Recordando tres momentos trascendentes de la cultura cubana


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A finales de 2019 pasé a formar parte del grupo de los que vivimos en Cuba y alcanzamos la condición de octogenarios. Estamos en 2021 y, como todos los años, me vienen a la mente, independiente de que me los recuerden, acontecimientos de nuestra vida que cumplen aniversario y me han, nos han, dejado huellas para la reflexión de cómo fue que sucedieron y las diversas lecciones que se imponen de ellos.

Recordar y olvidar, como lo hace uno, y como se hace en la vida de un país, es un complejo ejercicio de la memoria, individual y colectiva, bien importante, si se piensa con honestidad, para enriquecernos espiritualmente y para dialogar con las generaciones que no vivieron aquellas experiencias.

Tengo tres recuerdos, integrados a la realidad artístico cultural de Cuba, que fueron importantes en mi vida y en la del proceso revolucionario. Se cumplen aniversarios cerrados de cada uno de ellos, y ahora los quiero repasar, repensar brevemente a la luz de la experiencia acumulada por los años vividos.

El primero, a seis décadas de distancia, está relacionado con los acontecimientos que se desataron en mayo y junio de 1961 y condujeron a las tres reuniones en la Biblioteca Nacional, que culminaron con lo que se ha conocido desde entonces como «Palabras a los intelectuales», pronunciadas por Fidel Castro. Acoto, para empezar, que me identifico con la observación de Roberto Fernández Retamar, que hace unos años, en un texto sobre su significación, expresaba que hubiese sido más exacto recordarlas como «Palabras a los escritores y artistas».

El segundo, a medio siglo, es el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, efectuado en La Habana entre el 23 y el 30 de abril de 1971. Imposible analizar aquellos días sin una sintética mirada a los antecedentes que lo propiciaron, más las consecuencias que se derivaron de sus acuerdos.

El tercero, a treinta años, es el acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, en mayo de 1991, por el cual se creó una comisión encargada de estudiar la fusión de los organismos estatales responsables de la producción cinematográfica nacional. Como resultado de ello, tocaba al ICAIC desaparecer como institución cultural. Una memoria reductora recordará este asunto circunscribiéndolo al nombre de la película que fue centro visible del conflicto: Alicia en el pueblo de Maravillas.

1961. «Palabras a los intelectuales»

Cuando Fidel pronuncia sus «Palabras a los intelectuales» en la Biblioteca Nacional el 30 de junio, simultaneaba, en su condición de máximo dirigente de la Revolución, otros frentes muy complejos y urgentes. Sintetizo lo que recuerdo con particular relevancia.

Unos días antes, el 24 de junio, había sido invitado a la reunión de la Dirección Nacional del Partido Socialista Popular (PSP), en la que se discutió y acordó su disolución, paso necesario para la fusión con las otras organizaciones revolucionarias (26 de Julio y Directorio Revolucionario 13 de Marzo), que también desaparecieron. Así nacieron las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI).

El proceso de superar el espíritu de pertenencia a la anterior militancia no fue fácil, tuvo sus complejidades, y la vida se encargó de demostrarlo posteriormente. El camino a la unidad enfrentó pruebas que si no fueron mayores se debió al liderazgo indiscutible de Fidel. Después de la declaración pública del carácter socialista del proceso revolucionario, el 16 de abril, y de la victoria en playa Girón, el 19, era imprescindible la integración de los militantes de las tres anteriores organizaciones y de otros revolucionarios que iban a asumir la militancia sin provenir de ninguna de ellas. Fidel estaba consciente de la inaplazable necesidad de una unidad política superior para poder continuar.

Vivíamos en el clima posterior al fracaso de la invasión de Girón, cargado de tensiones por la actividad contrarrevolucionaria interna, sin poder descartar nuevas agresiones externas. Adicionalmente, al firmarse a principios de junio la Ley de Nacionalización de la Enseñanza, anunciada el 1 de mayo, se incrementaban tensiones y confrontaciones con sectores del clero reaccionario y falangista, pero el final de las escuelas privadas, particularmente las religiosas, no admitía posposiciones en aquellas circunstancias. Esto incrementó la actividad de la Operación Peter Pan, que se estaba llevando a cabo desde diciembre de 1960. Diariamente, se marchaban de Cuba hacia Estados Unidos niños y adolescentes de entre seis y dieciséis años, enviados con autorización de sus padres, con apoyo y protección del gobierno norteamericano y de la iglesia católica de ese país. Allí estarían «protegidos del avance del comunismo» en la isla hasta que la Revolución fuese derrocada por una nueva invasión que debía suceder, en la esperanza de algunos, «mañana». Poco más de catorce mil fueron enviados hasta que se canceló la operación en octubre de 1962, cuando la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. Saquemos cuenta del promedio diario de salidas y la cifra es de impacto. Así era la cotidianidad de la Cuba de mediados de aquel año.

