Noventa años del Septeto Espirituano


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En la voluntad del continuo tradicional, se asegura que hace nueve décadas se fundó en Sancti Spíritus el Septeto Espirituano, agrupación sonera contemporánea de los septetos Habanero y Nacional, aunque menos conocida por su empecinada ubicación en la periferia de la difusión del país.

A partir de la década del veinte, el espectro comunicante de la cancionística se fue dimensionando hacia la variante tímbrico-melódica del son, manera de expresar las complejidades vivenciales pendulares desde el tono trágico, hasta el cierre gozoso y sensualista.

Se dice que la primera agrupación de este género en el territorio fue en 1924 el Septeto Machado, surgido del Coro de Clave “La Yaya”, para apoyar la campaña presidencial de Gerardo Machado. Su existencia fue efímera y no consiguió el reconocimiento de su emplazamiento estético. Sin embargo, poco tiempo después, y fundado por el guitarrista Valeriano García, surgiría la agrupación que, con el nombre de su director, extendería su presupuesto estético a lo largo de casi una centuria, y con los naturales cambios de integrantes y repertorio, sería reconocido hasta hoy como Septeto Espirituano.

Los otros integrantes fueron el tresero Pedro Rojas, el maraquero Segundo Rodríguez, Carlos Ramírez en el bongó, Felipe Valle como cantante y alternaban en la marímbula Leopoldo Campos y Ernesto Borges quien también se desempeñaba como cantante.

Las marcas representativas de actitudes sociopolíticas complejas y contradictorias, no aislaban otra que, por temporalidad, contexto y reacción, aludiría por sustrato a una motivación nacional más allá de los prejuicios sociales y con la cual la posibilidad de comunicación intersectorial fue superior.

En la medida que emisores y receptores entraron sistemáticamente en contacto con una información relacionada con una forma articulada en un nuevo género, y en la medida que el volumen de información alcanzó una dimensión superior, la influencia por vía de la aceptación se materializó, alcanzando por consiguiente una aceptación de significados comunes por el contenido musical, transportado en el son, e inherente a todos los individuos procedentes de todos los sectores sociales.

Esta necesidad de comunicación consiguió que la música sonera, marginada por los prejuicios, se abriera paso poco a poco y alcanzara legitimidad desde la voluntad de aceptación de los sectores de poder. Es por eso que hace noventa años el Septeto de Valeriano García, luego Septeto Espirituano, un 10 de junio en una fiesta privada en la residencia del Doctor Mario García Madrigal, constituiría la referencia de constitución y aprobación pública del referido grupo.

Simultáneamente en Tuinucú, a menos de ocho kilómetros de Sancti Spíritus, en los fueros de un batey azucarero de elevada dinámica social, se integró el Septeto de Gil Bernal.  Con el tiempo, algunos de sus músicos, integraron el Septeto de Valeriano García, o Septeto Espirituano.

Ya en el Septeto Espirituano de 1934, la vinculación por intereses sociales de los trabajadores asumió un empleo categórico que no admitió confusiones al respecto. Alberto López se desempeñaba como barbero y en este mismo oficio intervenían Alejandro Echemendía, también hijo del Director de La Yaya y Alfonso González. Héctor Borges, conocido como El Chino Pentón, era zapatero, mientras que Mauro Marín procuraba el sustento arrastrando un cajón de limpiabotas. Carlos Oria trabajaba como obrero agrícola y Dionisio Rodríguez, sin oficio definido, conseguía improvisadamente los recursos económicos mínimos.

Más adelante se incorporarían los hermanos Juan, Gabino y Fermín Bernal, cantante, bongosero y tresero respectivamente, quienes a su vez fueron hijos de Gil Bernal, fundador de aquel septeto surgido en el batey del central Tuinucú. Todos ellos eran esencialmente trabajadores de esa industria y fueron reconocidos como músicos profesionales en la década del ochenta del pasado siglo, a punto de concluir sus vidas. Igualmente sucedió con Ángel Huelga su director; con el trompetista Reinaldo Castillo; con Alberto López, cantante; Alberto Noroña, contrabajista y con Rodolfo Marrero, este último, una de las voces líderes más notables de los septetos de sones entonces.

Poco a poco estos músicos fueron sustituidos por integrantes de otras agrupaciones formadas en el mismo espíritu y vocación, como Leonardo Yero, tresero y voz prima; Manuel Legón, bongosero; y los cantantes Juan Carlos Varela y Antonio Sosa también en la guitarra este último.

A este septeto lo distingue su sostenida calidad y fortaleza ante múltiples avatares, la desidia de diferentes épocas y la incomprensión de su importancia. Nueve décadas y sólo puede exhibir un disco de larga duración en 1986, en tanto esperan un fonograma que desde 2011 por Colibrí, debía unir su estética a la del Septeto Juvenil, según manifiesta Juan Hernández su actual director. Por otra parte, ninguna gira por Cuba ni en el extranjero, pero la persistencia para preservar la tradición y la memoria representa segura entrega.

Al margen de estrategias insuficientes, este septeto como sus esencias, han cobrado razones del tiempo y se han impuesto por su elevado compromiso popular. Asuntos, espacios, personajes contenidos en los infinitos temas de esta agrupación, afirman su prevalencia, su indispensable manera de no cejar jamás, porque el dominio de la vida popular por los músicos y un ascenso en los niveles culturales por contacto social o por estudios, ha contribuido definitivamente, a la permanencia de los componentes de identidad. Ese es durante casi una centuria, uno de sus principales méritos.


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