Érase una vez la salsa… el asunto está en la percusión (I)


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“…el secreto está en el ritmo (…) y el ritmo lo marca ese matrimonio de tres que hay entre el piano, el bajo y la percusión… y el que manda es el tambor y cuando él está apagado, cosa que nunca ocurre… habla por él o con él la batería…”

                                                                                                                                                                    Guillermo Barreto.

 

Cómo entender la evolución de la música cubana del último medio siglo sin arroparse bajo el frondoso árbol de la percusión y sus frutos fundamentales: los percusionistas. Solo que en nuestro caso hay una estrecha relación entre el percusionista académicamente formado y el tamborero que viene del mundo rumbero.

Cierto es que la entrada de la tumbadora al formato de charanga, propiciado por Antonio Arcaño a fines de los años treinta cuando fundó “Sus maravillas”, fue una apuesta sonora que no solo enriqueció el sonido de ese tipo de formación; sino que alimentó la imaginación de muchos músicos, entre ellos los hermanos López  y de ello dan fe algunos de sus danzones más importantes, entre ellos el llamado Mambo compuesto por Orestes “Macho” López.

Orquesta Arcaño y sus Maravillas.

 

Algo similar había pasado con los conjuntos donde destacaban los nombres de Carlos “Patato” Valdés en el conjunto Casino, Chano Pozo en el Azul y los hermanos Valdés (Oscar, Marcelino y Alfredito), entre otros que aportaban su dominio del complejo de la rumba y reforzaban la presencia de lo afrocubano.

Carlos “Patato” Valdés.

Ahora, había “dos familias” en el asunto de la percusión dentro de la música cubana. La de las charangas y la de los conjuntos. Las charangas tenían timbales –el nombre siempre más recurrente fue el de Ulpiano Díaz–, güiro (con don Gustavo Tamayo marcando el paso) y tumbadora, una en un principio. Mientras los conjuntos se preciaban de tener bongós, tumbadora, maraca y güiro, y tumbadora.

Hasta el mismo instante en que la orquesta Bellamar decidió dar un paso trascendental en el mundo del jazz band: incorporar tumbadoras y bongós a su planta musical; fruto de la relación entre su director, el saxofonista Armando Romeu, y su baterista Armando Rebollar. Ese paso fue la razón que impulsó el nacimiento del jazz band a la cubana y modificó los dos formatos que habían prevalecido hasta ese entonces en el mismo momento que el timbal entró en el conjunto y los bongós entraron en la charanga; y en ello influyó, como causa extramusical, la demanda de músicos para el mundo de los cabarets que comenzaron a proliferar en Cuba desde la segunda mitad de los años cuarenta.

Rebollar fue, y es, considerado uno de nuestros primeros bateristas importantes y tras él vinieron otros nombres que comenzaron a determinar un modo muy particular de ejecutar ese instrumento. En esa relación son referencia obligada Walfredo de los Reyes y Guillermo Barreto; ciertamente hubo otros nombres de músicos que fueron imprimiendo a ese instrumento un sello distintivo que definió el sonido de algunas de las más importantes orquestas cubanas como fue el caso de la Riverside, los Hermanos Castros o la de Mariano Mercerón en Santiago de Cuba; la Sabor de Cuba de Bebo Valdés y la de Benny Moré.

                           Guillermo Barreto.                                                                            Walfredo de los Reyes.

Lo interesante de este proceso es que hubo una mutación interesante en el mundo de la percusión cubana: muchos tamboreros comenzaron a interesarse por ejecutar la batería y en ese proceso de aprendizaje comenzaron a incorporar –baquetas en mano— en su modo de ejecutar toques, golpes y motivos de las liturgias afrocubanas y del complejo de la rumba. Y algo muy importante y significativo, comenzaron a simplificar o a ampliar, según los requerimientos musicales o económicos que se fueron presentando, el formato del instrumento; fue así que el baterista y el timbalero se unieron en un solo ejecutante.

Muchos bateristas, como fue el caso de Oscar Valdés padre, de Pedro Quintana (el padre de Changuito); eran figuras conocidas en el mundo de la rumba y de los ritos Abakuá, lo que les permitía una fuerza creativa inimaginable.

Sin embargo, será Walfredo de los Reyes el baterista cubano que marcará un punto de giro en la asimilación de las nuevas tendencias del jazz y el modo “cubano” de tocar ese instrumento. Desde ese momento las cosas comenzarán a cambiar y su impronta será asumida por el resto de los ejecutantes cubanos de ese instrumento. Es desde ese momento que la percusión en el jazz cubano llamará la atención más allá de nuestras fronteras.

El asunto se complicaba de cara al futuro. No era solo mostrar independencia en el manejo de los golpes en cada tambor; era “hablar”, dialogar coherentemente, tener un solo discurso percutivo y en esa relación bidireccional participaban en igualdad de condiciones musicales batería, bongó, paila y tumbadora. Y para afirmar cada “palabra” estaba el bajo y el piano.

Y esta relación familiar se comenzaba a enriquecer en la medida que los percusionistas cubanos comenzaron a transitar de rumberos a bateristas o de bateristas a rumberos. Varios nombres serán referentes de ese movimiento: Oscar Valdés II, José Luis Quintana Changuito, Daniel Díaz, que evolucionan de dominar los instrumentos de la percusión afrocubana a la batería; y los casos de Enrique Plá e Ignacio Berroa, que poseen la más completa formación académica.

Changuito y Oscar Valdés.

Enrique Plá e Ignacio Berroa.

Mientras tantos, en la academia, Roberto Concepción sentaba las bases de una pedagogía muy particular a la hora de enseñar el modo de tocar ese instrumento. Y a esa misma academia se incorporarían como profesores, importantes rumberos que aportarían su dominio de los instrumentos afrocubanos; muchos de ellos procedían del conjunto folklórico en lo fundamental.

 

 


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