La recuperación de Dulce María Loynaz


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Cuando trabajaba como editor en la redacción de poesía de la Editorial Letras Cubanas, en 1982 mi jefe, el poeta Raúl Luis, me dio para editar una selección de la obra poética de Dulce María Loynaz. Había sido el resultado de una gestión de Ángel Augier, consensuada con José Antonio Portuondo, presidente del Instituto de Literatura y Lingüística. La antología y su presentación le fueron encargadas a Jorge Yglesias, talentoso joven que por no ser graduado universitario no tenía trabajo fijo en ninguna institución, a pesar de su amplísima cultura, que incluía el dominio de varios idiomas y una asombrosa cantidad de lecturas y apreciaciones de películas y audiciones musicales. La selección de Jorge fue muy ceñida, y Dulce María protestó por la exclusión de sus “poemas populares” muy radiados por los años 20 y 30. Tuve que mediar como editor entre las rigurosas exigencias del antólogo y las consideraciones más bien afectivas de la antologada.

 Acordé por teléfono con ella una cita para vernos en su casa. Me recibió amablemente y se disculpó por no haberlo hecho de inmediato, pues trabajaba en asuntos relacionados con la Academia Cubana de la Lengua que presidía. Nuestra primera relación fue tensa pero cordial –me advirtió desde el inicio que “solo era Dulce de nombre”–. Demoré en abordar el tema que me llevaba allí: le hice saber que me había leído casi toda su obra a pesar de lo difícil que era encontrarla en publicaciones recientes, le elogié sus abanicos, conversamos de figuras de la literatura cubana olvidadas, como José María Chacón y Calvo, hasta que estuvimos listos para tratar sus desacuerdos.

Dulce me enumeró varios poemas que no se habían tenido en cuenta, a pesar de haberle explicado que solo se trataba de una primera presentación de su obra a generaciones de lectores que no la conocían. Ella insistió en la necesidad de incluir 28 poemas ─diez de Versos, seis de Juegos de agua y doce de Poemas sin nombre─. Anoté y quedé en el compromiso de negociar con Jorge, que, además, era mi amigo, pero él se mantuvo renuente a ampliar la selección. Entonces se me ocurrió una idea para atenuar el problema: incluir al pie de la “Nota introductoria” del seleccionador, una nota del editor: “A petición de la autora, se incluyen en esta antología los siguientes poemas…” y enumeraba los 28, prácticamente otra selección realizada por Loynaz. Jorge aceptó porque dejaba bien claro cuál había sido su elección, y Dulce María vio publicados los textos que había propuesto. Mi gestión no fue precisamente un ejemplo de eficiente diplomacia, pero el libro salió, que era lo que más me interesaba. Como muestra de buena voluntad, la autora me invitó a tomar un té con “las “muchachitas”.

Me acicalé creyendo que se trataba de jovencitas. Llegué puntual, me recibió con afabilidad y salimos al jardín de su casa a tomar té con galleticas. Nos acompañaron dos ancianas, una de ellas prima suya, que ayudé a acomodarse… y nadie más. Recuerdo con mucho agrado aquella velada que transcurrió en un clima de mayor cordialidad, más distensión y refinamiento; hablamos de arte y literatura, me extendí en las coincidencias y me hice el distraído ante las discrepancias. Cuando le pregunté a Dulce por su poeta preferido, me aseguró que el más grande que había leído era Rubén Darío, y después de él, no le gustaba casi ningún otro. Me dijo también que con “Últimos días de una casa”, que cerraba la selección, escrito en diciembre de 1958, finalizaba su producción poética, pues el mundo que la podía inspirar ya había terminado.

En 1981 el Ministerio de Cultura, encabezado por Armando Hart, le había entregado a Dulce María Loynaz la Distinción por la Cultura Nacional. Algunos críticos pensaban que no era oportuno hacerlo, porque su obra no se conocía. En 1983, cuando ya teníamos listo el libro para imprenta, el Mincult le concedió la Medalla Alejo Carpentier. Antes del otorgamiento, Raúl Luis me comentó una llamada de Dulce María para advertirle que no permitiría la publicación de sus Poesías escogidas, si antes no aparecían las Memorias de la guerra escritas por su padre, el general de brigada Enrique Loynaz del Castillo, que, según ella, dormían “el sueño de los justos”. Se hicieron gestiones en el Instituto Cubano del Libro y la Editorial de Ciencias Sociales accedió a publicarlo de inmediato.

En 1984 vieron la luz las Poesías escogidas, con el compromiso de que en breve lo harían las Memorias…, como en efecto sucedió. Por estar en misión militar en Angola, no pude asistir a la presentación del libro que edité; mis compañeros de Letras Cubanas me comentaron que había sido un éxito, sin “tropelaje”, porque una nutrida, sobria, elegante y distinguida comitiva acompañaba a Dulce María Loynaz, cuya recuperación definitiva se consolidaba con esa publicación. En realidad, todavía existían prejuicios contra la autora, y como todo prejuicio, se basaban en una ignorancia y falta de equilibrio que impedían reconocer que se trataba de una de las grandes escritoras de la literatura cubana, que había defendido sin alharacas, pero con firmeza, sus convicciones de patriota cubana frente a dogmatismos y extremismos.

