Érase una vez la salsa: cómo cantar en esta historia con decoro


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ÉRASE UNA VEZ LA SALSA

Uno de los grandes reclamos que se le ha hecho, desde siempre, a la música popular cubana, ha sido el referido a “la calidad de las letras” o para decirlo en palabras del “presidente de la comisión de ética radial”, el señor Tarajano “… a la ausencia de una lírica que respete las buenas costumbres y morales que rigen la sociedad…”.

Tarajano sería el primer gran censor de la música cubana y en especial del son. Sería su criterio el que determinaría qué se debía poner en la radio o qué era aceptado por lo sociedad. A su escrutinio no escapó siquiera la obra de Eliseo Grenet, su compadre, al emitir una ordenanza limitando la emisión del danzón La mora en la versión interpretada por Barbarito Diez con la orquesta de Antonio María Romeu.

Solo que el alcance de Tarajano y su “comisión” no llegaba hasta los salones de las sociedades de bailes que proliferaban en la ciudad de La Habana y del resto del país. Fue en estas sociedades, en lo fundamental en las que se reunían negros y mulatos, donde comenzó el despegue del son hacia su trascendencia, en el mismo momento que los coros de clave dejaron de ser la forma musical más reclamada en esos espacios.

Curiosamente, el mismo Tarajano pertenecía a una sociedad de baile y recreo, solo que de blancos pudientes, que se permitió fundar una orquesta que interpretaba sones y que tenía por cantante a un mulato llamado Miguelito Valdés.

Pero por encima del criterio de la mentada comisión, las historias de los sones, rumbas y guarachas, seguían contando la vida y los acontecimientos del hombre común; unas veces con mayor o menor fortuna, pero siempre sin edulcorar la realidad.

Se podrá decir que los temas de los trovadores de la época acusaban excelentes textos. Eso es innegable, también es conocida su relación con aquellos poetas con los que se vinculaban en su bohemia diaria y de los que aprendían giros de movimientos como el romanticismo y el modernismo. Solo que con palabras y frases rebuscadas o hermosas, se podían reducir muchas historias a un solo presupuesto: amor y desamor.

El son, en la medida que se fue desarrollando, fue incorporando a sus letras las historias de personajes anónimos, de los pregoneros de ese tiempo y de las experiencias vitales de los músicos y de los que en calidad de compositores se les acercaban. También recibió el aporte de los trovadores, sobre todo los santiagueros, con ideas y algunos giros idiomáticos.

El caso más notable es el de Miguel Matamoros, incluso en algunos de sus sones se pueden encontrar aquellos giros en los que se hace confuso determinar cuáles son las palabras adecuadas y cuáles las que originalmente se usó.

Ignacio Piñeiro y Miguel Matamoros dieron al lenguaje sonero una dinámica y poética que hasta el presente no ha sido superada y que ha servido de pauta –usada a veces con muy mala fe— para determinar la belleza o idoneidad de una letra que satisface a todas las clases y estratos sociales.

Eso reafirma que no todos aquellos que escribían la letra de un son o un bolero eran o debían ser poetas u hombres de letras. Solo se necesitaba respetar un principio: la propuesta debía acercarse y respetar las normas morales de la sociedad, además de apegarse a las buenas costumbres; y, aun así, debía recibir el visto bueno de Tarajano para ser emitida en la radio.

Pero la realidad social cambió a partir de los años sesenta en todo el mundo y aquí también. Ahora existía una nueva dinámica social. Estaban emergiendo nuevos valores y se estaban revisando algunos principios morales. Una generación estaba renegando abiertamente de los valores que habían defendido y empoderados sus mayores. Fue tiempo de inventar nuevos paradigmas.

El fenómeno recibió el nombre de “contracultura”, se fue expresando en una fuerte lucha generacional y la música no escapó a ello. Solo que, en su nombre, y en el de algunos fenómenos asociados a ella, se cometieron algunos errores imperdonables.

Quien revise el catálogo de los sones, rumbas y guarachas de los primeros sesenta años de la música cubana, verá que parte del trabajo de “la comisión de ética radial” del señor Tarajano se ajustaba más a principios clasistas y raciales que a los llamados ejes morales que decía defender o a la dudosa calidad de las letras. También es posible que en algunos casos tuviera razón; pero a pesar de todo, el son se escuchaba y tocaba en los bailes y los que asistían repetían sus estribillos en cualquier lugar y momento.

Para los años ochenta regresa nuevamente a cobrar vida el asunto de “la calidad de las letras de la música popular cubana”. Solo que esta vez no existía Tarajano y sí una visión culterana (que no es lo mismo que culta) de lo que debía ser lo popular, y que intentaba redefinir una cultura que era “inferior” a sus deseos y que estaba arraigada en el hombre común.

Nuevamente el argumento esgrimido al trabajo de los trovadores fue la belleza de sus textos y a sus giros idiomáticos, como si fuera posible bailar con los versos de Espronceda o Quevedo. Ese debía ser el paradigma, salirse de él era un acto de rebeldía que debía ser sofocado y era necesario castigar al hereje. Lo curioso era que algunos trovadores estaban bebiendo aceleradamente de la guaracha, más cercana a la picaresca popular, esa que llamaba al pan pian y al vino ron; y no era por una cuestión de supervivencia o para estar a la moda, es que esas eran sus raíces y su forma de expresión; eran propuestas sin palabras rebuscadas e imágenes indescifrables como algunas de la trova del momento que se esgrimieron como paradigmas.

Solo que los tiempos habían cambiado, lo mismo que los recursos expresivos.

Así llamaron “chabacanas y vulgares” a algunas composiciones de Ricardo Díaz o de Evaristo Aparicio que ejecutaban el grupo Irakere; pero en su “culta visión de lo popular” consideraron que ese mismo bailador de lo chabacano no estaba apto para entender el jazz que ejecutaban esos mismos músicos. Aquella chabacanería es hoy parte de ese culto a la música cubana que muchos quisieran alcanzar.

En ese empeño de demostrar lo que era chabacano o vulgar y que debía ser suprimido para cultivar a los bailadores –hubo momentos en que le definieron como lumpemproletariado bailador— gastaron ríos de tintas en artículos, análisis y tesis; se reunieron en sus cenáculos y prepararon el borrador de algún manifiesto; solo que algo y alguien les aguó la fiesta. Dos desde la música y uno desde la literatura o para ser más específico, desde el ensayo enjundioso, pero aterrizado de realidad circundante.

En lo conceptual y literario será la figura de Leonardo Acosta la que ponga el primer freno a esa cruzada con la publicación de los ensayos Música y descolonización y Del tambor al sintetizador. Leonardo, además de un músico de prestigio, había demostrado como articulista y ensayista su capacidad para analizar y desmontar los fenómenos musicales y culturales; y además era un hombre culto.

Se debía andar con cuidado.

Musicalmente fueron los años en que Adalberto Álvarez y Juan Formell redefinieron parte de la visión literaria de la música cubana. Sus historias no necesariamente eran tratados de literatura, pero en el centro de sus historias estaba el hombre de estos tiempos y sus vivencias. Y lo más importante: los dos estaban vinculados a la trova, tanto a la tradicional como a la contemporánea.

El nivel del debate, que no era más que una cruzada contra lo popular bailable, se fue aplacando. Era complicado tener dos frentes abiertos con oponentes de tanto peso.

Fueron años en que volvimos a escuchar un danzonete y bailamos un sucu suco. Pero el capítulo no estaba cerrado. Solo había ocurrido un repliegue táctico, mientras tanto el hombre común seguía bailando como el son manda.

Los herederos de Tarajano durmieron por un tiempo.


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