Del pasado: Dos anécdotas santaclareñas


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Muerto de miedo

Don Antonio Abad Pérez de Alejo y Rodríguez de Chaviano tenía un nombre tan largo como irrefrenable era su cobardía.

Comenta el costumbrista Antonio Berenguer Sed que cuando sonó el clarín de la guerra todos los santaclareños, o se fueron al monte, o andaban en la ciudad en trajines conspirativos.

Todos…, excepto Pérez de Alejo, a quien la sola  mención de los hechos bélicos le producía temblores, taquicardia y flojera de vientre.

Aterrorizado, se enclaustró en su casa prometiéndose no salir ni a buscar un tabaco en la esquina, mientras no cesase la contienda.

Pero un día de sus pesares tuvo que salir de debajo de la cama: la muerte de un allegado lo obligó a coger calle, en plena noche, para asistir al velorio.

Iba lleno de prevenciones cuando de la penumbra salió la voz de “¡Alto!”, pronunciada por una patrulla española. Mas Pérez de Alejo, en un temblor, no acertaba a contestar.

Se repitió el “Alto, quién vive” y al fin, balbuciente, pudo dar esta disparatada respuesta:

—Pérez de Alejo, que en paz descanse y en gloria esté.

—Pues venga aquí ese muerto, para ser reconocido, dijo el jefe de la ronda, quien al registrar al miedoso solo encontró frío glacial, castañetear de dientes y palpitaciones.

La patrulla reía a reventar y su capitán, algo poeta, lo despidió con estos versos:

¡A tu casa! En paz te dejo,

no repitas la imprudencia,

que esta vez, Pérez de Alejo,

te ha salvado la ocurrencia.

Adán y Eva eran santaclareños

En el siglo XIX el alcalde Prado, tras largos años de ejercer el cargo en la  Villa de los Pilongos, dejó a su paso el recuerdo de una severa inflexibilidad.

Los villaclareños, vecinos de una ciudad encajonada entre las lomas de Capiro y Cerro Calvo, siempre estaban quejándose del calor. Para combatirlo, solían salir al portal con menos ropa que la exigida por el pudor. Y esto reventaba la paciencia del alcalde Prado.

Una noche, cierta pareja de recién casados colmó la copa: no contentos con salir en las vestiduras que trajeron al mundo, se dedicaron a acariciarse mutuamente con entusiasmo.

Prado, quien andaba de ronda, les dio el “Alto, quién vive”, a lo cual ellos, quienes pertenecían al gremio de los graciosos, le contestaron:

—Adán y Eva…

Entonces la voz del alcalde tronó en la noche:

—Así que aquí tenemos a Adán y a Eva, desnudos como antes del pecado original. Muy bien, pero no están en el sitio que les corresponde. Vengan, que yo los voy a llevar al Paraíso.

Y aquella noche la pareja de graciosos durmió en el vivac, imposibilitados de seguir disfrutando de la fruta del Edén.


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