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PORTOCARRERO, una ráfaga de arte y cubanía*


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*Publicado originalmente el 7 de abril del 2016 


Una y otra vez lo repitió el Maestro: soy barroco, pero en el sentido de siempre querer más… Y así fue toda su vida, de búsqueda, eterna labor tratando de encontrar y dar siempre, de entregar el talento en esa hazaña pictórica, que en silencio, construyó sobre diversas superficies para retratarnos a nosotros, los cubanos, y al entorno: la ciudad de La Habana. Esa  que en sus trabajos vibró con todo esplendor, vista a través de su prisma creativo y audacia como ARTISTA. En su obra está su vida.

Como palabras de un “testamento” de su quehacer plástico, Portocarrero, en una entrevista publicada en la revista Islas (No. 22, 1966) dejaba en claro lo del supuesto barroquismo en su obra cuando enfatizó: “Se ha dicho muchas veces de mi pintura que es barroca. Si se determinara en Cuba una arquitectura barroca, mis ciudades pintadas serían barrocas. Si realmente se evidencia en Cuba, un sentimiento barroco de la existencia, mis hombres y mujeres serían barrocos. Si se llegara a la conclusión de que existe en Cuba un alma barroca que lo rige todo, yo también sería un hombre barroco. Y si como dijera Ramón Gómez de la Serna que el barroco consiste “en un simple querer hacer más”, estaríamos viviendo, sin duda,  en un mundo enteramente barroco. Mi pintura, quisiera, que fuera enteramente pintura”.


En la distancia del tiempo, hace 31 años hoy (7 de abril), el dueño de las Floras, de los interiores del Cerro, las catedrales…, murió. Pero regresa vestido de  nostalgia, de la mano de una obra que es símbolo y patrimonio cubano. Una labor que crece en el tiempo, porque nos refleja y eterniza, subraya y expande, dibuja y personaliza, y tantas cosas más. Sus huellas de formas y colores, de líneas y texturas, yacen ante nosotros para decirnos quién fue, qué hizo, soñó, creó, guiando el camino hacia su personalidad.

  

A través de toda su obra, el maestro Portocarrero luchó por conquistar una imagen de nosotros mismos que pudiera vincularse con nuestra identidad, mediante un lenguaje esencialmente pictórico, de búsqueda de las más profundas raíces. Él supo atrapar los rasgos de la cubanía y por eso penetró definitivamente en ella. Cuando se habla de la formación del oficio del artista, se dice que fue autodidacta y asimiló un conjunto de enseñanzas del arte clásico y del moderno, aunque en realidad, él se caracterizó por tener una visión múltiple. Porque recibió, procesando/asimilando, todo aquello que fue llegando a través del arte pictórico de sus antecesores y contemporáneos, así como por aquello que veía en revistas y libros. Sin olvidar lo que pudo influenciar en él, lo relacionado con las decoraciones ambientales, las fiestas del carnaval, los medios puntos, la asimilación profesional de facturas y ritmos característicos de la pintura ingenua o naïve, la artesanía e iconografía religiosa cristiana…

Pintó desde temprana edad y entre los 12 y los 14 años asiste a breves cursos de las Academias de Villate y San Alejandro. Su temperamento artístico no se adaptó a esta clase de aprendizaje, y siguió pintando por su cuenta. En más de una ocasión, al comentar de ese tiempo, reafirmaba su carácter de autodidacta, y refería que lo de Villate “fue cosa de niños” y de allí mencionaba, primordialmente, a Melero de quien dijo que era un “viejo muy hermoso de gran barba blanca”. Después sería la estancia en San Alejandro (menos de un año todo), “en ese tiempo di el arte antiguo griego. No me gustaba el ambiente de la academia…”.

