Como agua (premiada) para Chocolate / Por Nelson Herrera Ysla


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A fines del año 2017 se le entregó el Premio Nacional de Artes Plásticas a Eduardo Roca Salazar, artista conocido ampliamente en el campo cultural cubano desde sus inicios en los años 70, y que lo llevó a formar parte de aquella generación “de la esperanza cierta” (en la que participaban Nelson Domínguez, Pedro Pablo Oliva, Roberto Fabelo, Zaida del Río, Ernesto García Peña, Gilberto Frómeta, entre otros) tal y como la calificara un destacado intelectual en la Isla.

Más de 40 años de intenso trabajo le han permitido realizar una obra bidimensional diversa aunque, esencialmente, es en el grabado donde alcanza mayores logros y reconocimientos, y su legitimidad dentro y fuera de Cuba. Si a través de la obra realizada pudiéramos descifrar, incluso descubrir, al artista que la produce, en el caso de Eduardo Roca Salazar  (Choco o Chocolate, como se le conoce bien en los territorios del arte contemporáneo cubano) no resulta fácil. A la sencillez y claridad de muchas de ellas (especialmente en dibujo) se yuxtaponen otras más complejas y espesas, como el caso de las colagrafías, las cuales ha desarrollado y enriquecido en los últimos años de manera vigorosa debido a la gran variedad de materiales y soportes que emplea en ellas, y a la diversidad de colores, líneas y formas que disfruta en su proceso de creación y donde, creo, parece sentirse a plenitud.

Entre dualidades, por momentos ocultas, y ambivalencias sutiles en significados transitan esas obras, y se observa en ellas una expresión delicada de ascendencia figurativa en la que rostros y manos llevan la voz cantante. Sin embargo, en sus recientes esculturas y objetos, incluso sus instalaciones, acude a universos diferentes pues apunta más a crear atmósferas de color y texturas de gran densidad matérica por encima de cualquier otra intención.

En sus inicios, allá por los años 70 y 80, abrazó el género del retrato donde ubicaba a cada personaje sobre fondos de naturaleza cubana (cañas, hojas de árboles) y se esmeró más adelante en sublimar la imagen de la mujer negra con peinados y perfiles simbólicos propios de las diferentes etnias de Angola, país en el que trabajó y vivió por varios meses. Otros viajes al África y a países occidentales europeos, y del Lejano Oriente le acercaron en profundidad al apasionante universo de las religiones populares en otros contextos mientras que estudios e investigaciones en Cuba le sirvieron para familiarizarse con ritos y costumbres tradicionales que subyacen en lo profundo de nuestra cultura. Gracias a esas disímiles experiencias y encuentros aquí y allá su obra experimentó transformaciones en su forma y contenidos.

Asentado en su estudio en la calle Sol, Habana Vieja, desde la década de los 90, que ejerce las funciones también de taller y galería, él mismo se sorprende día a día con la riqueza de lenguajes y estilos de vida que le rodea en ese intenso micromundo urbano. Su espíritu se inquieta y alebresta mientras trabaja allí desde entonces, y deja que penetre en él la riqueza de sus ancestros llegados a esta isla siglos atrás: de ahí su acercamiento a deidades tales como Elegguá, Ochún, la Virgen de la Caridad del Cobre, la Virgen de Regla, Changó, que expresa mediante una síntesis pictórica y una austera figuración. A pesar de tanta sencillez formal por momentos, no permitió que la abstracción lírica, depurada y no geométrica, se convirtiera en el centro de su obra. Lo que resultó fue una integración de superficies y manchas inéditas en nuestra visualidad, contrapuestas al realismo que casi siempre acompaña la representación de aquellas imágenes religiosas. La llama de una vela, por ejemplo, un ojo inquietante, una cazuela, se convirtió de pronto en impactante signo de su grabado y pintura para producir, de paso, una singular mezcla de figuración-abstracción.

Por estas razones Choco no se tornó un artista abstracto pues la figuración le acompañó desde sus comienzos y parece acompañarlo siempre, como a sus compañeros de andadas y promoción quienes, en sus largas y provechosas carreras, han permanecido fieles a la misma. Parece  decirnos que nada es puro en la viña del Señor, y todo es nuevo y viejo a la vez, y todo puede mezclarse o está ya mezclado, tal vez en homenaje secreto a Nicolás Guillén. Choco replica a Guillén, sí, pero también a Bola de Nieve sin apenas darnos cuenta. Y nos recuerda por momentos las portentosas voces de Lázaro Ross, Louis Armstrong, Billie Holiday, Milton Nascimento, y los agudos de Miles Davis y Herbie Hancock, y hasta las composiciones urbanas, barriales, del Tío Tom en su dominio habanero.

Por un lado pinta, por otro graba. Y salta hacia los volúmenes para proponer una columna o un cilindro enormes, desde donde expresa lo tridimensional con mucha fuerza. Choco pertenece a esa estirpe de creadores educados en la tradición y la historia del arte cubano, y en los fundamentos de la modernidad intelectual que sentó las bases de la cultura contemporánea a lo largo del siglo XX y sin la cual hoy no nos reconoceríamos ni nos identificaríamos en medio del escenario global y postmoderno que vivimos. Su rica cultura artística y sensibilidad le permiten disfrutar un retrato del Fayum y los seres angustiados de Francis Bacon, al igual que los dibujos y bocetos de Da Vinci, el minimalismo de Carl André y los graffitis intensos de Keith Haring y Basquiat.

El cuerpo de profesores de la otrora Escuela Nacional de Arte de Cubanacán, en los años 60, le inculcó ese modo universal, ecuménico, de apreciar el mundo, de percibir gestos y acciones creadoras de cualquier gran talento en el planeta y ajeno a toda noción de moda o tendencia favorecida por el mercadodel arte.

Por eso lo vemos trabajar inclinado sobre una plancha de metal, o reciclando ropas usadas y cartones para extraer el máximo provecho a la precariedad que enfrentan él y numerosos creadores en Cuba. Lo vemos también pensando horas y horas ante el lienzo vacío, dudando del color a emplear o del trazo que definirá una figura al tiempo que enfrenta los desafueros del calor en Cuba. Descalzo en ocasiones, se desplaza hacia la cocina que tiene en su estudio para comprobar sazones y platos que prepara con frijoles, arroz, masas de puerco fritas, papas, para disfrute de él mismo y cualquiera que lo visite aún con sus dedos embarrados de óleo, acrílico y aguarrás, linaza y goma arábiga, ácidos mordientes y esponjas chorreando agua sobre la piedra gruesa.

Proyecta así, sin quererlo y de manera espontánea, una imagenfamiliar, amable, de hombre común, cercana a la de muchos artistas de las vanguardias cubanas, algunos de los cuales él llegó a conocer y hasta celebrar alrededor de una taza de café.

Las calles de La Habana Vieja, y del resto de la ciudad, lo asaltan día a día en su imaginación con su espíritu y su letra al igual que sus amigos, los cubanos en general, el país. Alberga y derrocha lealtades infinitas para todos. Tiene una sonrisa amplia que manifiesta con sus grandes dientes y su enorme boca. Y tiene sus cuentas muy claras en la cabeza para subrayar aquel refrán popular y antiguo que proclama: el chocolate… mientras más espeso mejor.


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