Singularísima casualidad en la historia de la literatura cubana: nuestros tres primeros poetas unánimemente reconocidos, fueron militares, combatieron en la vecina isla de La Española y se llamaban Manuel.
Uno de ellos, Manuel de Zequeira y Arango, va a ser nuestro guía en el viajecillo de hoy, que nos llevará hasta el cinturón de murallas que celosamente protegían a la fiel villa de San Cristóbal de La Habana.
EL POETA MILITAR
Nació el habanero Zequeira en 1764, y murió en su ciudad natal cuando transcurría 1846. Desde los veinte años se encauzó en la vida militar, y ascendió hasta la coronelía. Asiduamente cercano al periodismo, tuvo desempeño protagónico en el Papel Periódico de la Havana, donde se perfiló como un iniciador de nuestro quehacer costumbrista. Poeta, por su constancia en el ejercicio de la pluma los críticos lo consideran como el primer cubano que gana merecidamente el título de escritor.
Contrariando a su vida como hombre de armas, fue un cantor de la paz, según evidencia el poema “Contra la guerra”:
El hombre contra el hombre se enfurece,
Su propia destrucción forma su historia,
Y de sangre teñido comparece
En el sagrado templo de la gloria.
Cese hombre tu furor, tu ambición cese,
Si el destruirte a ti mismo es tu victoria.
No. No es Zequeira el malencarado militarote, sino que lo imaginamos siempre propicio a la sonrisa. Quien lo dude, asómese a sus epigramas y letrillas, que parecen brotados de la pluma quevedesca, y nos hacen retorcernos de la risa por sus diatribas, lo mismo contra leguleyos que contra matasanos o damas metalizadas.
A no dudar, disfrutó de la alegría de vivir. (El pobre no imaginaba que sus últimos veinticinco años de vida transcurrirían en las tinieblas de la locura).
AVENTURA NOCTURNA POR LAS MURALLAS
Estamos a 15 de febrero de 1808, y gobierna en Cuba el Marqués de Someruelos. En esa fecha, Manuel de Zequeira y Arango es el oficial al mando de la ronda nocturna que va a transitar por las murallas habaneras.
El recorrido de esta patrulla inspirará a su jefe un poema —en aplatanadas décimas— probatorio de que un humorista, para serlo, en primer lugar ha de reírse de sí mismo.
Esa noche reina lo que por acá nombramos un norte, cuando masas de aire frío y lluvia —procedentes de tal punto de la rosa náutica— ponen una nota ríspida en nuestro habitualmente benigno invierno.
Y en una atmósfera surrealista, y a la vez superjocosa, Zequiera nos lleva en su poema por el cinturón de murallas que abraza a la ciudad.
Parte la ronda de la Real Fuerza, el más antiguo castillo de las Américas:
Yo, aquel súbdito obediente
Que en grado superlativo
Soy militar a lo vivo
Y esqueleto a lo viviente.
Yo, aquel átomo paciente
Que de nada se lamenta
Describiré la tormenta
Que con suerte muy contraria
Sufrí en noche turbulenta.
Zequeira va guiándonos en su ronda por las murallas, a lo largo de este que Fina García Marruz ha catalogado como “el poema más extraño de nuestro siglo XIX”.
Batido por el norte, llega al baluarte de La Machina, en Sol y Santa Clara:
Con un silencio profundo,
Como si nadie viviera,
Seguimos nuestra carrera
Como almas del otro mundo.
En el tiempo de un segundo
Llegamos a La Machina
Y al mirarnos de bolina
La centinela primera
Dudando qué cosa fuera
Ni aun a hablar se determina.
No obstante, como concibe
Que todos íbamos muertos
Con trémulos desaciertos
Gritando nos da el quién vive.
De esta suerte nos recibe
La guardia llena de espanto,
Y sospechando entre tanto
De mi vital subsistencia
Para afirmar mi existencia
Tuve que implorar a un santo.
Zequeira va dejando su firma en cada baluarte, y tal hace en el muelle de Luz, embarcadero aún hoy existente:
Así que dejé el borrón
De mi firma con gran gala,
Salí de allí como bala
Despedida de cañón:
Con tal precipitación
La luz del farol se apura,
De suerte que en tal tristura
Llegué en un decir Jesús
Hasta el muelle de Luz
Por tétrica conjetura.
El poeta-militar, mofándose de sí mismo, nos lleva en su ronda hasta el baluarte de Paula, junto a la iglesia hasta hoy conservada:
Desde aquí salí al instante
Con un impulso violento
Llevando con tanto viento
Los honores de volante.
Cual difunto militante
A Paula llegué entre tanto
Y el cabo lleno de espanto
Sin mirar a mi respeto
Quiso, viéndome esqueleto,
Soplarme en el camposanto.
Acompañamos a Zequeira, en su accidentado recorrido, hasta la garita de Damas y Desamparados, donde hoy se halla el muelle La Coubre:
Luego fue hasta la garita
Que de San José se nombra,
Que teniéndome por sombra
La centinela me grita.
El cabo se precipita
Por saber quién era yo,
Y así que me recibió
Dejé allí la firma mía
Que no la conocería
La pluma que la parió.
Ahora, nos conduce hasta la garita del Matadero, que cerraba la calle Compostela:
Salí de allí muy ligero
Con angustia muy crecida
Y para abreviar mi vida
Fui a parar al Matadero.
Aquí me encontré un tintero
Rebosando en mazacote,
Y allí empuñando un garrote
Que en vez de pluma encontré
Sobre una tabla dejé
En cada letra un palote.
Con un triste desvarío
Fui siguiendo mi aventura
Y sin tener calentura
Me iba muriendo de frío.
En este momento impío
Me acometieron traviesos
Dos mastines con excesos;
Pero por fin me dejaron,
Porque sus dientes no hallaron
Ninguna carne en mis huesos.
Y así Zequeira, un coronel humorista, en aquella madrugada tormentosa de hace más de dos siglos, cierra su ronda en la señorial Plaza de Armas, para dejarnos lo que Lezama Lima llamó “uno de los momentos más verídicos de nuestra poesía”.
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