Hacia 1923 un cuadro suyo es admitido en el Salón de Bellas Artes de la Asociación de Pintores y Escultores de La Habana. El año 1934 marcó su primera muestra personal en el Lyceum. Fue profesor del Estudio Libre de Pintura y Escultura que dirigió Abela en 1939, y en 1943 enseñó dibujo libre en la Cárcel de La Habana. Viajó por Europa, Estados Unidos y Haití. Su primera exposición fuera de la Isla fue presentada en la Julian Levy Gallery (Nueva York), en 1945. Precisamente en esa ciudad fue donde más tiempo vivió fuera de Cuba, un año. De aquellos momentos diría: “al cabo de ese tiempo, decidí que no podía más con ella (Nueva York) y vine para acá…”. Es que su temperamento y su amor por Cuba, La Habana, era muy fuerte, a tal punto que decía, que cuando viajaba no podía pintar, “me muevo sin cuadernos de apuntes y sin cámaras fotográficas…”.

Era habanero, ciento por ciento. Recorrió la ciudad completa a pie, y desde siempre tuvo el presentimiento de que podía revelarla plásticamente: “… lo que sentía por las piedras, las casas, las plazas, las calles, la gente…, creo que tuve la suerte de realizarlo mucho después, ya avanzada mi carrera”.

Si se recorre el conjunto de su producción (pinturas, dibujos, mosaicos, cerámicas, ilustraciones y viñetas) uno encontrará una avalancha de motivos reiterados en diversos períodos, series y variaciones estilísticas de su personal historia de artista plástico. Pero, es posible afirmar que el tema más general del creador fue siempre el de la cubanía —entendida en metáforas figurativas que sintetizan rasgos plásticos de la nación—; y que esa cubanía alcanzó, por la riqueza del tratamiento artístico y dada la raigal amplitud cultural con que fue asumida, una dimensión universal que permitía ver en sus obras el abigarrado contexto de Cuba y  también los aportes de lenguaje que procedían de la evolución del arte del mundo.

Huellas desde el tiempo

La impronta que quedó en René César Modesto de la Caridad Portocarrero de Villiers (su nombre completo), del ámbito vivido y frecuentado en sus primeros años, son diversas, al decir de muchos estudiosos y críticos. Incluso, el propio artista, en muchas entrevistas, habló de sus contactos iniciales con la sugestión del campo visual. Es decir, cómo despertaron en él la atención, aquellos objetos cotidianos y ornamentales del hogar: el enrejado, las mamparas y hasta las celosías policromadas del barrio de El Cerro, donde vivió su niñez. Allí, se fueron haciendo realidad y arte, aquellos recuerdos que consolidarían-marcarían para siempre su personal expresión artística. A lo que habría que añadir, otros objetos y adornos, jarrones con flores, ropas y rostros de personas que lo acompañaron en aquel tiempo de contemplación y juegos, en los que comenzó a dibujar, con manos inocentes las visiones que de seguro forjaron su después habilidosa caligrafía artística…

Pasaron los años y, fue descubriendo la pintura. De sus modelos, siempre señalaba que nunca tuvo otros maestros que no fueran Víctor Manuel, Amelia Peláez…, pues en ellos se fraguaba una concepción de la condición artística basada en las percepciones del medio doméstico, en una poesía visual del entorno local, y en aquellos elementos encontrados en las calles y en los interiores. Al resto de los creadores, los conocería después. Su primera salida al exterior fue cuando tenía 40 años, y a esa edad, comentaba siempre, “ya me había hecho aquí”. De esta forma sencilla, tomaba como punto de partida la tradición nacional/contemporánea de nuestra pintura, y como refirió el pintor y crítico Manuel López Oliva: “En lugar de negar dialécticamente el naturalismo decimonónico y las fórmulas de la academia, pudo afirmar y prolongar, enriqueciéndolo, el proyecto renovador que había introducido la generación precedente. Con su caso demostró, como ocurre en todo auténtico itinerario artístico, la continuidad en la cultura que José Lezama Lima apoyaba cuando escribió: Quizás somáticamente cada generación rompe con la anterior, pero desde el punto de vista del germa del protoplasma histórico, cada generación son todas las generaciones”.

