Aurelia Castillo de González: amor, literatura y compromiso


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Para Aurelia Castillo de González (Camagüey, 27 de enero de 1842-6 de agosto de 1920), escribir fue pasión y deber; tanto así, que ha sido considerada la escritora y periodista más destacada de su época en Cuba. Comenzó a estudiar en el hogar materno, pues la familia no tenía posibilidades para el ingreso a colegios; y desde los nueve años demostró sus primeras inclinaciones hacia la escritura y la gramática, promovidas por su maestro, Don Fernando Betancourt, quien por sus tendencias políticas en contra del gobierno español fue conminado al exilio hacia 1851; de ese momento en adelante, fueron sus propios esfuerzos y los de sus padres los que propiciaron su aprendizaje. Llegó a ser considerada una mujer de sólida cultura, y su obra –tanto en prosa como en verso– demuestra escrupuloso cuidado en lo formal y en el dominio del idioma, lo cual armoniza sabiamente con un estilo diáfano.

Hija de su tiempo, la obra de Aurelia Castillo tiene un enlace contextual con las principales líneas de pensamiento, en especial la defensa de los derechos de la mujer y el patriotismo, ambos defendidos con su propia experiencia vital basada en un meritorio código de valores: el estudio, el esfuerzo, la libertad, el decoro, el hogar, la fraternidad humana, el progreso, la Patria.

Tuvo la dicha de un amor inmenso: Francisco González del Hoyo, Coronel del Ejército Español y afecto a la causa cubana, hasta el punto de tener que abandonar la isla en 1875, debido a las protestas por el fusilamiento del Coronel Antonio L. Luaces y un  soldado[1], apresados mientras se encontraban bajo las órdenes del General de Brigada Henry Reeve, El Inglesito. Fue Francisco su amante, confidente y mayor apoyo; al enviudar, en 1895, escribió para él hermosos versos ajenos en estilo al resto de su producción literaria, que incluyen a la poetisa en una corriente romántica de sutil erotismo y subjetividad en la que, sin embargo, no obvia destacar la voluntad de la mujer para expresar sus sentimientos y encontrar su justo lugar en la pareja:  “Bañábannos a un tiempo los cuerpos y las almas,/  la brisa que era suave como un rozar de plumas,/ la luz, que era soberbia cual luz de paraíso,/ la dicha, que era clara como un cielo sin brumas./ Sin ser nuestro retiro agreste por completo, / de sepulcral silencio ni soledades vastas,/ libertad nos brindaba, ante el inmenso espacio, /para coloquios tiernos, para expansiones castas. / Y, de pronto, te dije con juvenil locura, /estrechando en mi mano tu mano grande y fuerte, /como de hombre a hombre, cual de Orestes a Pílades: /"¡Compañeros y amigos hasta la misma muerte!"”[2]

Esa actitud a favor de la mujer, que en el poema se hace desde lo íntimo, también se explicita en el ámbito social, por ejemplo, en un artículo de El Fígaro[3] de ese mismo año 1895, quizás por ¿coincidencia? un 24 de febrero: “Una gran revolución opérase entre otras varias en nuestros días, la mujer reivindica sus derechos. Ella ha sido la última sierva del mundo civilizado. Aun algo peor: ella ha sido hasta ahora la soberana irrisoria de una sociedad galante y brutal al mismo tiempo”. Por eso defendió toda su vida que el problema no era precisamente acceder o no a los estudios universitarios y a una cultura general, sino el escaso o nulo reconocimiento de sus saberes y derechos, el enclaustro en los prejuicios de las “obligaciones femeninas” enraizadas en la sociedad.

Viajó mundo debido al exilio de su esposo: España, Suiza, Italia, Estados Unidos, México; y fue expulsada de Cuba ella misma, por orden de Valeriano Weyler, a causa del pésame enviado a Alfredo Zayas ante la muerte de su hermano, el joven General Juan Bruno Zayas, en el campo insurrecto. De esas experiencias se acumulan en su obra libros de viajes, crítica literaria, poemarios, cartas; publicó Adiós de Víctor Hugo a la Francia de 1852 (1885), realizó la traducción de la tragedia La hija de Iorio, de Gabriel D´Annunzio (1904) y se dio a conocer en varias publicaciones periódicas españolas: Cádiz, Crónica Meridional, El Eco de Asturias...

Escribió también leyendas y fábulas, estas últimas consideradas entre las mejores en castellano.

Por Cuba, hizo cuanto pudo desde su trinchera. La poesía enmarca su patriotismo; un ejemplo lo es el soneto ¡Victoriosa!: “¡La bandera en el Morro! ¿No es un sueño?/  ¡La bandera en Palacio! ¿No es delirio?/ ¿Cesó del corazón el cruel martirio?/ ¿Realizóse por fin el arduo empeño?// ¡Muestra tu rostro juvenil, risueño,/ Enciende, ¡oh Cuba! de tu Pascua el cirio,/ Que surge tu bandera como un lirio,/ Único en los colores y el diseño!// Sus anchos pliegues el espacio libran/ Los mástiles que altivos se levantan,/ Los niños la conocen la adoran.// ¡Y al solo verla nuestros cuerpos vibran!/ ¡Y solo al verla nuestros labios cantan!/ ¡Y solo al verla nuestros ojos lloran!

