¡AH!, LA VANIDAD…


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Hay personas tan seguras de sus habilidades y destrezas, que rechazan la idea de que otros alcancen su altura, o están tan convencidas de poseer los conocimientos más completos y profundos sobre un asunto, que desechan la mínima posibilidad de cuestionamientos; viven creyendo dominar a la perfección un tema e inevitablemente llega el momento de sentirse infalibles, y, por tanto, invulnerables. En la mitología griega, la hermosura de Narciso, que lo condujo a mirarse tanto en un espejo de agua que terminó arrojándose a la profundidad del estanque, tal vez sea una referencia al destino de los enfermos de vanidad. En los albores de la teología cristiana, la vanidad calificó como uno de los “vicios maestros”, en tanto el engreimiento podía acercarse a la idea de parecerse a Dios, la antesala para pensar serlo; incluso, se consideró una forma de idolatría. En la formación de los principios del pensamiento del cristianismo, el monje y asceta Evagrio Póntico (345-399 d.n.e.) fue el primero que reflexionó sobre cuáles eran los peores excesos del ser humano, posteriormente clasificados por la Iglesia como “pecados capitales” ―eran ya “pecados” por ser contrarios a la ley de Dios, y “capitales” por considerarse generadores de los demás excesos―; Evagrio identificó ocho: la vanagloria o vanidad, la gula, la avaricia, la lujuria, la ira, la tristeza, la apatía y el orgullo; los cuatro primeros relacionados con la concupiscencia o la posesión, y el resto vinculados con las carencias, privaciones o frustraciones.

El sacerdote Juan Casiano (entre 360 y 365-435 d.n.e.), uno de los ermitaños predicadores de la Iglesia cristiana, actualizó y difundió la lista, y aunque mantuvo la idea de ocho pecados, sustituyó el orgullo por otro de más alcance: la soberbia. Sin embargo, el papa romano Gregorio Magno o San Gregorio (540-604 d.n.e.), uno de los padres de la Iglesia, después de un riguroso estudio teológico, llegó a la conclusión de que los pecados capitales solo eran siete: la lujuria, la pereza, la gula, la ira, la envidia, la avaricia y la soberbia; de esta manera, introdujo la envidia ―ese pesar por el bien ajeno―, consideró que la tristeza y la apatía se incluían como formas de la pereza ―admitiendo que el tedio y la flojedad conducen al desastre―, y dentro de la soberbia insertó la vanagloria o vanidad, que se fue haciendo más invisible. Tomás de Aquino respetó estas soluciones formuladas por San Gregorio, que hoy se mantienen intactas.                

Es cierto que no pocas veces la vanidad se convierte en soberbia y con frecuencia puede ser el origen de un “pecado” o exceso que a su vez origina otro peor, convirtiéndose en la raíz de un vicio al cuadrado, presente de manera muy frecuente en los sabios que formularon la epistemología moderna porque “poseían” el conocimiento. Con frecuencia, quienes se desenvuelven en los medios artísticos y literarios cargan con esa imagen, quizás porque abundan las personalidades fuertes, dotadas para crear expresiones que puedan ser recordadas en el tiempo, no pocas veces adelantadas a sucesos históricos, sociales y políticos; al mismo tiempo, los creadores requieren suficiente seguridad para exponerse a la inevitable confrontación pública de sus obras.

Conozco casos clínicos entre los escritores, que impiden cualquier comunicación si no se habla de ellos, de la fama o el éxito de sus libros; una manera de mantenerlos en equilibrio sin que se desborde su “Yo” a cada momento, es demostrarles un conocimiento profundo acerca de su obra, y, con mucho tacto, citarles, al descuido, a algún clásico que mucho antes “coincidiera” con ellos: o caen en el mutismo o inician una conversación sobre el cambio climático. Otros, con patología en fase terminal, reaccionan resaltando su labor por encima de los clásicos, descalificando cualquier título que no tenga su firma; aunque parezca increíble, estos especímenes existen, aunque lo disimulen en algunas apariciones públicas y se muestren más humildes que Cristo cuando lavó los pies a sus discípulos. Sé de pintores vanidosos que se amargan en silencio con el éxito de la exposición de un colega, y de intérpretes que se ponen verdes ante la ejecución impecable de otro instrumentista; en ambos casos, consideran que ellos lo podrían haber hecho mejor, y su vanidad los coloca a escasos milímetros de la envidia. Claro que todos tenemos una dosis de vanidad, la necesaria cuando perdemos a las abuelas, pero deberá ser la exacta, sin el exceso que conduce a la sobreabundancia.

Existe la creencia de que en el universo de las ciencias ―incluidas las sociales― y de la técnica, estas tensiones no existen porque la labor es menos individual y más colectiva: falso. En cualquier trabajo científico o técnico se puede reconocer al líder o “cabeza” más importante, y en la superficie de este complejo mundo se observan aguas aparentemente tranquilas, mientras en lo profundo se suceden violentos torbellinos de fuerza arrasadora; los vanidosos del sector, por lo general no tan apasionados y con colosales dotes para fingir, mantienen un sereno comportamiento verbal, pero pueden retener en memoria por años ese sentimiento de frustración hasta que lleguen una oportunidad de trabajo, una decisión esencial en torno a un proyecto, una salida al exterior, beca o misión que representa un reconocimiento...: emerge entonces la vanidad desde las profundidades oceánicas y se convierte en la furia de Neptuno con todos sus caballos marinos, para provocar una sorprendente avalancha de criterios “en contra” de algo, que en realidad es en contra de alguien. Entre académicos, por lo general, la competitividad es notable y hasta visible, y la puja por demostrar originalidad en tesis, exposiciones, conferencias “magistrales” y publicaciones, puede adquirir la persistencia de una obsesión, y a veces, hasta de una alucinación.