El verdadero Color de Cuba

Cuando uno alcanza a ver reunida, su obra: pinturas, dibujos, ilustraciones, hasta cerámicas…, encontrará motivos que se repetirán en el tiempo y en las diversas  series, con temas y signos de un lenguaje personal que le llegaba de la realidad circundante y cercana. Ya sea en sus interiores del Cerro, las flores, escenas de mujeres danzando, los personajes del carnaval, hasta las figuras ornamentadas y las  catedrales, lo que se mueve en ellos son los elementos de un código íntimo, que proyecta sus secretos hacia un hermoso juego de formas y colores. Mientras que un similar sentido de la vida y de su visión sensorial de lo artístico, se posa en sus Floras.

Cuando un día le preguntaron, cuál había sido el mejor momento de su vida, sin titubear respondió que recordaba muchos, pero uno de los mejores, confesó, fue la mañana del Primero de Enero de 1959, pues, su obra de madurez la realizó dentro del proceso revolucionario. Es en estos momentos que su obra logra una mayor  plenitud y dimensión, aunque entre las décadas de los años 40 y 50 había tenido un auge creciente. Algo que nunca se cansó de repetir. Fueron muchos los cambios en la expresión, producto de las conmociones y transformaciones en la realidad histórica. Todo eso se manifestó en sus creaciones. Había encontrado el verdadero Color de Cuba. Es a partir de la década de los 60 que realiza esta serie, donde retoma el tema del carnaval, los fuertes y dinámicos diablitos, los santos populares, las catedrales, paisajes de La Habana, interiores del Cerro y esas figuras ornamentadas con nuevos bríos, con el color de la libertad y la alegría. Precisamente en el año 1963, expone en la Galería de La Habana, la importante muestra Color de Cuba, que puede considerarse un punto de confluencia de los variados temas y procedimientos artísticos plasmados en toda su obra.

Un sentido esencialmente sensorial

Los primeros años de los 60, revelan la vigencia y contemporaneidad de René Portocarrero. Ahora resplandece su paleta de pintor. Aparecen puros los tonos brillantes: rojos, azules y amarillos. El color y la línea arman, en sus trabajos, un vocabulario que crece con la composición. Y aunque el ser humano no aparece explícito en todas sus obras, se sabe que es siempre el protagonista principal.

Como único paisaje en su trabajo está ahora el de La Habana en rojo. Son paisajes urbanos, indeterminados, donde hace referencia a ciertos rasgos arquitectónicos y a la recomposición de estos elementos que son su visión de la ciudad, concebida y realizada en los días de la Crisis de Octubre, según comentó el artista en una oportunidad.

Su temática, por estos años se centra en la captación de la mujer en una nueva serie: tema que el creador había abordado en 1941 y que desarrollará después en el conjunto denominado Floras. Se trata de las Figuras ornamentadas que le adjudicarían el premio Sambra, de la Bienal de Sao Paulo en 1964. Imágenes cargadas de sintético carácter simbólico, peculiares estampas o figuraciones poéticas que interpretan el enjambre de sensaciones que el artista recibía de la realidad cambiante. De esta etapa referiría Roberto Fernández Retamar en un artículo publicado en la revista Cuba, en agosto de 1963: “Entonces llegó el reenquiciamiento de la Revolución… Las figuras de Portocarrero volvieron al cuadro, más reales, llenas que nunca, habiendo ganado la experiencia de un pincel sin vacilaciones…”.

Esa visión particular de la vida, del placer y el sentido esencialmente sensorial de lo artístico se trenza en sus obras. Las mujeres y las plantas, la floración o el arlequín, el fetiche cristiano o el sincrético hispano-africano…, constituyen en este creador elementos de un código íntimo, de esa proyección de sus secretos hacia el fantástico juego de formas y tonos.