Regreso al día 30 de junio, a la Biblioteca Nacional, a Fidel en su intervención. El detonante de las discusiones de aquellas tres sesiones ya lo puede conocer buena parte de los que leen este texto, fue el documental PM, realizado por cineastas vinculados a la corriente cultural del semanario Lunes de Revolución. El ICAIC lo censuró a principios de mayo para su proyección en los cines. Se había exhibido antes en el Canal 2 de nuestra televisión, dirigido entonces por los compañeros de Lunes. Pero Fidel no entró en ese asunto, no lo esquivó, lo trascendió. Sabía que el debate desencadenado por la decisión del ICAIC entrelazaba preguntas y preocupaciones honestas, más temores y prejuicios, con el pulso de lucha de corrientes dentro de la Revolución en el campo de la actividad artístico cultural (ICAIC-CNC-Lunes de Revolución). Su intervención fue el resultado de todo lo que escuchó, lo que se dijo y le decían; bien receptivo a textos y subtextos. No fue un discurso preconcebido para informar allí la directiva de la Revolución en ese frente. Fueron las palabras de un creador en el arte de la política, definiendo lo que era posible definir como política artístico cultural en aquella situación. Fidel llamó a la unidad verdadera, no formal, lo más amplia posible en aquellas circunstancias, de todos los artistas. Reconoció la honestidad y el derecho a vivir y a crear en Cuba de los que no se sentían identificados con la Revolución, o que tenían reservas con el futuro que se les deparaba, pero que no eran enemigos que contribuyeran a su destrucción.

Recuerdo que, además de las corrientes que pugnaban dentro de la Revolución por defender sus espacios, ganar hegemonía o debilitar a las otras, se agregaba en algunos participantes la preocupación, no manifiesta, de las experiencias negativas del entonces campo socialista en cuanto a cómo dirigir la política cultural en el terreno de las artes. Nadie mencionó a Stalin, ni la URSS, ni el XX Congreso del PCUS de 1956, pero se podía recordar el grito de Mirta Aguirre: «budapestismo», emitido en un momento de la difícil reunión en Casa de las Américas a finales de mayo, discutiendo PM, antecedente que condujo a organizar las reuniones de la Biblioteca Nacional.

Concluyendo este recuerdo, soy de los que cree que cuando la intervención de Fidel se escucha hoy, gana más riqueza de matices que cuando solo se lee. Importa el tono, la construcción de sus ideas sobre la marcha de la intervención. Eran las palabras necesarias y posibles ante aquella realidad. Fueron la base sobre las cuales nació, dos meses después, la unidad, en su diversidad, de los escritores y artistas con la creación de la UNEAC.

Luego prosiguió la vida y vinieron otras situaciones con sus retos, riquezas, sorpresas, conflictos, miserias y grandezas de nosotros, los seres humanos, en el curso de la historia de la Revolución cubana. Así llegamos, una década después, a 1971.

1971. El Primer Congreso de Educación y Cultura

No es posible, para mí, recordar este congreso al margen de un brevísimo recuento de sus antecedentes en la década de los sesenta (pos-Girón y pos-«Palabras a los intelectuales») hasta que concluye, políticamente, a mediados de 1970, finalizada la zafra en la que no alcanzamos los diez millones de toneladas de azúcar.

Hago rápida memoria de acontecimientos medulares  que marcaron de forma muy diversa aquel tiempo de fundación: la lucha contra el sectarismo, el nacimiento de la libreta de abastecimientos, la crisis de octubre, el juicio de Marquitos, la Tricontinental, la carta de despedida del Che, el PCC y su comité central, las salidas del país de emigrantes por el puerto de Camarioca, la OLAS, la muerte del Che, el Congreso Cultural de La Habana, la microfracción, el regreso de los sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, la Columna Juvenil del Centenario, la ofensiva revolucionaria de marzo del 68, la zafra del setenta con su llamado final: «Convertir el revés en victoria».

