Puerto Rico y el reclamo de Betances


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A Ramón Emeterio Betances, colaborador de José Martí y que, ya anciano, representó al Partido Revolucionario Cubano en la comunidad cubana de París, se le atribuye una exclamación desgarrada tras el levantamiento del 24 de febrero de 1895 en Cuba: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan!”

Promotor del levantamiento ocurrido en Puerto Rico, en Lares, el 23 de septiembre de 1868 —que fue sofocado, pero precedió en varios días al que Carlos Manuel de Céspedes encabezó en su ingenio Demajagua—, Betances sabía lo que significaba la independencia tanto para su pueblo como para Cuba. A la organización política fundada por Martí la llamaba Partido Revolucionario Cubano y Puertorriqueño, con el derecho que le daban su conducta y su pensamiento, y las Bases del Partido, que nació entre cubanos y puertorriqueños para lograr “la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”.

Martí y Betances actuaban y pensaban urgidos por la conciencia de que había llegado el momento de realizar ese propósito, contra el cual se erigían poderosos escollos. El anexionismo, aliado de las pretensiones imperialistas, sobresalía entre los obstáculos que el camino hacia la independencia enfrentaba y que, alimentados desde el exterior, reforzaban los de carácter interno, como las fisuras en la unidad patriótica.

La propaganda autonomista era otro peligro, y despertaba en sectores de Puerto Rico las mismas complicidades que tenía en sus similares de Cuba. Pero aquí el apogeo independentista —con un aprendizaje nutrido por la experiencia y los ímpetus, y las frustraciones, de la Guerra de los Diez Años y de intentos posteriores de insurrección— se colocó por encima de ella.

El anexionismo y el autonomismo, que a menudo se trenzaban, complacían a quienes el día antes de caer en combate Martí llamó “especie curial”, “contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante, —la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país—, la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.

Y Betances sabría lo que tales intereses representaban también para Puerto Rico. Por ello lo angustiaba que su pueblo dejara pasar el momento en que debía ponerse en pie de guerra para conjurarlos. La gesta no sería garantía bastante para desterrarlos, pero sí un valladar poderoso contra ellos.

La experiencia desatada por la intervención estadounidense de 1898 y sus engendros posteriores lo corroboró. A la Cuba que había tenido en pie un heroico ejército libertador, se le reservó someterla al experimento neocolonial —el “sistema de colonización” que, lo vio Martí, los Estados Unidos se aprestaban a ensayar—, mientras que a Puerto Rico se le impuso la condición de colonia.

Profundamente antipatriótico, el anexionismo siguió operando en ambos pueblos, de distintas maneras, pero con igual naturaleza. Y con una enseñanza que debía o debe servir a quienes aún pretendan engolosinarse con ilusiones anexionistas en Puerto Rico o en Cuba: la anexión está condenada al fracaso, no solo porque en ambos pueblos hay fuerzas que los honran defendiendo los ideales independentistas, sino porque al imperio —emporio de racismo— no le interesa anexarse pueblos que estima inferiores.

De interesarle, habría hecho todo lo posible —quizás sin necesitar mucho esfuerzo, dadas sus prerrogativas de metrópoli poderosa— para anexarse Puerto Rico. Pero lo mantiene en un régimen colonial humillante y omnímodo, y lo ha usado o lo usa en experimentos terribles altamente dañinos para la salud. Copó sus espacios políticos y lo fue desproveyendo de cuanto recurso natural y cuanta infraestructura podía servirle para calzar su soberanía, más allá de ciertas maniobras como la llamada soberanía deportiva.

Le ha arrebatado desde la agricultura hasta otras fuentes productivas, como la industria y el mercado farmacéuticos, y todo ello determina que una enorme parte de la población puertorriqueña resida en los Estados Unidos. Junto a otros problemas, esa circunstancia motiva pensar qué sería para el desplazamiento de familias entre ambos territorios si de momento necesitaran la visa que ahora el pasaporte imperial impuesto hace innecesaria.