En 1985 Pedro Simón, quien tempranamente y de manera silenciosa se había empeñado en difundir la obra de Dulce, logró que la institución en la cual él trabajaba, la Casa de las Américas, lo hiciera también, y le grabara un disco; ese mismo año la revista Revolución y Cultura publicó su Bestiarium. Al año siguiente la propia Casa le propuso ofrecer una conferencia sobre la obra poética de Delmira Agustini, recogida después como prólogo a la poesía de la uruguaya publicada por la Colección Literatura Latinoamericana. En ocasión de un aniversario del asesinato de Federico García Lorca, fue invitada a la Uneac, pues había sido su amiga y anfitriona en Cuba; la recibieron Eliseo Diego, Pablo Armando Fernández y Lisandro Otero. Dulce se incorporaba a la vida literaria de su país, gracias a la inteligencia y decisión de políticos de estatura cultural.

En 1987 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura. Fui testigo de que algunos argumentaban que Loynaz no tenía suficientes méritos literarios ni una difusión que apoyara ese nombramiento. En realidad, continuaban los prejuicios, pues ella había merecido gran reconocimiento antes de la Revolución y lo mantuvo en el ámbito hispánico. Ese mismo año se creó en Pinar del Río el Centro de Promoción Literaria Hermanos Loynaz, debido a la insistencia sostenida de Aldo Martínez Malo y otros promotores de la provincia. También en 1987 se le entregó la Orden Félix Varela de Primer Grado, máxima condecoración que otorga el Estado cubano, propuesta por el ministro de Cultura y con la aprobación del Consejo de Estado presidido por Fidel. Poesías escogidas se erigía en su primer libro publicado en el período revolucionario, aunque con poemas ya aparecidos anteriormente; después vinieron Bestiarium, y Poemas náufragos, de poesía inédita, aunque escrita antes de 1958.

Dulce María Loynaz formaba parte del grupo de poetas que en los años 20 del siglo pasado prolongaron el modernismo –algunos críticos han llamado a esta tendencia “posmodernismo”–, ante un cambio de vida, estilo e imaginario social. Puede decirse que para varios creadores este período de transición fue la antesala de las vanguardias, como ocurrió con la obra poética de Rubén Martínez Villena, un prevanguardista estudiado generalmente bajo la etiqueta de “prosaísmo sentimental”. Sin embargo, otros discursos poéticos después del modernismo se situaron en el intimismo, como sucedió con Juan Marinello. En esta transición había menos densidad metafórica que en el modernismo, pues se buscaba la sencillez expresiva alejada de los “grandes temas”, se crearon nuevos espacios artísticos para sugerir y no embellecer, y en sentido general, se intentó lograr un equilibrio entre zonas racionales y emocionales. Hubo mayor participación femenina ─María Villar Buceta y Mirta Aguirre, entre otras─, al potenciarse la denuncia de la situación de la mujer en sociedades machistas, con criterios patriarcales que limitaban su publicación. El discurso poético femenino se impuso en el posmodernismo, no solo en Cuba, sino también en América Latina.

Algunas poetisas lograron imponerse en sus países, como Gabriela Mistral en Chile, Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou en Uruguay y Alfonsina Storni en Argentina, entre otras. En la Isla, la hija del autor del Himno invasor fue incluida en 1926 en la antología La poesía moderna en Cuba. Su primer libro de poemas, Versos, apareció en 1938, y su obra comenzó a ubicarse dentro de la corriente intimista. En 1947 publicó Juegos de agua. Versos del agua y del amor, en que combinó su sentido lúdico con el sensualismo. Ejerció el periodismo de manera cotidiana, con crónicas y memorias de viajes, y obtuvo fama como escritora, reforzada con la salida de las prensas en 1951 de su novela lírica Jardín y en 1953 de Poemas sin nombre, obra atrevida para su época. Se distinguió como conferencista y obtuvo muchos reconocimientos en Iberoamérica.  

Empezó a ser visible en España e ingresó en reales academias de Artes o Bellas Letras. En 1957 fue electa miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua, que presidió entre 1983 y 1995. En 1958 publicó en Madrid Un verano en Tenerife y el largo poema Últimos días de una casa. Durante el período revolucionario vivió en el silencio de su hogar hasta que una serie de instituciones la invitaron a participar en conferencias y publicaciones. El Premio Miguel de Cervantes le fue otorgado en España en 1992. La uruguaya Juana de Ibarborourou, declarada “Juana de América”, había afirmado que Loynaz era “la primera” del Continente.

El anecdotario y la mitología generados por Dulce María y, sobre todo, por su familia, continúa dando qué hacer. Este recordatorio a 120 años de su nacimiento solo quiere dejar constancia de que, gracias al empeño de muchos intelectuales y promotores, de instituciones y políticos cubanos de los años 80, se recuperaron para la patria su obra e imagen. Su poesía tiene resonancia y proyecta sabiduría para todos los cubanos; su lectura nos alerta sobre las diferencias entre lo perecedero y lo inmortal, y pondera los valores espirituales por encima de cualquier materialidad. Sencilla y apasionada, escrita con limpieza ejemplar, demuestra el sentido patriótico y el amor a Cuba de su autora, y las complejidades y sutilezas de la subjetividad humana.


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