Si hablar de Fayad Jamís se trata…


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Fayad Jamís no fue un pintor sólo pintor más, de esos que han armado, con el correr del tiempo, uno de los mosaicos de creación visual más ricos en su diversidad, arraigo al contexto y signos imaginativos de Nuestra América. Fayad fue gestor de un “universo” íntimo, tuvo  personalidad abierta en varios conductos de entrega espiritual, se manifestó como enamorado del arte, y contó con extensa e intensa cultura multi-temática. Nunca dejó de ser consecuente respecto de los caminos a veces enrevesados y siempre duros de la justicia y equidad social. Tenía igualmente una personalidad transparente.

Lo cierto es que decir Fayad Jamís es referirnos de una vez a poesía, pintura, dibujo, diseño gráfico, edición cuidadosa, ilustración moderna para publicaciones, conversación reveladora, responsabilidad cívica, pedagogía compartida y servicio diplomático amplificador de las razones de Cuba.

Desde mis 13 o 14 años de edad había leído en Manzanillo algunas de sus poesías y visto láminas con sus pinturas del período abstracto, tanto en libros como en revistas cubanas especializadas y de asuntos generales. Cuando arribé a estudiar pintura en la Escuela Nacional de Artes Plásticas –radicada entonces en un elegante “bohío” de ricos (en la calle 23 del Reparto Cubanacán)- no podía siquiera imaginar que pocos días después, al ir a la oficina del centro para que autorizaran una lista de materiales necesarios a la clase de dibujo, casi chocaría al entrar con aquel individuo de porte elegante y trato delicado que de inmediato supe que no era otro que Fayad Jamís. Lo primero que noté fue que el tono refinado de  su escritura y el timbre de su poesía, e igualmente la fuerza de sus abiertas manchas en pintura, concordaban a plenitud con el garbo de su fisonomía.

Por una de esas razones no explicadas bien por psicólogos y para-sicólogos, advertí de súbito -al conocer a Jamís- que entre el respetado profesor de expresión pictórica y el simple alumno que era yo, ocurriría una fructífera identificación. Eso mismo fue: en algunos sábados yo visitaba su casa (entonces en el nuevo Vedado)y allí no sólo almorzaba o merendaba, sino que “El Moro”-como también le apodaban- me mostraba libros de sumo interés, viñetas ajenas y propias, dibujos y pinturas de su evolución en el oficio, y hasta me leía sus poemas recién elaborados. Y digo elaborados, porque Fayad armaba el texto poético con pasión y cuidado de orfebre o relojero, para que cada palabra, verso e imagen, tuviera peso, resonancia, musicalidad y efectividad connotativa en los lectores. Desde lo que lo vi en su hogar rodeado de cuanto había hecho, advertí que la suya era una posición estética de búsquedas en la literatura y la plástica, que pudieran trasmitir creadoramente esa noción de que “el hombre es él y su circunstancia”, establecida por Ortega y Gasset.

Más de una vez Fayad y yo salímos de las aperturas de exposiciones a degustar un batido o café y hablar de lo satánico y lo divino, de las luces y las sombras, de estética y libre pedagogía de lo artístico, o sobre temas de política. Era él uno de esos excepcionales artistas con información múltiple y capacidad de juicio equilibrado, aunque no le faltara el verbo cortante para “retratar” a desagradecidos, apóstatas, mercaderes de las realizaciones del espíritu y enemigos poderosos de una transformación social que coincidía con su eticidad y sentido de lo necesario. Fue precisamente Jamís quien, siendo todavía yo alumno de la Escuela Nacional de Arte, me llevó por primera vez a la UNEAC para presentarme a escritores y pintores que allí laboraban; y fue así como conocí a Luis Marré -que de inmediato me convirtió en colaborador de La Gaceta de Cuba- e igual a Pedro de Oráa, cuyas cenizas mortuorias depositamos el día de su cumpleaños en el exterior de la Basílica de San Francisco de Asís.

Una de las cualidades evidentes de Fayad era su naturalidad. No hacía pose alguna de su saber. De ahí la fácil comunicación que establecía con alumnos y otros jóvenes del sector, como fue su cercanía con el audaz equipo que gestó y mantuvo la primera etapa del magazine El Caimán Barbudo. Siempre me decía lo que ha sido también ingrediente de mi credo profesional: el conocimiento de cuanto nos antecede, no es más que un recurso para saber cómo expresarnos en nuestro tiempo, y para mantener un intercambio enriquecedor con los jóvenes. Quizás por ello, él que había escrito hermosas crónicas sobre ciertos escritores y artistas, aseguraba que no era crítico profesional. Siempre me maravilló su sinceridad y puntería en el juicio, que unía observación zahorí de la realidad con referentes de vasta cultura. Era tan orgánicamente autóctono en su manera de pensar, que me hablaba de su Guayos (poblado cubano de la infancia) con la misma admiración rememorativa con que describía sus experiencias parisinas, acumuladas como caudal sintáctico adquirido desde que fue llevado a exponer a la capital francesa, junto al escultor Agustín Cárdenas. Aquella exposición fue posible mediante conexión establecida, a través de Wifredo Lam y su amigo poeta Baragaño, con la especialista de una galería especializada en la invención surrealista,  denominada L’Etoile Scelle.

