Canarios en el 27 de noviembre de 1871


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El 27 de noviembre de 1871 ocho estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana fueron ejecutados en cumplimiento del fallo de un consejo de guerra efectuado pocas horas antes. Otro grupo de estudiantes recibieron condenas de prisión. La acusación que sirvió de pretexto a la injusticia era que los jóvenes profanaron la tumba del periodista español Gonzalo Castañón. El acontecimiento ha quedado profundamente guardado en la memoria popular como uno de los crímenes más horrendos realizados en la isla. El horror se incrementa cuando se pudo comprobar que eran por entero inocentes de tal acusación.

Gonzalo Castañón era un periodista radicado en La Habana y que llevaba a cabo una intensa campaña pública contra los revolucionarios cubanos. Para esto utilizaba las páginas del periódico que dirigía: La Voz de Cuba. Llegó a términos ofensivos para la emigración revolucionaria. Por lo que fue retado a un duelo por un cubano emigrado. Gonzalo se trasladó a los Estados Unidos donde murió en un lance con un emigrado.

Trasladado su cadáver a La Habana fue tomado como símbolo de la decisión de los españoles de luchar hasta las últimas consecuencias por mantener el dominio colonial. 

Relacionados con aquellos acontecimientos nos encontramos a un grupo de canarios o hijos de canarios que se vieron de pronto arrastrados a aquella vorágine de sangre. Entre las víctimas del infausto suceso estaba el joven Eduardo Tocorante Hernández, estudiante de primer año de medicina de la Universidad de La Habana.

Eduardo había nacido en San Miguel de Tenerife, en las Islas Canarias, el 4 de diciembre de 1845. Emigró con su familia a la capital de Cuba. Estudió el bachillerato en La Habana. El 30 de junio de 1870 concluyó los estudios. Luego hizo el curso de ampliación para estudiar medicina, entre junio y octubre de 1871 que le permitió matricular esa carrera en la Universidad de La Habana.

El 25 de noviembre de 1872 el joven canario se encontraba en el camposanto Espada, que era el cementerio general de La Habana. En sus inmediaciones estaba el anfiteatro San Dionisio, donde los estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana recibían las clases de disección y anatomía. Eduardo ocupó uno de los asientos del anfiteatro para escuchar la clase de disección.

El joven fue sorprendido por la presencia de un numeroso grupo de voluntarios, cuerpo auxiliar del ejército español, famoso por sus crímenes y extremismos. Inesperadamente se dislocaban en posición de combate en los alrededores del anfiteatro. El asombro se incrementó cuando pudo ver la temida figura del gobernador de La Habana Dionisio López Robers.

El gobernador dirigía en persona aquella movilización. Como botín de guerra se llevaba a la cárcel a los 45 estudiantes de medicina del primer año entre dos filas amenazadoras de voluntarios. Se les acusaba de que dos días atrás los estudiantes habían profanado la tumba de Don Gonzalo de Castañón.

En el exaltado patriotismo del gobernador de La Habana se ocultaba un magnífico negocio; exigir a los padres ricos de varios de los alumnos detenidos gruesas sumas de dinero a cambio de la libertad de sus hijos. La situación muy pronto comenzó a escapar de las manos del inescrupuloso gobernador.

Ahora el odio ciego de los comerciantes y funcionarios españoles, temerosos de que la independencia de la isla trajera la perdida de sus privilegios, encontraba un cauce nada riesgoso. La Universidad de La Habana era mirada con desconfianza por los voluntarios. Allí habían estudiado algunos de los principales líderes de la insurrección. Se le consideraba centro de ideas subversivas. No se podían perder la oportunidad de golpear y cobrarle a aquel puñado de futuros mambises la impotencia por las derrotas sufridas en los campos de batalla. El odio abordaba bodegas y almacenes, tabernas y calles.

Los únicos hechos de que se podían acusar a los jóvenes era que el 23 de noviembre ante la ausencia de un profesor y en espera de la próxima clase, cuatro de ellos jugaron con el carro donde se conducían a los cadáveres al anfiteatro para su estudio. Uno arrancó una flor del jardín público.

La generosa sangre canaria estaba presente en la mazmorra. Varios de los estudiantes de medicina que guardaban prisión eran hijos de canarios. El joven Teodoro de la Cera y Diepa era hijo de un asturiano y de la canaria Doña Dolores Diepa y de Castronar, natural de la Gran Canaria. El padre del estudiante José Ramírez y Tover era el canario José María Ramírez y el también martirizado estudiante José Salazar y González tenía por progenitor a Martín de Salazar y de Ascanio, natural de la villa de Orotava en Tenerife; mientras Mateo Trías y de Quintana era hijo de un catalán y de la canaria Doña Bernarda Quintana y Placevieja.

Del total de los trece progenitores de origen español que tenían hijos entre aquella masa de desdichados, cuatro eran canarios.

Más con ira que con razones se formó el consejo de guerra que debía de juzgarlos. Sobre la medianoche del 26 de noviembre de 1871 comenzó a sesionar. Una turba se había reunido para presenciar el consejo de guerra. Desafiando a aquellos delincuentes devenidos dueños del poder,  el  profesor de disección Domínguez Fernández Cuba retó a la chusma  declarando que sus alumnos eran inocentes.