A escala internacional, la década había empezado con una reunión en Moscú, en noviembre de 1960, de 81 partidos comunistas. Ellos lanzaron al mundo su «Declaración de los 81», texto que caracterizó la época que comenzaba a vivir la humanidad como la de «transición del capitalismo al socialismo». Pero, al terminar los sesenta, los partidos comunistas se han dividido radicalmente entre prosoviéticos y prochinos, interpretando el quehacer político de la época en forma antagónica. La «Declaración de los 81» quedó archivada en el recuerdo en pocos años.

La Revolución cubana vivió y sufrió aquella división, las presiones que conllevó sobre ella, con total soberanía en su proceder, en los planos nacional, latinoamericano e internacional. Al mismo tiempo, desarrolló relaciones cercanas y solidarias con personalidades y entidades del movimiento artístico e intelectual latinoamericano y europeo occidental. El Congreso Cultural de La Habana, en enero de 1968, fue la más alta expresión de esa relación y adhesión con Cuba.

Pero al invadir Checoslovaquia las tropas del Pacto de Varsovia, en agosto de 1968, el pronunciamiento de Fidel apoyando y haciendo preguntas y consideraciones sobre el proceder de aquella acción abrió una brecha en parte de esas relaciones. Algunas organizaciones y personalidades políticas o intelectuales, hasta aquel momento muy solidarias con Cuba, no compartieron esa posición, hicieron declaraciones en las que tomaban distancia o desaprobaban; los hubo que rompieron con la Revolución. Todo esto repercutió internamente, tanto en el ámbito político como en el cultural, y dejó diversas huellas y encontradas lecciones entre nosotros.

En el quehacer artístico nacional se habían dado hasta ese año fuertes debates entre diversas corrientes y tendencias que se asumían dentro de la Revolución. Quedaban aparte los que en aquellos tiempos se distanciaron o rompieron con ella, emigrando o exiliándose. Las palabras de Fidel en la Biblioteca, en 1961, habían sido interpretadas de manera diferente, desde bien temprano, al entrar en lo ideológico. En 1963, la letra de una canción cubana, «Adiós, felicidad», o el estreno de algunos filmes extranjeros en nuestras salas de cine desencadenaron críticas o debates abiertos en la prensa, que revelaban la existencia de posiciones bien encontradas. En la polémica Alfredo Guevara-Blas Roca, en diciembre de aquel año, trascendía el tema «qué películas debemos ver». En lo profundo, discutían qué tipo de ser humano queremos formar, qué sociedad queremos crear. Y ambas coexistían dentro de la Revolución esperando por el dictamen de la vida.

Desde 1968, la vida en la cultura artística y sus implicaciones ideológicas se nos va polarizando de forma excluyente entre dogmáticos y liberales. Lo resumo en esas dos corrientes básicas, pero había más riqueza de matices, que incluía la posición consecuentemente revolucionaria en debate con las otras. A finales de ese año, los premios de Poesía y Teatro del concurso UNEAC añadieron más carga negativa. La manera en que se criticaron oficialmente, después de haberse otorgado, y lo que desataron de reacciones dentro y, por supuesto, fuera del país, escalaron una temperatura altísima en la agresividad de la confrontación. El terreno estaba abonado para el incremento de diversas formas, abierta o enmascarada, de la actividad contrarrevolucionaria con el estilo y los recursos de aquellos tiempos. Este es un antecedente indispensable para entender cómo se llega al clima político ideológico de 1971 y cómo abordó aquel congreso el tema de la cultura artística.

Todo esto me motiva ahora, antes de continuar el recuerdo, después de lo visto y vivido en nuestra realidad y en el mundo en este 2021, a una breve reflexión.