Es deplorable y dolorosa la propaganda según la cual el pueblo puertorriqueño no quiere la independencia, cuando se le ha despojado de todo cuanto pudiera servirle de asidero para verse a sí mismo disfrutando de ese bien. Pero la voluntad independentista se ha expresado en asuntos tan importantes como la idiosincrasia y la identidad cultural, alma del pueblo, y ningún poderío ha podido privarlo de su bandera e imponerle el uso del inglés y el abandono del español. Tal expresión de resistencia vale aún mucho más en un mundo donde la globalización coyundeada por el imperialismo estadounidense provoca tantas desnaturalizaciones, incluso en entornos de clara voluntad anticapitalista.

A menudo se quiere devaluar el independentismo puertorriqueño tildándolo de minoritario, cuando históricamente en el mundo las más resueltas y radicales posiciones revolucionarias —entre ellas las anticolonialistas e independentistas— se centran en la vanguardia de los pueblos. ¿Será necesario recordar que todo pensamiento revolucionario tiene su más avanzada y consecuente defensa en hombros de una vanguardia que, por definición, es minoritaria? Es así aunque en determinadas circunstancias, sobre todo en plena lucha y después del triunfo de una revolución popular, entre la vanguardia y la masa se den interconexiones de gran fertilidad.

La opresión en general, y la imperialista en particular, abonan el pensamiento emancipador, y el topo de la historia puede saltar por donde no se le espera. La evidencia de una deuda interna impuesta a Puerto Rico para beneficio de sus opresores no podía pasar inadvertida para todo el pueblo que la sufre. Y otro tanto cabe decir del desamparo en que él se vio tras el paso del huracán María.

¿Pueden las mayorías puertorriqueñas desentenderse de la grosera actitud mantenida contra ellas por el gobierno que, dada su condición de metrópoli, de poder imperial al que está sometido Puerto Rico, tenía la obligación de apoyarlo ante los estragos —aún hoy no totalmente restañados— de una tormenta que pasó de natural a social y política? Lejos de auxiliarlo como debía, el césar menospreció su tragedia y lo humilló lanzándole toallas higiénicas.

En ese contexto se explaya la corrupción del régimen que medra con el empobrecimiento de Puerto Rico, y se produce la revelación de las groserías racistas y homofóbicas de un funcionario colonial que representa al imperio. ¿Podía todo eso ocurrir sin suscitar protestas por parte del pueblo puertorriqueño?

No solo no podía pasar sin ellas, sino que ha dado lugar a una movilización sin precedentes en Puerto Rico. Es heterogénea, sí, y  no todas las personas que participan en ella tendrán perspectivas radicales. Tampoco lo más importante son ciertamente las groserías del gobernador, que no compiten, o emulan si acaso pálidamente, con las del césar a cuya “autoridad” él obedece.

Todo eso es cierto, pero también lo es que el ímpetu mostrado por la dignidad puertorriqueña frente a tales hechos pudiera estar apenas empezando, y no se debe descartar que llegue a estadíos que no habría ni imaginado el amo imperialista. De ahí la brutal represión aplicada a protestas pacíficas, y también la tardíamente anunciada dimisión del gobernador, pues ¿va a arriesgar más el imperio por no sacrificar a un peón que no le será difícil sustituir por otro de similar catadura? Pudiera ser un lacayo capaz de cuidarse de usar expresiones como las que han puesto en jaque al actual, o uno más hábil para impedir que se las graben.

Si la inicial negativa del gobernador a renunciar pudiera ser una posición de fuerza antidemocrática —suya u ordenada por sus jefes— para dar imagen de fuerza y humillar al pueblo, ahora el anuncio de su dimisión pudiera ser una estratagema para ganar tiempo. La patria puertorriqueña merece hacer notar que no se trata de un funcionario que se va porque él quiere, sino porque lo ha echado Fuenteovejuna.

Y tiene también ese pueblo el derecho a que, a partir de las recientes protestas, se le aplique lo escrito por Martí a propósito del independentismo cubano: “Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión”. Sería comenzar la digna respuesta merecida por el desgarrado reclamo de Betances.


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