Virgilio Piñera: La irreverencia como legado


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A cuarenta años de su fallecimiento, y tras superar una época en la que mencionarlo calificaba como sacrilegio, el nombre de Virgilio Piñera está en uno de los sitios más visibles de las letras cubanas. Dramaturgo esencial, narrador insólito, poeta de mirada dura y metáforas cortantes, ensayista y polemista de particular talento… las muchas caras de este hombre nacido en Cárdenas, en 1912, van revelándose al lector como una interrogante que no se detiene.

Mediante las evocaciones de sus discípulos, su vuelta a los escenarios y a las casas editoriales, y a través de cartas, y textos hasta no hace mucho inéditos, Piñera se manifiesta ante el lector de hoy como uno de los ejemplos más notorios de lo mejor de nuestra cultura. Sobre todo, si entendemos por tal un territorio donde el debate, el cruce intenso de criterios y opiniones diversas, ayuda en términos de progresión a no conformarnos con la frase común y lo ya hecho. Siempre joven de espíritu, Virgilio Piñera impuso la provocación y la irreverencia como legado, aun a sabiendas del precio que ello podría costarle.

Aunque se le ubique entre los poetas de Orígenes, el grupo liderado por José Lezama Lima y que produjo la célebre revista homónima, Piñera ya era ahí un disidente. Alguien que discutía de manera frontal la visión de los origenistas, y que se alió al frente contrario en 1955, cuando fundó, junto a José Rodríguez Feo, la contestataria revista Ciclón. Fue una maniobra en toda la extensión de la palabra, pues era Feo, precisamente, quien aportaba dinero y colaboraciones cruciales a las páginas de Orígenes. Ciclón, con la voz de Piñera como una declaración de principios que aspiraba a anular a la publicación lezamiana, es otra imagen de este autor, que ya iba acumulando poemarios como Las furias y La isla en peso, y en 1956, gracias también a José Rodríguez Feo, vio aparecer en el prestigioso sello Losada sus Cuentos Fríos.

La visión desencantada de Piñera se alía a sus anhelos de experimentación, a su anhelo inaplacable de poner la literatura cubana al día, en sintonía con autores europeos y señales de la vanguardia a las que él mismo, a veces, se adelantó. Su pieza Falsa alarma, publicada en 1949, se adelanta a la aparición de La soprano calva, de Ionesco. Pero Virgilio vivía en el Caribe, no en París, y no estrenó su pieza en el pequeñísimo Théâtre de la Huchette. Tardarían algunos años en establecerse esas cronologías, demostrando en todo caso que el cubano, lector inteligente, podía imaginar por dónde irían los nuevos rumbos de las letras y las artes, incluso desde el calor que agobia, en este paisaje, a su Luz Marina Romaguera, protagonista de ese clásico que es Aire frío.

No pocos juzgaron mal su manera de entendernos en tanto cubanos, criticando con ferocidad las imágenes de La isla en peso. Sin embargo, su talento era imposible de ocultar, y tuvieron que incluirlo en varias antologías republicanas. En Argentina, donde residió en varias ocasiones, dialogó con Borges y el grupo de la revista Sur, y se alió al polaco Witold Gombrowicz, encabezando el comité de traducción de su novela Ferdydurke.

Flaco, desgarbado, homosexual evidente, alebrestador, siempre inconforme con lo hecho y lo aparentemente inamovible, Piñera despertaba pasiones y odios al tiempo que se empeñaba en una obra trascendente.

La Revolución también lo agitó. Se unió al primer momento de fervor, colaboró en las páginas de Lunes y Lunes de Revolución con artículos encendidos, con discusiones a fondo, tal y como había puesto a Emilio Ballagas ante el lector desde su condición sexual para entender mejor las claves de su poesía, en aquel ensayo sin precedentes que Ciclón le publicara.

