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Historias con tiras de pellejo


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Sostiene la tradición costumbrista que cuando dos o más comadres se juntan, cualquier persona a quien se haga referencia en su conversación está en peligro de perder las tiras del pellejo. De este precepto folclórico pueden sacarse conclusiones críticas sexistas si, como suele ser convencional, queda para lo femenino la relación directa con el chisme y la maledicencia. Es sin embargo aconsejable resistirse al instinto de reduccionismo e indagar en la capacidad de esas comadres de aprehender elementos inmediatos de la sociedad que las envuelve. La expresión popular “sacar las tiras del pellejo” concede, de plano, carácter de animalidad al criticado, pues no se le desgarra la piel, sino el pellejo, con lo cual se deja para una inteligencia aguda salvar la posible validez del comadreo.

La primera acepción de la Real Academia de la Lengua para este vocablo, que de pelleja proviene, comprende el de “piel del animal, especialmente cuando está separada del cuerpo”. En segunda escala aparece designando a la piel humana y no es hasta después de otras tres acepciones y una lista de frases coloquiales que lo hallamos en su sentido de “murmurar, hablando muy mal”. Quitar a alguien el pellejo, anota la RAE en este caso, y por mi parte insisto en aclarar que más común entre cubanos es decir Arrancar/sacar/quitar las tiras del pellejo, pues con ello se evidencia hasta qué punto la expresión popular conserva los sentidos de origen en el habla. Esta disquisición introductoria parecería holgada si no estuviese tan ligada a las historias que Joel Sequeda agrupó en su libro Tiras de pellejo (1).

De las malas lenguas, se dice, por demás, surgen las buenas crónicas. Así, enfrentarse extemporáneamente a este cuaderno de cuentos, acaso provoque un abanico de murmuraciones, e incluso el riesgo de exponer las tiras de mi propio pellejo. El recorrido por sus siete historias reclama, aun así, perder de vista los prejuicios relativos a la inmediatez, en tanto se trata de una narrativa anclada en el sentido de la existencia humana misma antes que en cualquier circunstancia histórica concreta. Y no es que en Tiras de pellejo se predique algún tipo de postvanguardia contra la historicidad ni, siquiera, que se intente la pose, común a no pocos de sus contemporáneos, de negar la condición específica a ciertas circunstancias impuestas por la sociedad y la cultura. Sequeda evidencia, por el contrario, su fidelidad al carácter tradicional discursivo de la narración literaria, al vínculo entre argumento y construcción de sentido en el discurso, además de su capacidad para imbricarse con lances humorísticos. Bajo esa norma primaria de la narratividad conduce la ironía, para asociarla más a conclusiones filosóficas que a sobreentendidos de ruptura en la línea de significación; manipula el absurdo, recuperado de la cuentística de Virgilio Piñera en su vertiente de desmitificación de lo fantástico; y adereza por fin con humor negro, convertido en punto de unión e intercambio entre el sentido que en sus cuentos se va despejando mediante lo irónico y el porrazo con el que lo absurdo irrumpe en la existencia.

El primer cuento, “Se permuta un rostro”, en tanto asume una actitud descriptiva que finge despejar incógnitas, se las arregla para replantearlas una vez que la historia se reajusta hacia el dilema perenne de la identidad. “Dios pasó por alto un mandamiento que bien podía ser el onceno: «no permutarán tu rostro»”, anuncia la primera frase del texto. Un mandamiento olvidado por las Santas Escrituras que denuncia, por el hecho de serlo, la práctica normal de permutar el rostro. He aquí concentrados los tres recursos del humor que antes enunciara. De inmediato sabemos que la circunstancia narrativa coloca, focalizados de entre una indefinida cola, a “un hombre con cara de viejo y ademanes de joven” y al narrador-personaje quienes esperan, junto a muchos otros, “hallar un rostro de su gusto y vivir en paz”.

Un elemento banal, al modo de Piñera, dispone el avance de las peripecias. Los estereotipos del ser y la apariencia pasarán así, de la mano del absurdo, a la idea de lo ridículo, frente a esa tienda donde todos esperan permutar sus rostros. Quien nos cuenta la historia revela enseguida que aspira a adquirir una de las máscaras de Humphrey Bogart para convertirse, en apariencia, en el héroe que ha visto en la pantalla. Y en esta circunstancia el autor se desentiende del concurso estructural planteado por Piñera, y por él retomado; en la narración de Sequeda, pesa tanto el sentido existencial, filosófico, ético, como el argumento. “No hay nada peor que exhibir una máscara cuando escondemos debajo un rostro que no nos gusta”, advierte “el cara de viejo” al narrador, alimentando la posibilidad de razonar, de evaluar las consecuencias morales de la circunstancia antes que el desencadenamiento de los hechos descritos. La multitud que espera para cambiarse el rostro, la mayoría acostumbrados a hacerlo, chifla sin embargo a quienes salen con las nuevas máscaras.

¿No sería más lógico pensar que se admirasen? ¿O que sacaran oportunas conclusiones de lo visto?

Simplemente execran a aquel que acaba de hacer lo que ellos harán poco después, sin ocultarlo, desde luego. Ridículo y absurdo, aunque contiguos, no se superponen. Debe entenderse que, aunque las personas han llegado en efecto a cambiar las facciones de sus rostros, mediante cirugías estéticas, no es en esencia una operación de intercambio comercial habitual, de mundo cotidiano, bajo. Por tanto, la cualidad de absurdo que ofrece el hecho de cambiar a voluntad el rostro, superficialmente hastiado con la apariencia pero referencialmente inconforme con la identidad, no se pierde aún cuando la historia se refiera a un ejercicio comercial que normalmente a ello se dedica.

Como la tienda había sido surtida con máscaras de célebres, arriban a la salida “una vieja con los ojos de Bette Davis”, Aristóteles, Napoleón en “short-pan de florones” y “chancletas playeras”, Hitler en “camiseta y gorrita sport” y hasta un niño al que castigan con la máscara de Calvino. “¡Chifla, chifla!”, de nuevo aconseja “el cara de viejo” al personaje pues “también se reirán de tu Humphrey Bogart”. Apreciamos, gracias a los detalles descriptivos, una relación interactiva entre lo familiar, lo cotidiano y lo célebre.

“De boca en boca”, el segundo cuento dedicado, como al desgaire, “a la mujer del prójimo”, se vale de uno de los arquetipos fantásticos más universales  —el vuelo de las brujas—  para reconstruir en un tono realista la antigua situación. La presencia del mundo familiar, la alusión a la cotidianeidad, imponen al motivo una dimensión no precisamente fantástica, sino ética.

De igual modo, aunque con abundante despliegue del sentido del humor y del comentario deliciosamente irónico, “In puribus”, el tercer cuento, reconstruye la repetida historia del baile convocado para todas las damas casaderas que deseen ser escogidas como esposa por el príncipe.

Tiras de pellejo, de Joel Sequeda, no depende entonces de la cercanía o actualidad de su publicación, sino del interés por conocer, indagar y disfrutar, de una zona del humor cubano en la literatura que nuestros promotores de hoy día, de tendencia un tanto light, han evadido, acaso por desconocimiento, acaso por simple y llano ejercicio de discriminación.

 

 

Nota

(1) Sequeda Pérez, Joel: Tiras de pellejo, Editorial Letras Cubanas, 2001. Colección Pinos Nuevos (las citas siguientes pertenecen a la misma edición).


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