Vivir «con la guardia en alto» como nación, en forma permanente, fue desde muy temprano una necesidad imperiosa de la Revolución, con todo lo que conlleva esa forma de vivir. La psicología de fortaleza sitiada ha dejado de diversas formas sus huellas en nuestra mentalidad, reflejos, acciones y reacciones, con las diferencias que aporta la generación a la que pertenecemos, los momentos vividos, además de otros matices. Indispensable para nuestra defensa, para seguir existiendo como proyecto revolucionario, sin embargo, al mismo tiempo nos ha pasado factura a nivel interno. Como los medicamentos, que protegen, curan y salvan, pero también pueden hacer daño, y hasta de manera severa, por sus efectos secundarios si no se administran políticamente de forma adecuada. De ahí la importancia que exige la vida revolucionaria atender su uso prolongado, contraindicaciones coyunturales, sobredosis, reacciones adversas y otros. La dosis exacta es un reto, no es fácil ahora, menos lo era hace medio siglo. Frente a ese riesgo, lo que más nos protege, lo que nos puede vacunar es una cultura integral como revolucionarios. Así podremos cumplir mejor aquella recomendación del Che, todo un desafío en nuestra coexistencia interior, cuando nos decía: «Hay que endurecerse, pero sin perder la ternura».

Regreso al Primer Congreso. Cuba empezó 1971 en circunstancias económicas e internacionales bien complejas. Se había propuesto, tenía que hacerlo, un ajuste de cuentas con las pasadas ilusiones de la década anterior en diversas áreas de la vida económica, social e ideológica, también de política cultural. Había establecido el criterio de acogerse, en lo esencial, a la experiencia del socialismo que ya existía, la Unión Soviética como modelo.

El Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, realizado entre el 23 y el 30 de abril de 1971, se empezó a gestar desde principios de ese año a lo largo y ancho del país. Más de cien mil trabajadores de la educación, o vinculados a ella, desde la base hasta niveles regionales y provinciales, participaron en reuniones, asambleas y plenarias (2 656 fue la cifra informada), donde analizaron temas y problemas relacionados con los objetivos de esa actividad. La cultura, entendida en sus manifestaciones artísticas, se añadió como denominación y contenido del evento cuando este ya se desarrollaba en La Habana con los delegados elegidos más otros participantes; decisión tomada por la Revolución en el clima de repercusión que se iba desatando internamente, pero sobre todo en los medios de prensa y comunicación internacionales, por la detención, el 20 de marzo, del escritor Heberto Padilla. Este hecho hizo progresar fuertemente los diferendos y también las rupturas con un sector de la intelectualidad latinoamericana y europea occidental que ya se había expresado, en agosto de 1968, y que ahora se asumía como tutor y hasta juez internacional de la Revolución.

Maestros, educadores y pedagogos, además de especialistas y cuadros de dirección de organismos del estado y organizaciones políticas y de masas vinculados a la actividad educacional, conformaban la casi totalidad de los delegados e invitados a las plenarias y comisiones del congreso, en el que se discutieron ponencias y recomendaciones que habían llegado desde la base. Una pequeña representación de creadores de la cultura artística estaba presente en las comisiones 6A y 6B para el abordaje de los temas y problemas más polémicos de la agenda ideológico artística que allí se expusieron, fundamentalmente promovidos por la dirección del congreso.

A mí me tocó vivirlo desde una de sus comisiones, la 6B, en la que fui vicesecretario. Llegué al congreso en su etapa organizativa, en la última decena de marzo, designado por el ICAIC para representarle y defender su política cultural cinematográfica. Había sido coautor, junto con Julio García Espinosa, de la ponencia «El cine y la educación», solicitada en febrero por el MINED al ICAIC, para aportar criterios al debate del tema «Influencia del medio social sobre la educación», que terminó como nombre de la comisión. En 2013 publiqué en la revista Cine Cubano, no. 189-190, un texto sobre mi experiencia en esa comisión: «Ya te puedes ir que se salvó el ICAIC».

El balance de mi trabajo en esa comisión fue bien importante como aprendizaje. La defensa de la ponencia por Alfredo Guevara, la noche de su discusión, ante los ataques (fueron más que críticas) que le hicieron algunos participantes a la política de programación de películas extranjeras del ICAIC, fue valiente y brillante. Pero lo extraordinario fue la llegada imprevista de Fidel, en un momento álgido del debate, para participar y concluir con una intervención en la que apoyó la posición del ICAIC.

