Cuando ser niño es siempre un orgullo


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Foto: Ariel Cecilio Lemus


Uno de los grandes dilemas de estos últimos veinte años ha sido el divorcio entre las generaciones impulsados por las diversas revoluciones industriales y junto a ellas el desarrollo acelerado de las TICs; que se resume en las llevadas y traídas frases: “… ya los niños no son como antes…”; o la no menos importante: “…esos niños no saben hacer otra cosa que estar pegados a los videojuegos, al teléfono inteligente o a la computadora…”

Ciertamente, el mundo de hoy ha relegado a un segundo plano –que es la antesala del olvido—una cualidad importante de quienes le precedieron (o nos precedieron según se mire): la socialización, tanto de juegos como de canciones infantiles. O como gusta decir a un buen amigo “…el fin de los piquetes infantiles de los barrios…”

Cierto es que cada hombre se parece a su tiempo; pero en lo único que no comulgo con esa definición es en su voluntad de secuestrar la infancia en nombre de la modernidad y que se expresa en la actitud de quienes deben formar al hombre del futuro a nivel básico de la sociedad, es decir la familia, que reducen el goce de la infancia al dominio de las nuevas tecnologías.

Cierto es que las urgencias de la vida moderna –esta que vivimos—reducen el tiempo de interactuar entre la grey y sus padres; cierto es que las abuelas que bordaban, hacían muchos y diversos dulces o que arrullaban, son referencias solo refugiadas en una literatura infantil que muchos consideran pasada de moda o, cuando más, pasto de una nostalgia que ha de desaparecer cuando nosotros, los emigrantes analógicos, seamos polvo y precisamente polvo enamorado. Las abuelas ya no son las mismas.

Aún así quedan quienes se proponen quebrar las murallas hoy levantadas por los demiurgos de “una globalización excluyente y reduccionista de la inteligencia infantil”; y ver como por ellas entra cierta luz. 

Kiki Corona es parte de esa guerrilla de hacedores de sueños que sabe que ser niño es el mejor momento de la vida; “…la infancia es insuperable…”, me confesó hace cerca de veinte... Y no le faltaba razón. En la niñez se crean lazos humanos que nos han de acompañar toda la vida, se descubren los primeros dolores y alegrías de la vida y se canta a viva voz sin temor al parecer de los críticos en grandes coros o en la soledad del juego.

Debe ser por ellos que parte importante de su música ha estado dedicada a los niños o, para ser más exacto y justo, a esa infancia insuperable que define parte de su vida e incluso de la de muchos de nosotros.

Y no es para menos. Tuvimos nuestros ídolos, los que generaron Celia Torriente, Enriqueta Almanza e Ileana Vázquez en la TV con aquellos personajes surrealistas del combo Los yoyos, o las travesuras de Caritas. Teresita Fernández hizo lo suyo y Vinagrito fue el primer gato mediático de nuestra historia.

Entonces nuestras canciones infantiles visitaban lugares comunes, y el particular patio de mi casa que siempre se podía mojar con la lluvia no estaba condenado a la marginación que impondrían años después las reinterpretaciones “edulcoradas” de aquellos clásicos cuentos infantiles con los que crecimos o leyendas de otros pueblos que fueron reinventadas.

Nuestro orgullo como niños se reforzaba cada domingo con la voz de Armando Calderón que nos enseñaba cada mañana de domingo, entre risas, la filosofía de un personaje llamado Charlot y que nos transmitiría la belleza estructural de un mundo cuya croma no dependía de una tecla o un impulso altamente integrado.

Aquella edad se fue y muchos no pudimos superar nuestras fantasías primarias. Algunos transmitieron a sus hijos aquellas canciones y otras que fueron llegando, entre ellas esas que Kiki Corona nunca ha renunciado a escribir.

Ahora, como un ejercicio de memoria, acto de desagravio llamarían algunos, sus canciones regresan en estos tiempos de introspección social y humana; momento en que una realidad intangible y con fuerza de diezmo ha impuesto una pausa a las dinámicas sociales, a la estructura social y vital. Y ese ejercicio se expresa en el CD Lo mejor de mí, producido por la EGREM y en el que la voz cantante corre a cuentas de la intérprete cubana radicada en Islas Canarias, Virginia Guantanamera.

Virginia nos es común desde hace un par de años cuando presentó su disco debut que fuera premiado en el CUBADISCO; muchos pensaron que su nombre y su carrera se habría de diluir en el torrente de compatriotas que han hecho vida allende los mares, pero no fue así. Se dice que fueron sus inquietudes la chispa que prendió esta pradera musical y cultural.

Y no me sorprendería que así fuera.

Reza un viejo refrán—de los que no ha podido dar cuentas la digitalización, un proceso que no ha podido ni logrado establecer aún sus aforismos— que “…lo que bien se aprende no se olvida…”, y con este argumento se podrá entender la conexión entre autor e intérprete: ella aprendió de sus canciones y con sus canciones, y hoy le devuelve la enseñanza en forma de tributo.

Lo mejor de mí, aunque se pueda considerar pretencioso el título, es una de las selecciones más abarcadoras de esas canciones que Kiki Corona ha escrito a lo largo de casi cuarenta años de carrera profesional (agradezcamos que aún no piense en hacerse un auto homenaje sonoro) y con la que muchos crecieron; pero es también un punto de giro en toda su carrera discográfica y musical, y esa ruptura/continuidad corre a cargo del talento de Eddy Cardoza que actualiza y reinventa el discurso musical donde lo particular y lo universal concomitan para llegar a todos los públicos posibles; incluso a aquellos que se resisten a aceptar su pasado, esos negacionistas de nuevo tipo que han roto y rompen el cordón umbilical de su cultura.

Decía el poeta argentino Jorge Luis Borges que la vida es un ciclo en el que los ciclos se entrelazan, en el que las aguas de un río no siempre son las mismas pero las piedras sobre las que corren siempre están ahí. 

Ese es el gran mérito de las canciones infantiles que ha escrito Kiki Corona y que Virginia Guantanamera en complicidad con la EGREM han versionado: ser parte de ese cauce por el que siempre ha de surgir la infancia de muchos, en el que hay otras piedras que han soportado el paso del tiempo y han visto correr todas aguas que aún sienten el orgullo de haber sido y de poder ser niños.


 


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