Manuel Porto: “Yo soy actor de casualidad” (I parte)


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Está considerado como uno de los primerísimos actores de este país, un hombre que no solamente se ha dedicado a la actuación, sino que también ha destinado su vocación, su amor, a crear, a llevar el arte hasta los más inimaginables rincones. A este hombre lo bautizaron como Heliodoro Manuel Porto, pero toda Cuba lo conoce sencillamente como Manuel Porto. Es un Maestro, sobran las palabras.

Usted ha declarado en otras ocasiones que como muchos, tuvo la oportunidad de formarse como un actor de cine, de televisión, de teatro y también de la radio. ¿Pero qué pasó exactamente, Manuel, en el año 1968?

Bueno, en 1968 ya yo estaba en el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Pertenecía al Movimiento de Aficionados de las Fuerzas Armadas. Hicieron una selección nacional de jóvenes de todo ese movimiento, tanto de la parte artística como de otras necesidades que tenía el organismo, y yo fui uno de los seleccionados de ese grupo tremendo a nivel nacional.  De ese grupo solamente quedamos nueve; quedamos seis actores, un coordinador y dos directores.  Y ahí empezó mi vida prácticamente como actor, luchando, o como extra, porque nosotros empezamos a hacer muchos extras, tirándonos de caballos, tirándonos por escaleras, llegando y diciendo un bocadillito: “Buenos días, señor; con su permiso, señor.” Así empezamos a aprender nosotros en el ICRT, que para el grupo fue nuestra primera escuela.

Pero en 1968 yo todavía no estaba contratado, porque en ese tiempo todavía éramos militares, y yo me licencio en 1969, que ahí es cuando me contrata la televisión, para el elenco de la televisión y la radio.

¿Con qué edad?

Tenía 20 años.  Si entro en agosto de 1967, entré con 20, y en septiembre de 1967 cumplí 21.

Muy joven Manuel Porto.

Sí, sí, un muchacho, un muchachito.

¿Cuál era el ídolo de Manuel Porto en esos años juveniles?

Mira, déjame serte franco.  El problema es que yo soy actor de casualidad.  Si yo te digo que en aquella época tenía un ídolo… Yo no conocía casi a ningún artista, todo eso para mí era… Tenía unos prejuicios muy grandes.

Yo nací en un barrio que se llama Pogolotti. Cuando el triunfo de la Revolución, yo tenía 13 años; es decir, para mí todo eso era un mundo no muy claro y no muy varonil, ¿tú me entiendes?, y entonces, para no decirte otras cosas, yo le huía mucho a eso.

Entré en el Movimiento de Aficionados de las Fuerzas Armadas para salir de pase, no porque tenía ninguna inclinación. Lo que sucedió es que al parecer que tenía talento, ¿no?, y eso me lo descubrieron poco a poco.

¿Y qué pasó en la casa?

No, no, en la casa, por suerte el viejo, que era un gallego que le zumbaba el merequetén, me llamó y me dijo: “¿Cómo es el jueguito?” 

Y yo le expliqué que estaba tanteando a ver, porque él estaba muy preocupado por esas inclinaciones, ¿tú me entiendes?

Sí, “débiles”.

Débiles.  No, pero con el tiempo reconozco que no hay una profesión más hermosa que esta.

Esos eran prejuicios de la educación, de la formación, de que uno venía desde hacía muchos años oyendo esas cosas; pero uno se dio cuenta de la extraordinaria labor que se puede realizar a través del arte, de la actuación, de la dirección; de poder llegar a los sentimientos más puros y a los pensamientos más limpios de los seres humanos. 

Y fui aprendiendo poco a poco en el camino, con los grandes actores como Reinaldo Miravalles, Enrique Santisteban, Raquel y Vicente Revuelta, José Antonio Rodríguez, Miguel Navarro, Verónica Lynn, Maritza Rosales; toda esa gente, que era una generación anterior a la nuestra, fueron nuestros profesores y nuestros guías, y de ellos aprendimos tremendamente, sobre todo aprendimos a amar esta profesión.

