Fernando Carr, el editor


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Ahora tras su muerte, ocurrida el pasado 28 de junio, he sabido de los varios estudios y desempeños laborales de mi querido amigo, Fernando Carr Parúas. Ellos quizás nos expliquen algo de su fabulosa cultura universal, pero creo que fue su ancho mundo de lecturas que no se detuvo ante disciplina alguna, que devoraba por igual obras de ficción, revistas y periódicos, lo que permite comprender no solo la diversidad de sus saberes sino también su magnífica inquietud intelectual. Su enorme biblioteca es prueba de lo que afirmo, aunque, desde luego, ella no pudo atesorar la totalidad de sus lecturas.

Carr, como solía llamársele en el ambiente editorial, fue, además, un conversador absoluto, al punto que casi hizo de ello su profesión. Nada de un parlanchín que no deja poner una palabra a sus interlocutores, ni mucho menos un pedante sabelotodo que nos marea con una palabrería vacua y vanidosa. Fue un cultor del arte de la conversación, ese que a veces me parece que estamos perdiendo en la vida cubana actual, y que consiste en que quienes le escuchábamos no quedáramos como un simple oyente, sino que nos sintiéramos incitados a compartir nuestros juicios, nuestras opiniones, nuestros propios saberes. Era una delicia aquel pasar de las horas sin sentirlas con aquella amena charla que no excluía el debate respetuoso, el chiste, la aportación del dato desconocido, la narración de la anécdota propia o ajena.

No sé cómo se le estimará entre los estudiosos de nuestra lengua, pero ahí están sus tantos años de la sección “Gazapos” en la revista Bohemia, “Gazaperías” en este Periódico Cubarte, “Gazapos Técnicos” (desde 1995 hasta 2007) en la revista Juventud Técnica, “Étimos” (sobre el origen de las palabras y las frases), en el diario Juventud Rebelde y “El español de aquí y de allá”, en la revista Bohemia Mensual destinada al extranjero). Y cómo olvidar sus libros sobre el idioma, como los cuatro que reúnen los gazapos y su Diccionario de términos de escritura dudosa, con la colaboración de su esposa, Moralinda del Valle, Mora, como él le decía, y que ha alcanzado cinco ediciones.

Fue Carr, pues, un cultor de la lengua española, desde sus formas más arcaicas hasta de las que usamos y recreamos a diario los hispanohablantes, como lo evidenciaba una y otra vez en sus notas de los “Gazapos”. Disfrutaba conocer y trasmitir las nuevas palabras que aparecían en diferentes lugares de Cuba y en otros países, las voces regionales de larga data, las tantas maneras de expresar las identidades y las culturas.

Para mí, sin embargo, la edición de libros fue el alma de Fernando Carr. ¿Saben por qué? Porque como él dijo alguna vez, “Cada vez que sale un libro deficiente a uno le duele”. Y a él le dolía el más ínfimo detalle que quedara mal en un libro, ya fuera la errata —la casi inevitable, la que se escapa al ojo humano, al del más experimentado editor y corrector—, ya fuera el error por descuido en la impresión. Ese dolor que se sube del estómago al pecho, que deja ese sabor amargo en la boca; esa inconformidad que acompaña muchos días al editor que trabaja para el libro perfecto; esa vergüenza íntima que se lleva dentro aunque a veces haya lectores que no se percaten del error; todo ese sufrimiento acompañó siempre a Carr.

Por eso, junto a otras distinciones, estuvo muy merecido el Premio Nacional de Edición que se le otorgara en 2009. Se le reconocieron así sus treinta y seis años en el Instituto del Libro, en esa labor editorial que no cesó hasta su fallecimiento, y en la que guió a muchos que se iniciaban en esa tarea.

Bastaría para ubicar a Carr en el salón de la fama de los editores cubanos su monumental labor, cuando formaba parte de la Editorial de Ciencias Sociales, con la Historia económica de Cuba, de Friedlander, que no solo dio la altura requerida a ese importante estudio pionero del tema sino que lo completó al incorporarle las precisas notas al pie con las fuentes bibliográficas que el autor no había especificado en la edición príncipe. Sería también de considerar su  capacidad para armar libros útiles y significativos, como hizo con la Colección Premio Nacional de Ciencias Sociales, de cuyos tomos fue responsable de la selección, del liminar y de las notas de los libros, como parte de su labor editorial.  

Hay que recordar entonces al editor que dignificó a esta noble profesión, aun no debidamente apreciada entre nosotros, cuya entrega plena a la cultura nacional no le fue obstáculo para ser un buen padre y esposo, un buen amigo y un buen cubano que siempre sintió y se entregó a su patria.


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