Una anécdota singular

Hace ya casi 32 años (octubre de 1984) pude entrevistar al Maestro cuando recién comenzaba mi labor periodística (fue publicada en el periódico Ahora, de Holguín). Era en su ocaso, meses después, dejaría de existir. Pero en aquella conversación en su apartamento de El Vedado, desde donde divisaba parte de su Habana (frente al hotel Nacional), René Portocarrero habló de sus preferencias, de su amor por el pueblo cubano, y, sobre todo, abrió las puertas de su memoria a algunas anécdotas de su vida. Una de ellas, se reproduce aquí:

…Su vista queda fija en el vacío; tal vez recuerda su infancia en el caserón colonial del Cerro, entre mamparas y rejas, o quizás su primera exposición en los años 30. Su rostro se ilumina con una luz de alegría y una sonrisa aflora en él: mira una plumilla de los años cincuenta y expresa: “En esa época surgió un retrato muy interesante. En 1955 yo vivía en las calles 19 y 20, aquí en el Vedado, e iba por las noches con otros amigos a un bodegón que quedaba a una cuadra de allí, en 18”.

“Un día –continuó- apareció un joven de apariencia española muy marcada, alto. Se sentó en una mesa puesta de frente a la nuestra. Tomó un café con leche y un bocadito, y luego pasó horas y horas meditando. Eso ocurrió dos o tres veces más, y de ahí surgió un retrato de aquella persona. Era el joven de frente, con el cuello de la camisa sobre el saco y sin bigotes. Increíblemente la figura salió con una luz que le rodeaba como una aureola, y con el tiempo me enteré que era… Fidel, que vivía cerca de allí. Fue la época después de salir de la prisión de Isla de Pinos. ¡Una gran casualidad! Ese retrato lo conserva el Comandante en Jefe”.

“Arquitecto” de la cubanía

Hoy, regresa en las memorias, el poeta del color y las formas, el “arquitecto” pictórico de la cubanía. Y también unas palabras, certeras y proféticas, que el célebre artista y muralista mexicano David Alfaro Siqueiros expresara del entonces joven creador René Portocarrero, en ocasión de la muestra de Pintura Cubana Moderna expuesta en Ciudad México hacia 1946. Lo denominó “el más talentoso de los jóvenes pintores cubanos”, y más adelante diría: “su sentido de la estructura –imaginaria hoy- lo conducirá a la estructuración física, al espacio arquitectónico de la pintura mural, a las relaciones entre la pintura formal y el color cinematográfico… Estoy seguro de que este artista logrará… el gran lirismo de una estética pública”.

Y así fue, Portocarrero pintó y pintó hasta el final de sus días, tratando de reflejarnos a todos nosotros (los cubanos) en esa obra que construyó a base de tesón, ingenio y laboriosidad, buscando las raíces y, dejando, en muchos espacios y rincones, el retrato de lo cubano. Y que, además, habla de esa estética pública, que cuatro décadas antes presagiara para su quehacer artístico el gigante mexicano de la plástica.

Recordemos, pues, al Maestro con una sonrisa, trayendo al presente, al menos en palabras escritas, un poco de su sentido del humor criollo, que como buen cubano desplegó en una hermosa entrevista que le realizaran, con motivo de sus 70 cumpleaños, en el Resumen Semanal de Granma (1982): Al valorar la trascendencia popular que ha tenido su obra, respondió: “La Flora, dijo, se ha hecho muy popular. Al extremo de que ya cualquier mujer que hago la llaman Flora. Eso empezó con una idea magnífica de la compañera Celia Sánchez de que los artistas pintáramos latas de galletas. Por ahí fue la popularidad mayor. Nunca olvidaré que un día iba por La Rampa, y siento una voz: “Adiós, maestro, felicidades, gloria de Cuba”, y yo busca que te busca, no veía a nadie; en eso, miro para abajo, delante de mí, y era una enanita. Adondequiera  que voy hay gente que me conoce y me viene a saludar. Son cosas para mí realmente incalificables. También me han hecho dos documentales los compañeros del ICAIC. Eso ha ayudado a difundir mi obra dentro del pueblo”…

Un día preguntaron a Portocarrero: ¿Qué es para usted pintar? A lo que el artista respondió: “Pintar para mí es la realización de mi vida. Cuando no pinto me siento fuera de órbita: en dos palabras, no existo”.


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