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Obara Meyi II


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Era el tiempo en que nacieron el color azul, el útero y los testículos. Se conocieron las joyas y las riquezas, las calumnias y las mentiras, amigos y enemigos. Tiempo de lo bueno y de lo malo; la hora marcaba inmoralidad y  desconcierto, inseguridad y desgobierno. Era la era de las ilusiones perdidas. Shangó se hizo Santo pero lloró sangre y pena.

Ante tantas penurias e incertidumbres  en su vida, Shangó, se fue a ver a Eleguá Añagui y le contó de su infortunada existencia. Eleguá Añagui, el más refinado de todos los de su estirpe, corrió a ver a Obatalá para informarle la situación de Shangó Lufina.

La deidad de la paz y la tranquilidad  mandó a buscar a Shangó Lufina y le dijo:

- Mira mijo, en estos  tiempos también  nacieron la sabiduría,  los maestros y las cadenas de enseñanza. Ten presente que lo que no es hoy será mañana. El poder se adquiere por la autoridad que se alcanza- y diciendo esto Obatalá se quitó la capa de dos colores que llevaba y se la entregó a Lufina  además de su corona, un caballo blanco y una torre de Orí (manteca de cacao).

- Recuerda que el rey nunca miente, no seas malagradecido y no te duermas en los laureles, márchate y disfruta de tu Iré obini lowó (bien que se producirá gracias a una mujer-.

Antes de emprender nuevos caminos el dueño de los tambores decidió darle una fiesta a sus ancestros y espíritus familiares. Una vez concluida la Chakumaleke (fiesta) Lufina montó en su caballo y salió en busca de mejores tiempos.

Después de vagar por distintos pueblos Shangó llegó a tierra Yesa donde gobernaba una mujer.

Los vecinos del lugar al ver aquel hombre coronado, vestido con Ashó ara (ropa de vestir) y montado en un Asire funfun (caballo blanco) pensaron estar ante la presencia de un Rey. La noticia de tal aparición pronto circuló a lo largo y ancho de toda la comarca llegando a oídos de la reina quien también salió a recibirlo.

Shangó quedó deslumbrado, nunca antes había visto mujer tan bella; esbelta como una palma y radiante como un oshiwere (botón de oro).

Fue tan fuerte la fuerza de la mirada  con que Lufina la contempló, que la reina cayó arrodillada ante el asombro de todos.

-Kiloguassé ¿qué va a hacer?, preguntó Shangó a quien al bajar de su caballo se le cayó la corona que llevaba.

Oshún, que era como se llamaba la reina de aquel pueblo al ver rodar la corona del desconocido e interesante personaje se dijo para sí misma "a los que se aman les basta una mirada para conocerse” y diciendo esto le puso su Ladé kueto (corona de Oshún) a Shangó produciéndose así el matrimonio entre ambas deidades.

Shangó Lufina se instaló de inmediato en el palacio comenzando a gobernar.

Transcurrido cierto tiempo, Obatalá Ayaguna que estaba en una situación muy precaria, recordando el beneficio que le había proporcionado a Shangó mandó a llamar a Eleguá Añaguí.

-Eleguá, estoy atravesando por tremendo osobo oná (vicisitudes, obstáculos), es necesario que vayas a ver a Shangó, cuéntale mi situación y dile que necesito de su ayuda.

Eleguá llegó a donde estaba Shangó y le contó de las penurias que atravesaba el anciano. Shangó, altanero y jactancioso se escudó en ciento y una justificaciones para negarse a recibir a su mentor.

Obatalá desconcertado no podía creer lo que oía. Furioso y calmado emprendió camino hacia el palacio y por el camino cantaba:

Ayaguna Bario letu letu pami ogué miasho.

Al llegar donde Shangó Lufina pronunció una sentencia definitiva: “mientras el mundo sea mundo y tus hijos se tengan que coronar tendrán que contar conmigo”.

To iban eshu.


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