Durante la década del 50 necesitó asumir la abstracción gestual y cromática como canal de emociones articulado a la poesía escrita, integrándose así con jóvenes cultores de plástica no-representativa que erróneamente fueron considerados como “Grupo de Los Once”; cuando en verdad fue un abierto proyecto colectivo de exposiciones que restó y sumo nombres en el curso de sus muestras. Puesto que Fayad nunca tuvo la estrecha visión de convertirse en un “pintor abstracto”-como sí ocurrió con otros que permanecieron por siempre en operatorias no figurativas de pintura o escultura-, solía ejercitarse a la vez con pequeñas visiones oníricas, figuras casi caligráficas y formas en las cuales era evidente el sustrato metafórico. Nunca se sintió atado por el tipo de Abstracción que en esa etapa practicó, no obstante haber aparecido entre los once primeros artífices de aquella acción renovadora, revelada por Mario Carreño en breve nota de su sección Noticias de Arte, en la revista Carteles. Tampoco debemos ignorar el hecho de que aquel tránsito de lo figurativo-moderno a lo no-figurativo, respondió en parte a solicitudes de la denominada “integración de las artes”, desarrollada entonces por construcciones arquitectónicas que surgían en La Rampa y en otras zonas del Vedado, con predominio de los códigos abstractos en la decoración.

Fayad Jamis Tierra

Fayad Jamis "Tierra"

Quizás sea por incoherente y superficial sustentación historiográfica, que se proyecta en lo exhibido en determinados periodos de las Salas Cubanas de nuestro Museo de Bellas Artes (donde se fragmentan, dispersan y eliminan momentos creativos de un artista; y hasta se excluyen lenguajes legítimos de otros que no responden a los esquemas curatoriales petrificados), que se haya caracterizado a Fayad Jamís, generalmente, dentro de la Abstracción Lirica. En varias ocasiones “El Moro” y yo coincidíamos acerca de lo inexacto en la permanencia, como premisas museológicas, de tres supuestos errados de esa Institución patrimonial: partir de una visión positivista de sucesiones sustitutivas, establecer como paradigma de rango museable la producción de artistas en formación o emergentes, y comprimir la evolución progresiva de ciertos creadores sólo a una representación autoral dentro de alguna década o  de un movimiento generacional.

Podría suponerse que la coincidencia nominal de haber nacido en el municipio Ojocaliente (en el Estado mexicano de Zacatecas), proveyera a Fayad de órgano de visión bien dispuesto para adquirir lo que Lezama Lima designaba como “cultura del ojo”. Esa amplitud de miras estéticas lo salvaría del confinamiento eterno dentro de una línea estilística específica. Jamís sabía encontrar en el arte pictórico y la gráfica de otros lo indispensable para operar en la construcción de imágenes, valiéndose de un método que sumaba inducciones de la “escritura automática”, la libertad de brochazos y trazado de pincel o creyón, el orden lógico de un diseñador, además de esa fantasía que fusiona signos figurales, sugerencias geométricas, glifos publicitarios y señales fugaces del paisaje visual urbano. Todo ello explica que recurriera a la suma de lo verosímil histórico y códigos imaginativos híbridos cuando, desde el segundo lustro de los 60s, ejerciera su derecho a manejar en artes visuales los íconos y signos popularizados de una épica revolucionaria que sintió de manera visceral: desde las estrellas y flechas, hasta las inscripciones combinadas con efigies del Che Guevara, en gamas de grises, rojo y negro predominantes. En él nunca hubo contradicción empobrecedora entre el hombre de los imaginarios y el hombre politizado. Ni temía que se le colocara en alguna lista –como hicieron oportunistas y desafectos políticos- que anatematizaban de “realistas socialistas” criollos a cuantos artistas experimentaran el placer expresivo de comunicar, en sus obras, el efecto de lo circunstancial y social sobre la subjetividad.

Delante de uno de los murales certeros de José Clemente Orozco - cuando tuve que pasar por México en camino a New York (donde me tocó acompañar a las tres primeras exposiciones de arte cubano que se mostraron en la Sings Gallery de esa urbe, al liberarse lo artístico del embargo)- mi amigo Fayad me colocó el brazo sobre los hombros y me dijo:”también de epopeyas captadas por la percepción artística sincera surgen simbologías que se anticipan al futuro”. Para él el arte era, asimismo, intuición y anticipación peculiares. Recuerdo que esa idea suya la anoté esa misma noche en su residencia de Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en México.

Años después, finalizada ya su misión diplomática en la tierra americana donde había salido a la vida, me propuso que lo ayudara a definir un grupo de nombres de artistas cubanos -de todas las generaciones- que además de quiénes éramos sus amigos, pudieran trabajar en propuesta calcográfica de tipo serial que iniciaría con un tórculo que trajo de México. Con anterioridad yo le había ayudado a “curar” la singularísima exposición de sobres recibidos en distintas ocasiones, que recreaba en tejidos cuajados de ideografías, para lo que también escribí el texto sustentante. Lo último que realizaríamos –según ocurrencia suya- era un libro escrito entre los dos, con fotografías en una página y comentarios al lado, sobre numerosas esculturas cubanas, combinando la interpretación poética con la semiótica. Pero sólo pudimos trabajar en una relación de obras y en listado de posibles fotógrafos que invitaríamos a participar en la referida “aventura” editorial de arte. No mucho después, durante dialogo ameno en su amplio apartamento del edificio vedadiense de 0 y 27, me trasmitió por sus ojos reveladores el temor que la dolencia corporal desataba en sus perspectivas de aportador incansable al tesoro real de nuestra cultura.

La Habana. Octubre 27 del 2020.

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