Permanente retorno a la alborada


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Hicimos bien en llevarlo hasta su Universidad para decirle hasta siempre. 

Fue su última visita al recinto que le conoció desde los primeros atisbos revolucionarios, recién traspuesta la adolescencia, hasta la plenitud germinadora que jamás dejó de ser un canto a la juventud constante. 

La tristeza comienza a desfilar por el Aula Magna desde las diez de la noche de aquel martes 6 de julio de 1982 en que se supo lo acontecido. Llegaba marchando lenta, en cabizbajo tributo a la centella en reposo. Venía concentrada en el rostro múltiple de su pueblo, el que le conoció su estatura gigante en los días de Girón y en los tiempos de octubre. Llegaba  también en los niños que aprendieron a quererle el saltarín coraje a través del amor a la Revolución que les inculcaron sus padres. 

Vimos embajadores. Pero, sobre todo, sin cesar, vimos al pueblo en interminable fila. Y fue toda la noche. Y toda la madrugada. Y la mañana siguiente hasta la última guardia encabezada por Fidel: síntesis de toda la patria. 

Llegaba la tristeza en aquellos ancianos que llegaron traídos del brazo, casi sin poder sostenerse, hasta lo alto de la escalinata monumental, que vinieron a decirle adiós a su antiguo compañero de aulas, de redacción, de tribuna, de noches insomnes, de combates. ¿Qué pensamientos alentarían en esos instantes? ¿Y qué vio que no viera con la mirada del corazón aquella mujer ciega que a tientas, guiada por un joven, fue casi la última en pasar cerca del féretro? 

Allí yacía el combatiente invencible. David casi solitario, dolido y terco, de una generación que luchó por un futuro dramáticamente vencido por la sombra del pasado, que sobrevivió lo suficiente, sin embargo, para vindicar la sangre de hermanos mártires y cabalgar triunfante al frente de su generación por la luz del futuro que ellos soñaron. 

Él mismo había diseñado ese tránsito culminador que amasara con rebeldía durante los primeros cincuenta y dos años de su vida, porque aquella revolución añorada por los hombres  del Treinta no era en definitiva —como no lo es toda revolución legítima— “un sueño romántico tejido por un puñado de ilusos”: 

Esa alborada es ahora carne de historia –diría y la trajo, treinta años después de que Julio Antonio Mella y Rafael Trejo habían muerto para acelerar su radiante estallido, el pueblo de Cuba en armas, organizado y dirigido por Fidel Castro, quien descendió de la Sierra Maestra con sus huestes invictas, culminando la trunca epopeya mambisa y riendo el nuevo camino que transitamos cuesta arriba, sin que nada ni nadie nos detenga ni arredre. Cuba es hoy perenne radiación de aurora. 

Hasta ahí su palabra, porque jamás él hubiese rebasado el límite de su proverbial modestia de gran consagrado. Por eso, glosándolo, nos corresponde decir que haciendo arder lo más valioso de sí, lo que le restaba de existencia, en la claridad de esa aurora, destellan en espléndida madurez los mejores chispazos de su fecundidad revolucionaria.

Allí yacía en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, aquel 6 y 7 de julio, quien supo vivir con decoro la República del bochorno. Quien sufrió igual presidio político que José Martí, el mismo de Pablo de la Torriente Brau, idéntico al de la cúspide de la Juventud del Centenario. El que acera, refortalece, forma conciencias y conforma los cauces por donde ha de fluir el torrente revolucionario. 

Y cuando vivió el exilio, su exilio no fue el del reposo complaciente, sino el destierro que desesperado en la terquedad del retorno, tensa disposición de escaramuza siempre en vísperas para el definitivo combate. 

Más pluma que fusil, su pluma, sin embargo, estuvo siempre en función genitalizadora del fusil, del fusil en mano de los pueblos irredentos, que para él era la única manera de concebir el fusil y de alentarlo. 

Visto de cerca, su quijotesca anatomía en la que tremolaba la ligereza escurridiza del cervatillo en primavera, era simplemente el reservorio enmascarador de la colosal fortaleza de su agudo ingenio y su filosa inteligencia. En esencia, pura idiosincrasia de la cubanía criolla, firmeza ideológica y revolucionaria incluida. 

Así lo recordamos durante el último medio siglo de Nuestra América, que lo tuvo en la primera línea como infatigable escopetero frente el imperialismo. ¿O es que acaso le falló a Sandino? ¿O es que acaso temió al nazismo, al fascismo, al falangismo? ¿O a la República española? ¿O al canal de los panameños? ¿O a la Guatemala recrucificada?  ¿O a la esclavizada patria de los puertorriqueños? ¿O a la de los dominicanos? ¿O a la de los venezolanos? ¿O a las demás naciones centroamericanas, latinoamericanas y caribeñas? ¿Qué déspota no recibió sus bofetadas? De muchos ya se han olvidado sus nombres, pero no las banderillas de fuego que sobre sus lomos Raúl Roa clavara. 

Y al universalizarse con su Revolución del primero de enero de 1959, ¿a cuál causa redentora popular en cualquier parte del mundo le faltó su defensa? ¿Dónde hubo opresión o injusticia que no alcanzara su ríspida fiscalía? 

Hicimos bien en llevarlo hasta su Universidad para decirle hasta siempre. Porque nuestra historia reciente no debe registrar otros muchos ejemplos de personalidades que hayan dado muestras de mayor fidelidad al espíritu juvenil, rebelde y locuaz del estudiante criollo. Porque pocos, como él, es posible que hayan llegado a los 75 años con tanta juventud bulléndole a borbotones, con tantos ímpetus de gladiador sonriente en permanente retorno a la alborada. 


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