¿Cuál es la primera obra en el teatro que realiza Manuel Porto?

La falsa justicia del señor corregidor, de Alejandro Casona.

¿Cómo lo enfrentó? Porque la experiencia con el público en el teatro no deja de ser impactante.

Claro que es impactante. Y para mí más todavía, que yo estaba entrando en eso para jugar, para salir de pase; pero le cogí un miedo tremendo, porque me di cuenta de que eso era… Poco a poco me iba dando cuenta.

Además, quien me dirige en esa obra se llamó Arístides Estévez, que también estaba en el Movimiento de Aficionados de las Fuerzas Armadas y que después entra con nosotros en el año 1967.  Él era un aficionado más. Y en esa obra de teatro estaba Rogelio Blaín que también está en la misma unidad militar.  Entonces en eso nos ayudábamos mucho.

La primera actuación nuestra fue en el teatro que es la actual sede del Ballet Nacional de Cuba, cuando fuimos a competir al Festival Nacional de Aficionados de las Fuerzas Armadas,  eso estaba lleno de gente. Para nosotros eso fue tremendamente impactante.

Y después, las obras, las pocas obras de teatro que pudimos ir haciendo, después que éramos profesionales; porque dolorosamente, en la época en que yo entré, estaba la gran división entre los actores de teatro y los de televisión, y los que entrábamos no teníamos culpa de esas divisiones y esas estupideces que existían en aquellos años, y entonces nos costaba mucho trabajo hacer teatro.

Por suerte, yo hice un poco más de teatro, porque había un grupo de actores mayores ya, de la televisión, que en el hotel Habana Libre sobre esos años, un poco más adelante, después del 1967, ya cuando nosotros nos podíamos llamar casi principiantes de actuación, había una sala en ese hotel —que dolorosamente la quitaron para poner una cafetería—, que se llamaba la Sala Tespis. Verónica, Maritza, Toraño, Pedro Álvarez, una serie de actores, hacían teatro ahí, y yo tuve la suerte de que me invitaron varias veces a hacer teatro con ellos, a compartir con ellos, yo siendo muy jovencito. Y eso me ayudó tremendamente también. Y, como tú dices, es muy impactante tener al público delante, sentir cómo respiran, sentir cómo sienten lo que les estás transmitiendo, porque los tienes ahí delante y puedes palpar cómo ellos van llevándose por lo que les vamos diciendo, ¿no?, esa catarsis que existe entre lo que pasa arriba del escenario y lo que van sintiendo.

Lo que distingue a Manuel Porto es la naturalidad con la que encarna a los personajes. ¿Acaso es una naturalidad, pensada solo a la hora de actuar, o es que realmente es así?

No, si yo fuera Manuel Porto en los papeles que hago, siempre sería el mismo personaje.  Eso es un proceso de estudio, de investigación, de crearle una historia al personaje, de empezar a creer en ese ser humano que tú vas a encarnar, que escribió un escritor, que tiene una sinopsis, pero que tú la enriqueces y empiezas a creer en eso, empiezas a ver ese personaje, empiezas a conversar con las personas, a investigar;  si es un personaje histórico, tienes que ir mucho más allá y tratar de que a esta persona no la vean como un personaje histórico, sino que la vean como un ser humano.

Eso es lo que el actor tiene que tratar de lograr cuando está preparando o piensa interpretar un personaje.

Yo tuve un profesor, que se llamó Carlitos Piñeiro, un hombre muy culto, un profesor de actuación y de dramaturgia, que me decía: “Mira, Porto, interpretar es más que actuar. Cuando el actor logra que a la gente se le olvide que estás actuando, es que estás llegando a ese ser humano, que está mirando lo que él hace, y entonces empieza a creer no en el actor, sino en lo que le pasa a ese personaje que tú estás interpretando”.

Continuará…


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