelota.

El fin de semana fue fabuloso. Se cancelaron las dos actividades por falta de acuerdo en la conformación de los equipos. Nadie estaba dispuesto a renunciar a una cerveza bien fría por asumir un yeso en una pierna o la posibilidad remota de cargar a los dos gordos del grupo.

Eso sí. Aplastamos una lata de cerveza, buscamos una tiza y decidimos jugar al pon. Es preferible una contractura muscular al ridículo.

Lo olvidaba. Fuimos simples espectadores. Nuestras esposas recordaron su infancia.


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