Sin embargo, el balance final de aquel congreso para nuestra cultura no fue positivo. La forma en que se asumió la defensa de la Revolución sentó bases para un estilo de dirección y ejecución que hizo daño en algunas de nuestras manifestaciones artísticas y también a sus creadores. Su declaración final abordó de manera lamentable temas relacionados con la sexualidad, la religión, las modas y sus «extravagancias», y la actividad cultural. Vino después lo que ha quedado caracterizado como quinquenio gris, con las posibles modificaciones de color y tiempo que se pueden añadir por los que vivieron o han revisado esos años. La creación del Ministerio de Cultura, en 1976, dio paso a un proceso de rectificación progresiva de los errores e injusticias cometidos, sin que se pueda considerar que aquel tiempo se cerró con un balance crítico profundo. El estallido, en 2007, casi 36 años después, de la llamada «guerra de los emails» fue una muestra de que nos quedamos por debajo de lo que demandaba el análisis de lo sucedido, independientemente de todo lo que se pueda añadir a los diversos componentes de aquella guerrita.

Finalizo este recuerdo pensando que un largo camino hemos recorrido, pero nos falta todavía, en los complejos debates que exige nuestra lucha para enfrentar el diversionismo ideológico y, al mismo tiempo, estimular y reconocer que la diversidad es fuente de crecimiento y desarrollo de la inteligencia, de la cultura, del arte y, también, de la unidad revolucionaria. Difícil reto es, a veces, deslindar dónde está lo uno y lo otro, sin «bajar la guardia», mucho más ahora, en esta tercera década del siglo XXI.

1991. Un acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros

El 13 de mayo de 1991 me encontraba en una casa en la playa de Jibacoa. Disfrutaba con mi familia de una semana de vacaciones que concluía esa tarde, pero al mediodía llegó hasta allí Hilda Roo, inolvidable secretaria de la vicepresidencia de Programación Artística del ICAIC, con la misión de informarme de la sorpresiva reunión que se había celebrado esa mañana en el ICAIC con el personal artístico, presidida por Armando Hart en su condición de ministro de Cultura. Allí informó el acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, por el cual se creaba una comisión estatal encargada de elaborar propuestas de perfeccionamiento encaminadas a estudiar «la unión orgánica de los Estudios Fílmicos de las FAR, los Estudios Cinematográficos de la Televisión y los del Ministerio de Cultura (ICAIC)». Julio García Espinosa cesaba como presidente del ICAIC y pasaba a trabajar como asesor en el Ministerio de Cultura; Benigno Iglesias, vicepresidente, lo sustituía provisionalmente; el compañero Enrique Román, presidente del ICRT, presidía la comisión estatal. Al día siguiente, en nuestros medios de información se publicaba el acuerdo.

Cuando conversé, la noche del 13, en el ICAIC, con algunos de los compañeros que estuvieron en la reunión, supe que ya en ella se le habían expresado preocupaciones a Hart sobre la información que ofrecía. Allí mismo decidimos dejar constancia por escrito, en breve carta dirigida a Hart, de la inconformidad con el acuerdo, más la necesidad de conversar y discutir la decisión tomada. Un numeroso grupo de trabajadores del área artística del ICAIC al día siguiente respaldó con su firma este punto de vista.

Lo que prosiguió, el paso a paso, es tarea de un libro. Acá va, por lo tanto, una síntesis abreviada de mis recuerdos. Cartas y declaraciones se hicieron y enviaron en las siguientes tres semanas abordando el tema y sus implicaciones y consecuencias. La comisión designada, mientras tanto, iniciaba el estudio, también los pasos prácticos para llevar adelante lo encomendado. Las cartas iban con copia a diferentes instancias del gobierno, partido, organizaciones políticas y sectoriales para que conocieran nuestra posición y estuvieran en condiciones de aportar criterios. Se celebraron algunas reuniones con el mismo fin.

En el ICAIC, en pocos días nos organizamos creando un grupo de dieciocho compañeros, representantes de toda la diversidad creativa y generacional de nuestro centro de trabajo, para dialogar con las instancias de dirección nacional y con quienes quisieran hacerlo. Se informaba a los trabajadores, en asambleas o reuniones, cuando era necesario que supieran y opinasen del curso de los acontecimientos.

