Serafín y los diablitos.


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Uno de los recuerdos de mi ya lejana infancia está relacionado con los distintos tipos de adornos que había no solo en mi hogar, sino en muchas casas habaneras y cubanas. En ese entonces había adornos específicos para cada rincón o lugar de la casa; pero los más cercanos eran los que rodeaban la mesa en la que descansaba la radio y el que era colocado sobre el televisor en aquellas casas donde existía ese aparato.

En el caso de las paredes el asunto se complicaba un poco más. Recuerdo que mis abuelas tenían en la sala de sus casas, dando la bienvenida, un cuadro a gran tamaño de un corazón de Jesús y en una esquina el altar en el que se acumulaban determinados objetos religiosos y entre ellos destacaban una Santa Bárbara de tamaño medio y un San Lázaro, junto a sus perros. Los dos ocupaban los extremos de aquel sitio de adoración donde era encendida una vela los días en que se celebraban las festividades de los mismos. Y en el fondo,  una gastada foto de aquella que nunca llegué a conocer y que debía ser la bisabuela.

Mis padres eran un poco más austeros. Sus adornos de paredes estaban más en sintonía con la tendencia del momento: afiches y carteles diversos. No olvido que en una pared había una gran foto de Ángela Davis y muy cerca de ella otra de Miriam Makeba. Dos mujeres muy de moda en esos tiempos.

En las paredes también había espacio para un par de fotos de su boda y no podían faltar las de los niños de la casa.

En esos mismos años setenta se llegaron a poner de moda las artesanías hechas a base de semillas de distintos tipos de árboles, sobre todo en las que predominaban las de flamboyán; y que gracias al ingenio de sus creadores tenían distintos motivos y sus complejidades.

Pero la cumbre de esa moda llegó en el mismo instante en que se pusieron de moda las réplicas de “diablitos”, que podían descansar sobre cualquier superficie. Lo que permitía ponerlos sobre el televisor o en la mesita de centro de la sala junto a las fotos familiares y el gato de yeso que también comenzaba a imponerse como adorno importante en las salas hogareñas.

En lo personal no recuerdo cual fue la razón que me impulsó a coleccionar aquellos diablitos. Recuerdo que, en mis primeras andanzas por la ciudad en calidad de adolescente confiable, en más de una ocasión pasé largos ratos dentro de una tienda llamada Indochina que está situada en el cruce de las calles San Rafael y Águila – y que tenía su versión más light en la que se ubicaba en los bajos del edificio que ocupa el Ministerio de Salud Pública y que se especializaba en artículos fotográficos fundamentalmente—donde había una sección de artesanía cubana.

A la altura de aquellos años no recuerdo que alguien me diera una explicación válida y coherente del origen y valor cultural de aquellas figuras que atesoraba y que llegaron a ser unas quince; sobre todo por los distintos colores de sus vestimentas. Incluso mis abuelos se alegraban de que los atesorara; ignorando por ese entonces la relación espiritual que tenían con aquellas imágenes. Fue cerca de mis quince años que descubrí el valor de aquellas artesanías que alguien comenzó a llamar “kitsch” por la protesta airada de uno de ellos.

Según Chiquilián, mi abuelo paterno, aquellas figuras eran llamadas Íremes y tenían un uso mágico religioso en una institución llamada “Ñañiguismo” a la cual él pertenecía orgullosamente desde el mismo momento en que cumplió veintiún años. Y es el que relaciona espiritualmente a los ancestros con los hombres.

Ese fue el momento en que descubrí la existencia de esa asociación fraternal y religiosa llamada Abakuá de la que era miembro destacado y sentía orgullo de ello. Fue también el momento en que me llevó a una de sus reuniones dominicales que coincidía con una de las celebraciones más importantes: el día seis de enero; y  mi presentación en sociedad; por así decirlo.

Por vez primera me encontré frente a los “diablitos” y no voy a negar que me impresionaron a tal punto que sentí profundos temblores ante su presencia y sus gestos.

Pasaron los años y un buen día en compañía de mi padre conocí a Serafín “Tato” Quiñones. Fue en el bar Antillas, o simplemente Las cañitas; del Hotel Habana Libre. No olvido que fue una salida familiar que terminó en aquel lugar para escuchar al saxofonista Nicolás Reinoso y su grupo.

En uno de los intermedios de la presentación mi padre, Nicolás, el escritor Abraham Rodríguez que también estaba y Tato se enredaron en una larga conversación sobre literatura y pasaron revista a sus años mozos –los sesenta—y cada uno revivió las leyendas de aquellos tiempos en que cada noche contaba en sus vidas como una experiencia inolvidable.

No imaginaba entonces que años después sería Tato Quiñones una suerte de mecenas cultural en mis primeros pasos dentro del mundo de la cultura cubana.

Ese mecenazgo incluyó el tener acceso a su biblioteca, a muchos de sus libros y a compartir suculentos platos de espaguetis en su casa ante la mirada de su perro Don Paco; que no paraba de buscar el afecto de su dueño o de sus invitados.

Para ese momento ya había leído algunos libros de Fernando Ortiz y era un habitual de los Sábados de la rumba en la sede del Conjunto Folklórico Nacional donde disfrutaba de todas sus propuestas; pero lo que más me agradaba, era el momento que llegaba el cuadro abakuá y la manera de bailar de los Íremes; que para ese entonces ya no me atemorizaban.

Pero mi gran conexión con Tato vino en el mismo instante que descubrí que en uno de los extremos de su librero descansaba una réplica de aquellos “Diablitos” que en los años setenta fueron objeto de mi colección. Entonces descubrí no solo su pasión, sino la razón fundamental de sus trabajos investigativos y de muchos de los ensayos que estaba escribiendo.

Aquellas charlas, que duraban hasta altas horas de la noche, me acercaron a momentos, pasajes y personajes de la historia patria que no siempre están recogidos os suficientemente aclarados en los libros de historia o sobre los que pesaban –y pesa muchas veces—determinados prejuicios entre los que gravaba profundamente la discriminación racial.

Ser abakuá era uno de sus grandes orgullos; tanto que la primera presentación pública de su libro de ensayos Enkori Abakuá fue en una “junta” de la potencia “Muñanga Efó”, en el barrio de Jacomino; cerca del lugar en que vi por vez primera los Íremes en compañía de mi abuelo paterno. Aquel día Tato estaba más que feliz.

Pero su pasión fue mucho más allá. Un buen día logró que la productora de televisión Mundo Latino le aprobara un grupo de proyectos fílmicos en los que recogió el testimonio de importantes figuras de la cultura afrocubana vivos en ese entonces; todos hombres y mujeres anónimos; que fueran depositarios de saberes que estaban condenados a desaparecer.

Meses antes de su partida física nos vimos. En ese momento BIS MUSIC preparaba el disco homenaje a los Muñequitos de Matanzas por su aniversario setenta y en una conversación con su director Diosdado Ramos manejamos su nombre como posible escritor de las notas del mismo. Diosdado estaba orgulloso: eran Ecobios. La vida no permitió que se concretara aquella idea que de haberse logrado hubiera sido un cierre digno para muchos de sus sueños.

Aun así Tato Quiñones está presente cada seis de enero en la ciudad. Gracias a su empeño el día de Reyes vuelve a ser parte de las tradiciones de la ciudad y con él la salida de los Íremes que ya no asustan a los niños.


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