A lo largo de la década del 60 editó su teatro, sus cuentos, dos novelas breves, recogió su “poesía ocasional”, y vio los estrenos de varias de sus piezas. Cuando gana en 1968 el premio Casa de las Américas con Dos viejos pánicos, añade otro título firme a su carrera como dramaturgo. Pero en la década del 70 sus esfuerzos parecen detenerse. Junto a un número considerable de artistas y creadores, cae en el “index” de la parametración. No se le publica más, no se le representa, no se le invita más a foros o eventos de importancia. Es el período en el cual se ve reducido, junto a sus fieles, a tertulias y a pequeños públicos, a falta de lectores y mayores aplausos. En Mantilla, en la casa de la familia Ibáñez, encuentra uno de esos últimos refugios.

Antón Arrufat, Abelardo Estorino, Abilio Estévez, Armando Suárez del Villar o Pepe Triana me contaron alguna vez de esas tertulias, que tampoco duraron mucho. Cuando se escurren las aguas turbias de la parametración, Virgilio tarda en ser llamado. Culminó sus días como un oscuro traductor, y solo tras su muerte, de la que se cumplen 40 años ahora, empezó una era de rehabilitación que alcanzó su esplendor, paradójicamente, en los años 90.

Es en ese período que directores como Carlos Díaz, Roberto Blanco, Raúl Martín, coreógrafas como Marianela Boán y Rosario Cárdenas, entre otros, se acercan a Piñera. Encuentran sus clásicos y sus inéditos, y los muestran al público desde una intensidad que convierte a sus palabras casi en profecías. El desacato, el desparpajo, el sentido amargo de su humor, la visión descarnada de la lucha cotidiana, la antipoesía y la necesidad de un romanticismo que iguale muerte y vida y resurrección, salen a flote con los demonios del sexo, el deseo, la carne y la inseguridad ante la promesa de una salvación; que en su caso solo es proporcionada por el arte y el anhelo de consolidar una obra. En la crudeza de los años 90, Virgilio deviene casi un vidente para algunos, y tanto en Cuba, como en el extranjero, comienzan a crecer sus ediciones, reediciones, estudios y abordajes, que confirman su preeminencia. Gracias a investigadores y críticos como Rine Leal, Roberto Pérez León, Thomas Anderson, Jesús Jambrina, José Quiroga, Víctor Fowler, David Leyva, Carlos Espinosa, Teresa Cristófani y muchos más, su nombre fue volviendo de ese semiolvido, y hoy resulta imposible devolverlo a la zona de sombra en la que sus enemigos quisieron ocultarle, y en la que él, marginal por conciencia y por circunstancias, no dejó jamás de levantarse a escribir.

Vuelve una y otra vez, no solo en las fechas exactas, como la de su centenario, que se celebró en Cuba, en Miami, en Puerto Rico y otros cardinales, con eventos dedicados a su memoria. Argos Teatro pone al día Aire frío; se recogen sus artículos y ensayos dispersos; sus poemas entregados a manos amigos en la época más dura, y sus epistolarios nos lo retratan de cuerpo entero. En todo ello, permanece su irreverencia, su diálogo actual e hiriente con nuestra realidad y nuestra hambre de metáforas y ritmos a ratos disonantes.

Mientras organizaba la multimedia para celebrar su centenario, hice entrevistas que me confirmaron que en ese Virgilio que se autotituló “lobo feroz de nuestra literatura”, había un hombre mucho más sereno, al que sus íntimos recuerdan con un aprecio que otros no imaginarán. Leerlo hoy, es entenderlo como un contemporáneo vivo, porque rechazó los falsos títulos de maestro. Visitar su tumba en Cárdenas es testimoniar lo que no se reduce a ese punto en un cementerio, cuando el nombre en la lápida aún nos lanza, como dardos, nuevas preguntas y dudas necesarias.

En las fotos, su perfil nos interroga. Libro abierto, escenario iluminado, página en blanco. Virgilio Piñera celebra otros cuarenta años más de vida.


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