Estábamos terminando el primer semestre de 1991, no tengo que extenderme en la situación de Cuba ni en lo que estaba sucediendo a escala nacional e internacional y lo que se veía venir. Convencidos estábamos de que, además de las fundamentaciones que explicaba el acuerdo, este había sido motivado y respaldado por compañeros que habían desarrollado criterios muy críticos sobre una parte de la producción del ICAIC (noticieros, documentales, ficción) de los últimos años. Para ellos, lo mejor para la Revolución era que el ICAIC se disolviera en la nueva forma organizativa, robusteciendo así el frente ideológico cultural de la «fortaleza sitiada», ante el período especial que se nos venía encima.

Esta situación coincidía con las semanas previas al estreno comercial de Alicia en el pueblo de Maravillas, película dirigida por Daniel Díaz Torres, que ya estaba en copia (35 mm) para los cines al empezar el año. Había participado, invitada en una sección no competitiva, en el Festival de Berlín a mediados de febrero. Allí había sido bien recibida, sin especial destaque ni manipulación política alguna contra la Revolución, por su estilo satírico. Pero Alicia… ya se había convertido en Cuba, desde enero y febrero, en una película de amplia circulación en casetes VHS por casas particulares y otras dependencias e instituciones. Ese «estreno» escapaba al control del ICAIC, era el resultado de una «promoción» que fue creando una atmósfera de crítica político ideológica muy fuerte contra ella.

En conversaciones con algunos compañeros que tenían responsabilidades de dirección en el país, recibimos el criterio de que para ellos el «problema» no era Alicia…, el problema era la «tendencia» que se había estado desarrollando en la producción del ICAIC de los últimos años. Nos mencionaban títulos de documentales, largos de ficción y algunas ediciones del Noticiero ICAIC que consideraban hipercríticos o discutibles ideológicamente. Alicia… era ideal, en los que respaldaban esa posición, no para censurarla, sino para convertirla en «material de estudio», en un ejercicio de movilización revolucionaria ante un hecho cultural que había que repudiar. En esa dirección, se desarrollaban acontecimientos y discusiones, verbales o por escrito, hasta que finalmente se nos informó, el lunes 10 de junio, que su estreno se haría el jueves 13, durante cuatro días, en los cines de estreno de La Habana, y el fin de semana, dos días, en las capitales de provincia. El miércoles 12 conocimos que se movilizaría a la militancia del partido a las funciones en los cines para evitar que la contrarrevolución pudiera hacer uso de la película para sus fines.

Los que integrábamos el grupo de los dieciocho llevábamos poco menos de un mes realizando cartas y gestiones para que se reconsiderase el acuerdo del 13 de mayo, y para que Alicia… tuviese un estreno normal, que el público la pudiese juzgar artística e ideológicamente como obra, sin atmósfera política previa organizada en su contra. Todo avanzó en dirección contraria a nuestro criterio. Fue así que decidimos dirigirnos por escrito directamente a Fidel.

La carta, poco más de una cuartilla, se concentró en nuestro total desacuerdo con lo que estaba sucediendo en torno a la exhibición de la película. Se redactó el 13 de junio, se entregó en el Consejo de Estado el 14. El 15 recibimos, vía telefonema, su respuesta. Nos hizo saber que, concluida la situación que se estaba desarrollando, nombraría una comisión encargada de atender nuestros criterios y reclamos, así como todo lo relacionado con la existencia de la película.

Por esos días nos empezaron a llegar rumores de que Alfredo Guevara regresaba a La Habana (era embajador de Cuba en la UNESCO, en París, desde 1982) llamado por Fidel. A la exhibición de la película se añadió una cadena de fuertes críticas contra ella, publicadas en los periódicos y revistas de circulación nacional. Los títulos de algunas dan una idea de su colocación y tono: «El espíritu del rebaño», «Alicia, un festín para los rajados», «Esas “maravillas” niegan a nuestro pueblo», «Alicia y su puñal», «Alicia en su pantano». Intentamos responder a todas con un texto de una cuartilla, pero nunca se publicó. Se nos argumentó que los críticos tenían el derecho a juzgar la película como esta lo había hecho con la Revolución. El Consejo Nacional de la UNEAC, en reunión celebrada en los días del estreno de la película, se pronunció manifestando su preocupación por los procedimientos seguidos contra ella.