Destacó la vida y obra de sus coterráneos: en 1877 obtuvo un accésit de la Sociedad Colla de Sant Mus por un estudio realizado sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, como parte de su propósito de dar a conocer la poesía cubana escrita por mujeres y abrirles espacios en el mundo editorial de entonces, esfuerzo que vio la luz en 1887 en La Habana, con el volumen Biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda y juicio crítico de sus obras; muchos años después,  con más de setenta años, Aurelia fue presidenta de la comisión encargada de celebrar en Cuba el centenario de la destacada poetisa camagüeyana. Hacia 1912, hizo público Ignacio Agramonte en la vida privada; y es de señalar, a propósito, su colaboración para erigir la estatua de El Mayor en su tierra. Tuvo a su cargo, además, la edición de los versos de José Martí en sus primeras Obras Completas.

Fue conocida en las páginas habaneras de la Revista Cubana, El Fígaro, La Habana Elegante y El País, Social, Bohemia y Cuba Contemporánea, entre otras; en su natal Camagüey, en La Luz, La Familia, El Camagüey, El Pueblo y El Progreso; participó en las Conversaciones Literarias auspiciadas por José María de Céspedes durante su corta estancia en Guanabacoa.

Fundó varias instituciones: el asilo Huérfanas de la Patria, una vez terminada la guerra; la Sociedad de Labores Cubanas, en la cual fue miembro de la Directiva; y en  1910, cuando se creó la Academia Nacional de Artes y Letras en La Habana, estuvo entre las cinco mujeres que integraron sus filas, ella como Vicedirectora de la sección de Literatura.[4]

Sobre ella escribieron los grandes.

Para Julián del Casal, fue una estatua de jaspe rosado, coronada de nieve. Los ojos verdes, de un verde marino, lanzan miradas severas, atenuadas por cierta dulzura femenina y cierta melancolía secreta (…) Hay en el conjunto de su figura la majestad de una patricia romana y la gracia de una duquesa del siglo diez y ocho. Esto en lo físico; cuanto a lo moral, lo más próximo a la perfección, predominando en ella tres grandes amores: a su patria, a su hogar y a la poesía. Y ante esta gloriosa trinidad ofician sus dos cualidades distintivas: la bondad y la sinceridad.

Manuel Montoro afirma que “ocupa honroso puesto entre nuestros mejores poetas y prosistas, uniendo en su persona todas las perfecciones externas, naturales y adquiridas, que pueden realizar el ser íntimo de la mujer y su acción sobre la sociedad”.

Manuel Sanguily le confiesa: “Los que como usted tienen, cual vívidas estrellas, pensamientos generosos que titilan sobre la frente reflexiva y saben —además— revestirlos con los encantos de la música del verso, hacen siempre bien en pulsar la lira”.

Y Emilio Roig de Leuchsenring la detalla:

Siempre he visto en Aurelia Castillo el prototipo y el modelo, más acabado y perfecto, de la ancianidad femenina, venerable, digna y en el pleno goce de todas sus facultades intelectuales. Si los años quitan, como es cierto, a la mujer todos sus atractivos físicos y la convierten en una ruina de lo que fue asombrosa y cautivadora obra de arte, en ella se ha realizado el fenómeno prodigioso de que al ir borrando el tiempo sus bellezas juveniles, la iba adornando con otros dones y con otras galas.[5]

Sin embargo, su amplia obra, extensa en géneros y temas, es poco conocida. Está reunida en 6 volúmenes y solo 60 ejemplares editados por la habanera Imprenta El Siglo XX, entre 1913 y 1918 bajo el título Escritos de Aurelia Castillo de González y algunos de Francisco González del Hoyo, con un Apéndice en el que aparecen cartas de Rafael Montoro, Manuel de la Cruz, Manuel Sanguily, Dulce María Borrero y Max Henríquez Ureña. Más allá de en esos y otros muy pocos libros, periódicos y revistas -que han de rastrearse en los anaqueles de documentos raros y valiosos en alguna biblioteca-, algo de su obra solo ha sido reproducida en artículos de crítica literaria y escasas compilaciones, como Prosas, de Julián del Casal (1964) o Antología de la poesía cubana, de Max Henríquez Ureña (1965).

Reto y justicia reconocer su impronta en fecha como esta, a cien años de su fallecimiento.

Notas:

[1] La bibliografía señala indistintamente los nombres de Miguel Acosta y Manuel Carmenates para referirse al soldado apresado y fusilado junto al Coronel Antonio Luaces.

[2] Castillo de González, A. (1938) “Expulsada” en  Poesías de antaño, compilación, Ediciones de Antón Itzalbe, La Habana.

[3]  El Fígaro fue una de las revistas cubanas más representativas del siglo XIX y principios del siglo XX. Sus textos e ilustraciones son ejemplo de definición y fortalecimiento de la nacionalidad cubana.

[4] Las mujeres iniciadoras de la Academia Nacional de Artes y Letras fueron las escritoras cubanas Nieves Xenes, Dulce María Borrero y Aurelia Castillo, la pintora dominicana Adriana Billini Gautreau y la poetisa puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió.

[5] Las citas están recogidas en Padilla González, F. “Aurelia Castillo de González, lira de la Libertad”. Revista Opus Habana, Oficina del Historiador de La Habana. Publicación online.


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