Memorias de vida: Abrahan, Alberto y Eugenio


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Eugenio Hernández Espinosa (foto de portada), a quien está dedicada la presente Feria, Abrahan Rodríguez y Alberto Pedro Torriente: tres pilares de la sociedad cubana.

Mis primeras memorias de la existencia del teatro se remontan a mi infancia. Para un niño de mi generación, los que habíamos nacido en los años sesenta, el teatro tenía el mismo peso que el circo, solo que no había payasos ni trapecistas y sí hombres y mujeres que nos embrujaban con su voz y sus movimientos; y que eran llamados actores y que se movían en una caja, alejada de mi asiento, cuyo fondo reproducía imágenes de lugares.

Por ese entonces, términos como cuarta pared, distanciamiento y tramoya (al que consideraba un apellido), me resultaban cosa de otro mundo. Y qué decir entonces de nombres como Stanislavski, Brecht, Shakespeare; aun así me resultaban familiar José Ramón Brenes y Enrique Núñez Rodríguez. El primero porque era esposo de la madre de un vecino con el que jugaba y que su profesión era escribir novelas para la TV y el segundo porque mis abuelos me llevaban a las funciones del teatro Martí a ver sus obras, unas obras que ellos disfrutaban tanto que por momento le brotaban lágrimas; y yo en mi percepción infantil consideraba que aquello que les hacía reír también les daba tristeza. Ignoraba entonces el vínculo emocional entre llanto y risa.

A comprender y a conocer el teatro llegué en el mismo momento en que estrenó Abrahan Rodríguez la obra Andoba – o Mientras llegan los camiones —, y fue por causa de Ada Tamayo; una vecina que trabajaba como vestuarista en el grupo de teatro Político Bertolt Brecht. Conocí a muchos de sus actores y aún recuerdo por momentos uno de sus más impresionantes parlamentos, aquel que decía magistralmente Rolando Núñez: “… Andoba… rejuega para que te mueras…”. De las cincuenta representaciones de la obra, al menos asistí a unas cuarenta, pues se estrenó en los meses de vacaciones. Aquel primer acercamiento, además de permitirme conocer a muchos de sus actores, influyó en que mi círculo de lecturas incluyera al dramaturgo Carlos Felipe.

Andoba me abrió las puertas al teatro cubano de esos años y al posterior, y con esas puertas llegaron nuevas vivencias y nuevas amistades, si así podemos llamarlas. Entre ellas la del actor y dramaturgo Alberto Pedro Torriente; que en esos años había alcanzado fama con un personaje en la TV.

Alberto Pedro, debo confesarlo, sería quien pondría a mi alcance la obra de dramaturgos como Freddy Artiles, Estorino y los hermanos Dorr; pero sobre todo me daría las claves del teatro de Eugenio Hernández Espinosa; que para ese entonces formaba junto a él y Abrahan el llamado “trío de la etno escena cubana” (así lo definiría el director Jesús Gregorio).

Sí; tal y como lo digo: “el trío de la etno escena cubana”. Y es que el teatro de estos tres autores se interesaba, fundamentalmente, en tres pilares de la sociedad: la marginación del hombre, los conflictos sociales de su tiempo y el papel y actitud del hombre negro ante la sociedad en que estaba viviendo.

Para ese entonces Andoba y María Antonia eran los paradigmas de un teatro que indagaba en su tiempo y que parecía trascender –de hecho lo han logrado pues aquellos conflictos iniciales aún forman parte de nuestra realidad social—; un paradigma que vino a enriquecerse con la obra Tema para Verónica.

Estos tres autores tenían en común su condición racial y el conocimiento que sobre este grupo social habían acumulado por sus vivencias; y que habían puesto en el centro del debate social por boca de actores y directores.

Recuerdo que llegados los años ochenta en el Hurón Azul de la UNEAC se reunían actores, músicos, escritores, directores de TV y pintores, dándole al sitio aquel encanto cosmopolita que hoy se extraña; y muchas veces fui testigo de lectura de obras de teatro y hasta de guiones de TV, como fue el caso de la serie Un bolero para Eduardo y La barbacoa de Abrahan Rodríguez; o de Rampa arriba, Rampa abajo y la que posteriormente sería Week-end en Bahía de Alberto Pedro; y en aquellas lecturas y tertulias que duraban hasta cerca de las 10 de la noche, estaba muchas veces presente Eugenio Hernández; quien escuchaba con atención y como quien pide permiso emitía algún que otro criterio siempre mesurado y con una dosis de respeto admirable.

Fueron los mismos años en que sus obras Mi socio Manolo y María Antonia fueron llevadas al cine y aquel logro –era el primer dramaturgo cubano de su generación en el que el cine cubano había reparado— que muchos allí celebraron ampliamente, no desató para nada su vanidad ni un derroche de falso orgullo. Al contrario, solo se limitaba a sonreír discretamente y a agradecer a los presentes que le congratulaban. Su sueño en ese entonces era que todos aplaudieran a los actores del grupo que para ese entonces dirigía y que respondía al nombre de Teatro de Arte Popular.

Eugenio había alcanzado la cima como dramaturgo si se quiere. Era el que más premios acumulaba, –incluido el codiciado Premio Casas de las Américas— y como complemento se editaba en ese entonces una antología de su teatro por la editorial Letras Cubanas y con uno de los primeros ejemplares llegó una tarde al Hurón azul.

Fue entonces que rompió su habitual discreción y se atrevió a hablar de su siguiente obra, en la que estaba trabajando arduamente y a la que le tenía una gran fe: Emelina cundiamor. Era un texto atrevido e irreverente, lúcido y que avizoraba conflictos que podían ocurrir a futuro. Su charla fue una confesión de su método de trabajo, pero también un desgarramiento personal intenso.

Los presentes le escucharon con una atención inusitada, nadie olvide que en aquellas tardes del Hurón las emociones y goce que daban el ron Paticruzado y “los panes con truco” robaban la atención de los parroquianos allí reunidos; pero Eugenio había logrado establecer cierta disciplina cultural con su charla.

El Hurón fue perdiendo su encanto, mientras que Alberto Pedro y Abrahan Rodríguez fallecieron en los años subsiguientes. Eugenio les ha sobrevivido y aún sigue creando y polemizando sobre el papel del hombre negro en la sociedad cubana actual; sobre el valor de su cultura y hasta qué punto socialmente es capaz de reconocerse y de entender su rol vital. Por momentos nos cruzamos en alguna calle o coincidimos en los espacios menos inimaginables –como los jardines del Pabellón Cuba en alguna presentación del trovador Tony Ávila— y con esa modestia y humildad que le caracteriza accede a tomarse una foto con amigos, actores, estudiantes de teatro o simplemente con aquellos que saben de su impronta en la cultura cubana.

Esta Feria del Libro está dedicada a su obra y él lo merece; solo que para que el jolgorio fuera completo se debió haber pensado en reponer algunas de sus obras por estos días. Hay generaciones de cubanos que la desconocen y que viven esos conflictos que reflejara desde los años sesenta; después de todo, él es un clásico y los clásicos, nunca pasan de moda.

 

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