Alfredo Guevara llegó a La Habana a finales de la tercera o inicio de la cuarta semana de junio. Por esos días se nos hizo saber que la comisión designada por Fidel la presidiría Carlos Rafael Rodríguez y la integraban Carlos Aldana y Alfredo Guevara; más adelante se nos informaría cuándo y cómo comenzaría su trabajo. Alfredo tuvo un primer contacto, dos días después de su llegada, con nosotros, el grupo de los dieciocho, en el ICAIC. Nos manifestó su voluntad de hacer lo imposible por contribuir a la creación de una atmósfera constructiva ante el difícil clima de polarización que había encontrado a su llegada. Un primer paso, para mí muy emotivo, fue plantearle allí mismo a Titón (Tomás Gutiérrez Alea) la necesidad de dejar a un lado las diferencias existentes entre ambos, lo cual era imprescindible para el éxito de los retos que todos teníamos por delante. Titón estuvo a la misma altura que Alfredo al aceptar la propuesta de subordinar las discrepancias a la necesidad de defender, en primer lugar, el proyecto cultural que significaba el ICAIC en la vida de la Revolución. El sentido de pertenencia marcó la unidad, sin negar la diversidad, ante la situación existente.

La comisión tuvo su primera reunión con el grupo de los dieciocho, en representación del personal artístico del ICAIC, en agosto. Todas las reuniones se celebraron en una sala del Consejo de Estado y quedó constancia grabada. No logro precisar cuántas fueron, creo que cuatro o cinco; todavía en diciembre intercambiamos temas en debate, en los días que se celebraba el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Ahí tuvo una proyección especial Alicia en el pueblo de Maravillas, con conferencia de prensa internacional. En la presentación hablaron Alfredo y Daniel. Fue también un momento muy emotivo.

Los temas conversados y discutidos con la comisión fueron extensos, intensos, amplios, diversos. Se repasó lo sucedido y sus antecedentes. Hubo diálogo de verdad, porque lo predominante fue la sinceridad y el respeto en las discrepancias o no coincidencias. Intentamos sacar experiencias, entre todos, de los porqués de todo aquello y las lecciones que se debían extraer. En mi opinión, no tocamos el fondo para sentar bases que impidieran en el futuro variantes de lo sucedido; en aquellas circunstancias no era posible llegar tan lejos. Se resolvió lo inmediato al máximo posible, solo lo inmediato. La comisión, creada por el acuerdo del 13 de mayo, comenzó a dejar de trabajar de forma progresiva y finalmente se disolvió. El ICAIC prosiguió su existencia, la «tendencia» fue respetada por unos, tolerada por otros, hasta cierto punto. Daniel Díaz Torres, revolucionario hasta el último día de su vida (septiembre, 2013), continuó su vida de creador, por supuesto, con el recuerdo de lo sucedido, pero la satanización a que fue sometida la película ha impedido rehabilitarla. Tal vez, para no evocar aquella experiencia lamentable, es que todavía hoy, treinta años después, no se exhibe en nuestra televisión. No es buena señal.

No está de más recordar, para ir concluyendo, que ese último semestre del 91 fue también el último del poder soviético. Su desaparición dejaba a la Revolución cubana en una situación extremadamente difícil, al mismo tiempo que quedaba un sinnúmero de recuerdos y experiencias, hermosas, no hermosas y tristes. Lecciones a extraer de aquella catástrofe geopolítica del siglo XX, imposible de imaginar por nosotros, pocos años atrás, lo cual nos debe servir como síntoma y advertencia.

Vivimos en Cuba, la geografía marca nuestro destino como país que quiere ser libre e independiente en la construcción de su futuro, pero David tiene a Goliat de vecino. Una cultura integral, entendida en la concepción martiana de la vida, es esencial para dirigir, para crear y para resistir las agresiones y el desgaste interno de esta lucha de nunca acabar. Hay que aprender a vivir en la diversidad «con la guardia en alto». Bien difícil, pero imprescindible.

Cierro haciéndoles saber que, a los 28 días de enero de 1993, año 35 de la Revolución, el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros acordó dejar sin efecto el acuerdo 2552, adoptado con fecha 13 de mayo de 1991, mediante el cual se creó aquella comisión. Esto le fue informado al ICAIC y a los que integramos el grupo de los dieciocho.

La vida sigue.

Tomado de «Guerra culta. Reflexiones y desafíos, 60 años después de “Palabras a los intelectuales”».

 

Lea: «Palabras a los intelectuales» en la cultura cubana

        Entornos de Palabras a los intelectuales


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