Los premios, que antes servían para impulsar la promoción de una disciplina, tema o género, o para jerarquizar nombres frente a la avalancha de listas que trajo la modernidad, hoy se han convertido, para las personas muy necesitadas de reconocimiento, en una constante persecución de la Fortuna, esa diosa que anda con una rueda para contar con el azar, porque lo aleatorio es condición inseparable de su cornucopia, no obstante haya requisitos para construir la “suerte” junto a lo fortuito de la “buena suerte”. El desvelo por alcanzar un premio o un reconocimiento, a veces lleva a ciertos sujetos a cometer actos opuestos a la ética más elemental; en no pocos, alcanzarlos resulta peor, pues entonces quieren más. Quizás por ello debamos revisar el sistema de premios establecidos y preguntarnos para qué realmente ellos están sirviendo y hasta dónde pueden ser útiles. Todos conocemos mediocres con grados científicos y premios, escapados de la vigilancia de otorgadores, o tolerados por la mirada de jurados, no sé si por compasión o por el temor a una peligrosa reacción.

No hay que ser escritor, artista, científico o “cientista”, filósofo, técnico o especialista en alguna rama del conocimiento para contaminarse con la patología de la inmodestia. En la vida cotidiana surgen luchadores sociales y políticos que mantienen una humildad que luego abandonan cuando obtienen cargos, grados o puestos de importancia en las esferas políticas, militares o gubernamentales. Al comprobar que sus decisiones favorecen o afectan a las personas, comienzan a sentir que se van pareciendo a Dios, aunque sea a un dios pequeño; ello es una invitación a creerse omniscientes y omnipotentes, y  entonces dejan de consultar y asesorarse. Sin darse cuenta, el virus los va minando, y cuando frente a ellos un auditorio hace silencio, no se percatan de que el interés está más dirigido a saber la opinión de quienes los mandan, que las suyas propias. Con alguna participación en la Historia, se creen sus dueños, y aunque generalmente no se les enmarca dentro de la conducta vanidosa, cuando se hace evidente su interés por el engrandecimiento individual, quedan en evidencia.                                       

Hay algunos ejemplos notables de cómo esa vanidad termina tergiversando las historias. Un tiempo después de creado el ICAIC, se repitió muchas veces que antes de la Revolución no había cine en Cuba; la frase rotunda se estableció hasta que estudiosos, cineastas y cinéfilos, documentaron obras producidas en la Isla casi desde los propios inicios del cine, de variados géneros y con un cierto nivel artístico, más allá de lo puramente comercial. Quizás era la manera simplificada de dejar constancia de la grandeza que significó la creación de un cine nacional e independiente de los cánones hollywoodenses, y sobre todo, la proeza de crear un público que apreciaba los nuevos derroteros del cine nacional, una transformación del receptor que ha sido menos destacada dentro de la labor del ICAIC. El “descubrimiento” de un cine cubano prerrevolucionario puso en duda algunas “contundentes” afirmaciones fruto no solo de la pasión, sino también de la necesidad de protagonismo de algunos “factores” y protagonistas enrolados en el proceso del nacimiento y desarrollo del ICAIC.

De igual manera, he escuchado recientemente negar la existencia de libros y editoriales antes de la Revolución, quizás con parecidos fines. No hay por qué hacerlo para destacar el impresionante vuelco que representó para el pueblo cubano la Campaña de Alfabetización, y la satisfacción de sus necesidades de lectura con la creación de la Imprenta Nacional de Cuba, la Editora Nacional y posteriormente el Instituto del Libro, con antecedentes y procesos aún poco investigados, y que exigen una ponderación en la que no cabe el “después de mí, el Diluvio”. Es preocupante que se niegue la existencia de una cultura literaria expresada en publicaciones del período republicano, porque ahí están la monumental producción de Don Fernando Ortiz, las ediciones de Orígenes y la labor editorial de Raúl Roa al frente de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, por citar solo tres ejemplos. En última instancia, sabemos bien que el creador del ICAIC y del Instituto del Libro fue Fidel, quien, por la dimensión política de su liderazgo, era muy consciente de que esas construcciones se erguirían como bases esenciales para la creación de la cultura revolucionaria, eje fundamental que garantizaba la permanencia de acciones más allá de aquellos años que estremecieron al mundo.

Fidel estaba siempre en el pueblo, y muchos, con mayor o menor cercanía, privacidad o frecuencia, compartieron criterios sobre estos y otros temas con él. Es responsabilidad de cada cual no extraer frases fuera de contexto para manipular informaciones, exhibir méritos individuales o sobredimensionar protagonismos personales. Esa moda de ponerse bajo el destello de un gigante parece también un acto mezquino y una forma de vanidad, consciente o enmascarada, que tarde o temprano queda al descubierto. La gente sencilla con sentido común, más abundante de lo que se cree o que algunos desconocen, la sabe detectar con agudeza, y la rechaza. Sería bueno volver de vez en cuando al Eclesiastés, que nos recuerda una y otra vez: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.


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