Domínguez Fernández Cuba era un canario emigrado a la isla. Por su esfuerzo y dedicación había llegado a ser profesor de la Universidad de La Habana. Ahora para asombro de todos lanzaba por la borda lo que había logrado en largos años de vivir pendiente del libro y el laboratorio. Defendía a aquel puñado de jóvenes considerados como insurrectos poniéndose a merced de una venganza segura de los voluntarios y los grandes comerciantes, que eran realmente quienes controlaban la ciudad.  Irrespetuosamente el profesor era extraído en un arranque de ira colectiva del local donde sesionaba el consejo de guerra. Fue conducido a una de las mazmorras donde lo mantuvieron todo el tiempo que duraron aquellos hechos.

El alegato del capitán Federico Capdevila y Miñano, defensor de los estudiantes de medicina causo excitación, devenida ira colectiva. La multitud de esbirros apenas podía dar crédito a lo que escuchaba en la boca del oficial hispano: «Mis obligaciones como español. Mi sagrado deber como defensor. Mi honra como caballero, y mi pundonor como oficial, es protejer y amparar al inocente, y los son mis cuarenta y cinco defendidos». (1) 

El oficial defensor continuó su alegato demostrando con pruebas muy objetivas la farsa sangrienta de los extremistas. Interrumpido de palabra y de hecho, recurrió Capdevila a su espada para mantener a raya los voluntarios.

Sacado por los demás oficiales que integraban el consejo de guerra fue conducido a un cuarto cercano. Pese a las presiones el tribunal, integrado por oficiales de carrera, no consideró que había suficientes pruebas para una condena. Pese a las acuciosas investigaciones realizadas sobre aquel nefasto acontecimiento no se ha podido determinar si los jóvenes fueron absueltos o condenados a días de arresto y multas por el tribunal.

El odio ciego ensordeció a la multitud de voluntarios que formó un segundo consejo de guerra con la mayoría de sus integrantes miembros de ese cuerpo armado que juzgó lo ya juzgado. Cinco estudiantes fueron condenados a pena de muerte. Pero la multitud sedienta de sangre pidió más víctimas. El consejo de guerra recurrió a un macabro sorteo. Otros tres nombres se agregaron a los sentenciados a la última pena. El proceso con los dos juicios se había iniciado el 26 de noviembre y se extendió hasta el 27.

De los demás estudiantes once fueron condenados a seis años de prisión, veinte a cuatro años, cuatro a seis meses y dos absueltos. Entre los condenados a cuatro años se encontraban los estudiantes de los que uno de sus padres era un canario: Teodoro de la Cera y  Diepa, José Ramírez y Tover, José Salazar González y Mateo Trías y de Quintana. El estudiante canario Eduardo Tocorante Hernández fue condenado a seis meses de presidio.

A las cinco de la tarde del 27 de noviembre de 1871, colocados de dos en dos contra los muros de un almacén de ingenieros militares cerca de la entrada de la hermosa bahía habanera, fueron fusilados los ocho estudiantes de medicina.

Por gestiones de los padres de las víctimas se logró un indulto para todos los que cumplían pena de prisión pero que en nada benefició al joven canario Eduardo. Cumplió los seis meses de presidio y luego se embarcó para España. No se tiene más información de su vida.

Fermín Valdés Domínguez, uno de los estudiantes cubanos sobrevivientes, en la década del 80 del siglo XIX, publicó un libro demostrando la inocencia de sus compañeros. Valdés Domínguez, a través de una colecta pública levantó un mausoleo en el cementerio de La Habana, donde en 1889 fueron trasladados los restos de los jóvenes inmolados. En el mismo mausoleo descansan los restos de dos españoles: el defensor Federico Capdevila y el profesor canario Domingo Fernández Cuba. Símbolos de la verdadera España, multiplicada en la cultura y la raíz común de los cubanos y los españoles.

Fermín Valdés Domínguez, amigo de Martí y coronel del Ejército Libertador Cubano en la guerra de 1895, escribió una breve nota sobre el traslado de los restos del profesor canario Fernández Cuba: «En la conmemoración de 1908 debían ser trasladados los restos del Dr. Cuba al monumento. Quise ver el estado en que se encontraba su cadáver y el 25 de noviembre se abrió la bóveda en donde había sido depositado. El cadáver estaba momificado y no podía extraerse del sarcófago en donde estaba. Decidido a dejarlo para siempre en el monumento. Busqué al artista e hice abrir en él  un hueco capaz para el sarcófago y el 26, por la noche, dejé en la tumba de mis hermanos, al lado de los de Capdevila, los del  noble y digno Dr. Fernández Cuba». (2) 

De los verdugos nadie se acuerda. Fueron olvidados a ambos lados del Atlántico.      

 


(1) Luís Felipe Le Roy y Galvez . A Cien Años del 71: El Fusilamiento de los Estudiantes. Editorial de Ciencias Sociales La

Habana 1971. p. 125

(2)  Ibidem  p. 183


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