Videojuegos y adultos: ¿prohibir o participar?


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Para los que ya somos mayores, sea porque peinamos canas o porque ya no tenemos nada que peinar, al hablar de juegos nos vienen a la mente aquellos alejados de la realidad actual, muy participativos y diseñados para compartir entre grupos, fueran para un solo sexo o en variantes mixtas, donde se cuentan desde “las casitas”, con sus correspondientes ”cocinaítos”, pasando por “la candelita”, “el pon”, “los escondidos”, “los agarrados”, las inolvidables y sempiternas bolas, junto a los papalotes y al “pitén” de pelota, sin olvidar yaquis, damas —normales o chinas—, parchís y hasta toda una línea de mesa, piratas, detectives y beisbolito, estos últimos que un coterráneo ingenioso de apellido Hernández de Hita calificaba como “sensacional invento de un cubano”.

Lo interesante de aquellos juegos es que siempre, de una u otra forma, nuestros mayores participaban: eran jueces, repartían las “joyas”, ayudaban a esconder el “chucho” y, obviamente, eran los cancerberos protectores de la hora del cierre, fuera para la comida, el odiado baño o hasta para ver los muñequitos y las aventuras.

Hoy, esos adultos se han autoexcluido de cualquier variante de los ciberjuegos. Ya hasta existen complacientes explicaciones de que ellos no han logrado ser ni siquiera emigrantes, frente a los nacidos digitales o cualquier otra variante de justificación, que los lleva a tomar una ilógica distancia de la importancia que tiene la relación del adulto para que esos juegos, sean o no ciber, coadyuven a una educación de los niños o adolescentes que dedican cualquier cantidad de horas a estas opciones, en realidad, muy absorbentes.

Y no es solo un problema de Cuba o de las condiciones de desarrollo menor o mayor que tengamos. La literatura cita ejemplos en cualquier contexto donde se han popularizado estos tipos de juegos, incluidos los que ya hoy en día son pingües negocios, no solo por la venta, sino por los supertorneos millonarios que han pasado a formar parte de la vida cotidiana y que la información en esta pequeña aldea global en que hoy vivimos nos trae su realidad y nos la restriega en la cara cada día.

Y entonces caben las preguntas: ¿por qué unos adultos son capaces de participar de esos juegos mientras que otros se autoexcluyen? ¿Por qué esos padres que participan, son escuchados por sus hijos e incluso consultados sobre la filosofía real que subyace dentro de estos productos cibernéticos? ¿Qué se gana con la no participación?

Incluso, en aquellos tiempos pasados referidos en los primeros párrafos, los adultos, especialmente madres y abuelas, eran además guardianes de la distancia “sexual” imprescindible para que un juego —por ejemplo, de los escondidos—, bajo ningún concepto pasara de allí y nadie intentara “robar” u “ofrecer” una caricia, por muy inocente que fuera.

La gente “pesada” era la que solo ejercía el papel de la Inquisición; mientras las que participaban, enseñando trucos, en fin, siendo parte activa del juego —también controlaban—, tácitamente recibían el respeto de nosotros, en tanto infantes de aquella época, para que fueran ellas o ellos los que nos cuidaran o los que ejercieran la guía adulta.

Y lo aceptábamos así y hasta “nos portábamos bien”, para que nos permitieran continuar los juegos y no ser castigados, no ya con la prohibición, sino con el cambio de guardián.

Recuerdo siempre al padre de uno de mis amigos que cargaba muchos fines de semana con diez o doce muchachos, para formar parte de unos juegos de pelota de barrio en algún terreno cercano, donde él siempre jugaba primera base para los dos equipos, sin batear, pues su fuerza con el madero hubiera desequilibrado la competencia.

En aquellos viajes, “portarse” bien era imprescindible o automáticamente eras excluido de la autorización paterna o materna para formar parte de ese grupo. En palabras sencillas, el romper las reglas te excluía, aunque muchos pedagogos o sicólogos puedan criticar el método, no escrito en ningún lugar, pero aceptado por acuerdo tácito que nadie mencionaba.

Los videojuegos, violentos o no, no presentan ninguna diferencia, más allá de la autobarrera que podamos construir en nuestra mente. Una justificación muy socorrida es también la de que al menos “sé dónde está el niño y así no se mezcla en la calle con la gente de estos tiempos que es muy compleja” u otras frases parecidas.

Pero esos adultos, y deseo dejar aclarado que con toda intención no solo me refiero a padres y madres, toman tal distancia, que pierden cualquier relación con el control real que se debe poseer sobre las actividades lúdicas infantiles, sean o no con la computadora. En ese caso, olvidan la posible variante formativa de cualquier juego, fundamentalmente los que se ejecutan en los ambientes cibernéticos.

Al referirme a cualquier juego, pienso, por ejemplo, en un grupo de los más criticados, los llamados juegos de guerra, en sus variantes con altos niveles de violencia y donde los consejos inteligentes, no solo por lo que se dice, sino por la forma en que se dice, pueden aprovechar el contexto para explicar muchas razones que hay detrás del juego o del escenario que este representa.

La violencia gratuita y extrema, las definiciones de quiénes son los buenos y quiénes los malos, visto desde diferentes puntos de vista, ofrecidos además a partir de estudios comerciales y comunicacionales, también de estudios pedagógicos y sicológicos, destinados a influir en los gustos de grupos etáreos muy bien definidos. Dirigidos y particularizados a destinatarios por países, en versiones adaptadas para sus niveles socioculturales, obligan a una mirada crítica pero inteligente, y no repito la palabra de forma gratuita, sino por la importancia real que tienen los adultos en la actualidad de aprender a enseñar.

Sin que esta afirmación pueda ser sostenida por una estadística con todas las condiciones que se requieren para validarla, en diferentes entornos, sea en mi papel de educador o en el de simple compañero de trabajo, en reiteradas ocasiones repito la misma pregunta: ¿ustedes se sientan con sus hijos a jugar en la computadora? La respuesta, con variables gramaticales, se mueve en estas líneas: “eso ya no es para mí”; “esos ‘trastos’ son muy complicados”; “si el tiempo no me alcanza ni para rascarme la cabeza, cómo voy a dedicarme a jugar”; o la más lapidaria de todas: “eso no es cosa de adultos”.

El protagonista de un programa de la televisión, El narrador de Cuentos, decía que en los tiempos más antiguos a ese personaje se le reservaba el mejor lugar de la casa, el más cercano al fuego, para que ofreciera sus historias. Esta persona, no solo la de la pantalla, fue también el juglar que se respetaba, tanto por lo que decía, como por tener, o al menos representar, una experiencia que el resto no poseía ni de cerca.

Y ese precisamente es el papel del adulto en la actualidad, cuando está obligado a incidir en los menores de su entorno más cercano, no como el censor por excelencia, pues lo más fácil es prohibir, sino como el conocedor que puede orientar, sugerir y, por qué no, llegar a prohibir, pero no desde la posición de la fría estatua que levanta el dedo sancionador, sino desde la posición de aquel compañero cuyas opiniones son respetadas porque, primero que todo, antes de ser juez, es parte.


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