De políticas culturales II


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Los cambios producidos en la economía y en la sociedad moderna, la necesidad de apuntalar los estados nacionales en lo concerniente a principios de soberanía y la aparición de conceptos de desarrollo humano, impulsaron la paulatina formulación de políticas culturales. Esta necesidad se hizo más palpable en los años que sucedieron a la última posguerra. La creación de la UNESCO, con el propósito de entrelazar educación, ciencia y cultura fue una clara señal de los nuevos tiempos. Un organismo internacional institucionalizaba el compromiso y la responsabilidad de los gobiernos en asuntos estratégicos de largo alcance. Se ratificaba así la voluntad política enunciada en distintos países con el establecimiento de dependencias oficiales de variada jerarquía destinadas a la puesta en práctica de acciones que contribuyeron a la difusión de la cultura. En América Latina, el modelo diseñado por la Revolución mexicana despertó aspiraciones y expectativas en la comunidad intelectual. En la Europa de posguerra, el general Charles de Gaulle colocaba al reconocidísimo escritor André Malraux al frente del Ministerio de Cultura.

José María Chacón y Calvo, un  prestigioso investigador literario, se encargó en Cuba de la dirección de cultura del Ministerio de Educación, allá por los treinta del pasado siglo. Disponía apenas de un magro presupuesto que invirtió en la publicación de libros modestos. Inició con ello el rescate de autores cubanos del siglo XIX conservados en archivos y bibliotecas a los cuales accedían tan solo unos pocos especialistas. Un prólogo didáctico, los destinaba a un círculo mayor de lectores, formado por intelectuales y profesores de segunda enseñanza. Para los artistas plásticos, estableció un premio que contribuyó a legitimar a los de la primera vanguardia.

Se debe a Raúl Roa el proyecto de mayor envergadura ejecutado durante la República Neocolonial. Entre sus líneas directrices se contaban la democratización de la cultura, la apertura a las nuevas generaciones y la articulación de tradición y modernidad. Las ferias del libro en el Parque Central de la Habana despertaban el interés de hombres y mujeres procedentes de los sectores más humildes de la ciudad. La instalación de una muy polémica caseta dio espacio a exposiciones y a pequeños espectáculos teatrales. Integradas por jóvenes, las misiones culturales recorrieron el país. Rescató las obras de Pablo de la Torriente Brau y de José Z. Tallet. Inició una serie de libros dedicada a la obra de los pintores cubanos. El cuaderno de Fernando Ortiz sobre Wifredo Lam y el de José Lezama Lima sobre Arístides Fernández siguen siendo hoy referencia obligada. El paso de Roa por la dirección de cultura fue efímero, como consecuencia del panorama político de la época. Sin embargo, estableció pautas que apuntaban hacia el futuro.

Ante la insuficiencia y asistematicidad de las políticas gubernamentales, algunas instituciones intentaron proveer débiles paliativos. La Universidad de la Habana lo hizo desde su departamento de extensión universitaria, que dejó huellas en la publicación de clásicos del pensamiento cubano del siglo XIX y en el auspicio del Teatro Universitario. La tardía aparición de las universidades de Oriente y de Las Villas favoreció proyectos extensionistas con rasgos específicos. De las asociaciones que integraban una precaria sociedad civil dimanaron empeños por llenar el vacío existente. Pro-Arte Musical auspició para sus miembros conciertos de música clásica y propició el nacimiento de una escuela de ballet en Cuba.

Correspondió a una institución femenina, el Lyceum y el Lawn Tennis Club, emprender la labor de mayor peso en el auspicio de la cultura cubana. Abierta a los más prominentes intelectuales cubanos y a los de otros países que visitaban la isla, ofreció ciclos de conferencias memorables. Por su sala de exposiciones desfiló lo mejor de la vanguardia. Los renovadores de la música encontraron un ámbito acogedor. Su biblioteca circulante se enriquecía de las obras literarias más recientes. Sostenida por su membresía, sus acciones se volcaron hacia el bien público. En cierto sentido, tomó el relevo de la Hispano-cubana de Cultura. Animado por un compromiso político más definido, Nuestro Tiempo agrupó a jóvenes escritores y artistas. Sus distintas secciones —literatura, artes plásticas, música, teatro y cine— esbozaron programas que habrían de desarrollarse con mayor amplitud después del Triunfo de la Revolución. Era evidente, sin embargo, que estas iniciativas generosas proporcionaban escaso oxígeno a círculos limitados de la capital y de algunas ciudades de las provincias. El problema en su conjunto tenía que asumirse por una política gubernamental coherente, capaz de ofrecer respuesta a las necesidades de infraestructura técnica, al desamparo de las grandes mayorías y al abandono en que sobrevivían, bordeando la miseria, los artistas.


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