Vistazo al ayer de una ciudad cumpleañera: En las calles habaneras, de todo, como en botica


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Aquello comenzó con el desbarajuste de una urbanización a la buena de Dios, a como salieran las cosas, y “el que venga atrás, que arree”.

La irregularidad con la cual se fue conformando la villa habanera se refleja en el Cabildo, donde un regidor se desgañitaba pidiendo “que se ponga nombre a las calles, para que se entienda dónde se han de hacer las casas”.

Siguiendo un método no exento de poesía cotidiana, el pueblo fue nominando las calles sobre la base de lo circunstancial. Una se identificó por la gran cantidad de artesanos que allí ejercían sus OFICIOS; otra, por los paseos matinales de un OBISPO; una tercera por la LAMPARILLA que un devoto encendía ante una imagen religiosa.

También podían ser base para la denominación popular el ÁGUILA pintada en el cartel de una taberna, un frondoso árbol de AGUACATE, un ALAMBIQUE o la ZANJA, primer acueducto que hubo en las Américas.

Se reflejan la PICOTA donde se azotaba a los presos, lo solitario y desamparado de un paraje que parecía a propósito para que arrastraran sus penas las ÁNIMAS, y el EMPEDRADO con el cual se cubrió experimentalmente una calle por la cual desemboca un gran volumen de agua en tiempos de lluvia, paraje donde el novelista Alejo Carpentier inicia la acción de El siglo de las Luces.

Tampoco faltaron unos CORRALES de reses, un gran farol en forma de ESTRELLA o la PERSEVERANCIA que se requirió para la construcción de una rúa.

GERVASIO (Rodríguez) no fue un gobernador, ni un obispo ni un científico de renombre: le bastó con haber sembrado el primer mango que se trajo a Cuba. BERNAZA (José) no hizo en su vida más que hornear panes, pero su apellido nombra la calle donde nació Plácido, célebre poeta mártir.

Al pueblo habanero le bastó, para nominar las calles de su villa —como ha dicho el historiador Emilio Roig de Leuchsenring—“el encanto, el atractivo y el interés folklórico de estos nombres que rememoran hechos menudos o trascendentales de la vida de una población, o sus tradiciones y leyendas”.

Dígase, por último, que la picardía no estuvo ausente en esta nomenclatura, y enseguida ejemplifico.

El capitán general Ricafort, quien mandó en Cuba durante algunos años en la primera mitad del siglo XIX, paseaba una tarde por San Cristóbal de La Habana, acompañado de su escolta.

Como suele suceder con nuestro caprichoso clima, se desató de pronto una intensa tormenta, con aguacero a plomo y una tronada de los mil diablos.

El gobernador halló refugio en la casa de cierta agraciada muchacha, de apellido Méndez, quien acababa de enviudar. Dicen las malas lenguas —y la mía no es ni regular— que la susodicha era bastante provocadora, sensualmente intranquila, en fin, decididamente sata, cual aquí solemos diagnosticar.

Ricafort, aunque ya un vejete, conservaba algunos arrestos viriles y desde entonces, hubiese o no tormenta, pasaba las tardes en casa de la viudita, donde encontró su santuario, su amparo, su madriguera, su “refugio”.

Y, entonces, comadres y compadres, ¿se preguntaban ustedes por qué existe una calle habanera, que nace en Avenida de las Misiones y muere en Crespo, que se llama precisamente REFUGIO?

Sí, de tan caprichosos detalles, fue construyéndose la nomenclatura de esta ciudad, pronto cinco veces centenaria.


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