Magia y misticismo del Conjunto Folclórico Nacional


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No hay dudas de que estamos en presencia de una agrupación de elevada técnica, muy ducho ya, inspirador e inspirado en su trabajo de años, pertrechado de un repertorio afilado, con muestras evidentes de una asentada experiencia y de muy bien logradas coreografías, en su mayoría rastreadoras de nuestras más hondas tradiciones folclóricas. No puede ocurrir lo contrario por cuanto el Conjunto Folclórico Nacional ha estado y está nutriendo sus filas constantemente de valores jóvenes, sin olvidar ni cortar el aporte caudaloso de los antecesores, alma y corazón del conjunto, que han puesto vida y tesón para alcanzar, por los diversos caminos de la danza, los mejores resultados y las más acendradas contribuciones.

Con una fuerza interpretativa descollante, el Conjunto Folclórico Nacional, agrupación fundada hace 57 años por el folclorista Rogelio Martínez Furé y el coreógrafo mexicano Rodolfo Reyes Cortés, entreteje las tradiciones en un estilo personal del folclor cubano, desde los orígenes europeos y africanos con elementos caribeños, o provenientes de otras regiones, para regalarnos espectáculos de una enorme riqueza estética. Como el que protagonizó en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, con dos piezas que desataron los ánimos del público: Alafin de Oyó y Oriki a Obatalá, firmadas por Manolo Micler, y donde se volvió a manifestar que los creadores de la compañía sienten muy adentro el compromiso de acercarse a las raíces, a través de una danza repleta de exigencias y marcando un virtuosismo pleno de sentido.

Misticismo, magia, movimiento, música, color, danza, luz, cuerpos, sensualidad, sonidos, voces, símbolos... No hacen teatro, pero todo es pura y creativa dramaturgia. No son poetas, pero sus espectáculos sumergen en paraísos oníricos. No son magos, pero crean espacios mágicos, alucinados con sus luces, con sus sombras. Y su director/coreógrafo, Manolo Micler (Premio Nacional de Danza 2017), parece manejar una invisible batuta con la que sitúa a todos sus miembros en climas de gran magnetismo/belleza que atrapan al auditorio desde todos los sentidos.

Es muy agradable ver cómo el conjunto se crece día a día, ese empinarse con nuestros propios medios/recursos, en la búsqueda de realizables dimensiones de espacio, de uniformidad escénica, de coherencia en las proyecciones de grupo. No puede ser, por supuesto, maduración de instantes sustraídos al sueño, tiene que darse por la entrega total al arte, tanto más cuanto que las exigencias del artista no se encaminan a contrapelo de los requerimientos que él mismo se impone por el compromiso que la realidad le ofrece. Por eso es que, no hay espacio para otra cosa que la reflexión, la complacencia y el disfrute de lo que puede lograr la danza como medio de expresión, y, sobre todo, de acercamiento espiritual.

En esta temporada —es una pena la insuficiente divulgación que algunas importantes compañías tienen en comparación con otras, lo que al menos el viernes contribuyó a una escasa participación a pesar del excelente programa—, se presentaron dos obras conocidas que tienen su asentamiento como cosa hecha, terminada. En ellas, el manejo y la destreza escénica marchan a la par, y se suman a un repertorio siempre en ascenso, con miras que se disparan hacia logros y, por supuesto, hacia realizaciones que denotan la diversidad de estilos, propósitos, aunados en características bien definidas y sustancialmente encaminados a mostrar el trasunto de nuestra cultura y la identidad nacional. No es fácil conjugar factores/ideas y expresarlas teatralmente. Moverse y trasmitir lo que se desea, llegar al clímax de una situación y corresponder con las exigencias y el rigor que se persiguen.

Alafin de Oyó, creación coreográfica de Manolo Micler sobre el original de Roberto Espinosa, con libreto de Lázaro Ros, diseño de vestuario de Alfredo González y la magistral escenografía de Manolo Barrero (minimal, perfecta para decir con escasos recursos en el lenguaje utilizado), se inscribe en el teatro total donde se inmiscuyen el drama, las danzas y los cantos para enfocar un mito nuestro de procedencia yoruba, donde se narra (con virtuosismo extremo) como Oyá (dueña del viento y la centella) logra dominar a Shangó (dios del fuego, los rayos y la virilidad), quien había invadido su reino de Takua...

Sin abandonar sus otras líneas de trabajo en el rescate de revalorización de nuestras tradiciones folclóricas, se siente latir en la búsqueda creativa, sin contar la calidad interpretativa de bailarines como Leiván García (Elegguá) —¡excelente!— con una labor enérgica, así como Yandro Calderón (Shangó), Jane Aveille (Oyá) y Yohana Dusatz (Afefé) quienes colorearon, con su profesionalismo también, la escena de un particular ritmo, y por supuesto sumada la labor coreográfica de Micler, con una intención dramática bien orientada, a partir de movimientos que se corresponden a la danza en plural, sin fronteras, y que en este trascienden ese límite y exploran un cosmos gestual y rítmico de infinitas posibilidades. Un montaje donde tampoco falta ese tono cubano, donde se entremezclan la brillantez musical del grupo de percusionistas y cantantes, y el humor, apoyados por artistas, muchos de ellos jóvenes, pero versátiles y vigorosos que matizan el exitoso devenir de la puesta.

 

 

CANTO A LA PAZ

Con pasión también interpretaron Oriki Obatalá, de Manolo Micler, que nos llega desde la tradición lucumí —que constituye un elemento primordial de nuestra identidad—, y resulta una alabanza a la Paz y a la justicia. Por eso el blanco inunda el espacio y cautiva el instante con su pureza... Oriki (según reza en el programa) es una proyección folclórica que le canta a la paz, de ahí que para su puesta en escena se combinan con la música textos poéticos, algunos de nuestro Apóstol, como voz cimera para hacer patente este anhelo, y de Martínez Furé, así como la Danza de Rompimiento y otros cantos dedicados a Obatalá que resulta el símbolo de la armonía universal... Otra pieza armada con esos "ingredientes" que nos seducen desde todos los ángulos, y se puede hablar, expresar impresiones, con el resultado presente, halagador de las cosas bien pensadas, trabajadas, con experiencias bien utilizadas, y entregando imágenes de alto vuelo creativo, e ideas que cruzan por todos los espacios del teatro —que les resulta pequeño para moverse a sus amplias—, traspasando perspectivas en que se funde lo simbólico con la danza, con la cantidad de intérpretes en la escena. Es decir, va a la búsqueda de elementos (musicales, danzarios, gestuales...) subyugando al espectador y conmoviéndolo mediante un canto, una alabanza a la Paz.

Estamos pues, ante un coreógrafo profesional, que nos envuelve en sus "redes creativas", conocedor en grado sumo de lo que debe hacer, identificado con su trabajo, y, por añadidura buen bailarín... Todos bailan, gesticulan, se mueven y cantan a la perfección, las tablas vibran de manera singular, el término danza toma una trascendente connotación, y pone de manifiesto, sin exagerar, esos valores intrínsecos de una puesta en escena cuidadosa, donde se dan la mano el coreógrafo veterano y maduro con los artistas. Fusión extraordinaria en la que el Conjunto Folclórico Nacional, verdadera joya de nuestra cultura, con su fuerza y proyección, hace hechizar la escena una vez más.


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