Venezuela: claves más recientes


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La crisis venezolana vuelve a estar en el menú diario de la política exterior de la administración Trump. Parece increíble que Washington conceda tiempo y recursos al escenario venezolano cuando se encuentra abrumado por la otra crisis, la mundial del coronavirus, donde en los Estados Unidos se infectan decenas de miles y mueren cientos todas las semanas, con 6,6 millones desempleados y una recesión que se encamina a superar con creces la Gran Depresión de 1929.

Examinemos los hechos. A comienzos de año, el Secretario de Estado, Mike Pompeo, y el abogado personal del presidente Trump, Rudy Giulani, sondearon a los gobiernos de La Habana y Caracas con intimidatorias presiones, teniendo como principal objetivo la renuncia del gobierno de Nicolás Maduro. Este reconoció que tales presiones se habían ejercido y fueron rechazadas enérgicamente. El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel dejaba claramente definido, ante un grupo de corresponsales extranjeros que lo acompañaban en su visita de inspección en la provincia de Sancti-Spíritus, el rechazo más terminante a esta maniobra de última hora por parte del gobierno norteamericano.

Poco después, se celebraba una conferencia del CARICOM en Kingston, Jamaica, con la asistencia de muy escasos miembros —menos de la mitad de sus integrantes— de esta agrupación, a la que habitualmente la política exterior norteamericana concedía muy poca importancia, enviando siempre funcionarios subalternos. Pero a esta última, asistía nada menos que el mismísimo Pompeo, buscando ganar apoyo de los asistentes para sus planes de maniobras contra Venezuela y Cuba. No tuvo eco alguno ni respaldo oficial de los gobiernos allí presentes.

Persistiendo en semejantes designios, en el recién concluido mes de marzo, aparecen en la política exterior de los Estados Unidos hacia la crisis venezolana dos iniciativas que parecen contradecirse entre sí, con inusitados niveles de inconsistencias y respaldadas con un sorpresivo despliegue de fuerzas aeronavales norteamericanas en las proximidades de las aguas territoriales de Venezuela, que alimentan los deseos y pronósticos de no pocos en Washington y Miami en el sentido de que esto pudiera ser el preludio de la aplicación de alguna variante derivada del precedente de la invasión de Panamá.

Las dos iniciativas a las que me refiero son:

  • El conocido encausamiento de Maduro y otros importantes dirigentes del gobierno venezolano por parte de las autoridades norteamericanas, las que han puesto precios millonarios a sus cabezas, al mejor estilo de los westerns hollywoodenses. Con un tono realmente amenazador, su similitud con el caso de Panamá (Noriega), en 1989, parece sugerir un curso de acción mucho más confrontacional y agresivo, luego de más de un año de fracasos tratando de propiciar, mediante diversas tácticas, el derrocamiento del gobierno de Maduro.
  • Y de repente, apenas dos semanas más tarde, el secretario de Estado Pompeo anuncia otra fórmula, diametralmente opuesta a la primera por su aparente sabor político-diplomático. Se pide a Maduro y a Juan Guaidó que renuncien a sus cargos y funciones y los depositen en manos de un consejo de Estado compuesto por cinco miembros elegidos por la Asamblea Nacional, que gobernaría por un año y prepararía elecciones generales aceptadas por todos. Notablemente interesante es el hecho de que la propuesta no excluye a ninguno de los dos de figurar como futuros candidatos presidenciales. Pompeo no hace mención alguna al encausamiento de Maduro por narcotráfico, como si no existiera, ni establece vínculo alguno entre la primera iniciativa y esta. A cambio, los Estados Unidos procederían a “suavizar” o reducir la enorme carga de sanciones económicas y legales impuesta por Washington a Caracas. Ambas figuras políticas —Maduro y Guaidó— han rechazado semejante oferta de arreglo.

¡Entonces ocurre lo increíble!: al comienzo de abril se anuncia el despliegue de fuerzas aeronavales norteamericanas, muy cerca de las aguas territoriales de Venezuela, bajo el argumento de interceptar y contrarrestar el supuesto narcotráfico que se origina desde Caracas hacia los Estados Unidos. Este despliegue parece operar en una dirección contraria a la de un arreglo político-diplomático como el formulado a fines de marzo. Es perfectamente legítimo lo que muchos se preguntan: ¿se trata de un regreso al precedente de Panamá o un ejercicio de mayor presión calculada que lleve a Maduro y a Guaidó a aceptar la propuesta de transición (Marco de Transición Democrática, se le ha llamado) o, en su defecto influir por esta vía, una vez más, sobre los militares venezolanos en pro de una salida de corte bonapartista/golpista que desaloje a Maduro y su equipo del gobierno y ponga fin al movimiento chavista?

Veamos los diferentes ángulos a fin de acercarnos a un diagnóstico más completo. La acusación de narcotráfico —fabricada con especial énfasis después de la reelección de Maduro— aconseja indagar en un par de referencias indispensables:

  1. Un estudio riguroso del National Geographic Magazine, de mediados de los 90, excluía a Venezuela como productor/exportador de cocaína y otras drogas. En su lugar, documentaba cómo el río Orinoco servía de «carretera fluvial» a un porciento de la droga colombiana para hacerla llegar a Guyana y de ahí a África/Europa.
  2. El reconocido especialista en narcotráfico y vicesecretario general de la ONU, Pino Arlacchi, encargado de este tema por varios años, planteaba en una entrevista para una publicación italiana, a fines de marzo: «No hay tráfico ilegal de drogas entre Venezuela y los Estados Unidos, excepto en la fantasía enfermiza de Trump y sus colaboradores». Y para sustanciar esta afirmación, echa mano a dos fuentes: el Informe de la agencia de Naciones Unidas encargada de monitorear este tema (UNDOC) y en el informe anual de la Drug Enforcement Agency (DEA) de diciembre de 2019. De acuerdo con este último, 90% de la cocaína que se introduce en los Estados Unidos viene de Colombia, 6% de Perú y el 4% restante de fuentes desconocidas. SI Venezuela fuera la fuente –asegura Arlacchi– ello «no habría pasado inadvertido» en los mencionados informes.

 

No estoy sugiriendo en modo alguno que Venezuela sea un país de santos varones inmaculados, donde los niveles de corrupción se atestiguan en no pocos y sonados casos, pero de ahí al narcotráfico internacional, como lo presentan Trump y su equipo, va un larguísimo trecho.

En cuanto al escenario de una agresión militar de parte de los Estados Unidos a Venezuela, en el actual contexto no parece probable. Amplios sectores del mundo académico norteamericano no lo consideraron posible en enero del 2019 y mucho menos ahora, dadas las escalas geopolítica, demográfica y volumen de costos, en comparación con el episodio de Panamá antes mencionado. Este fue para Bush padre, parodiando la famosa frase de John Hay, secretario de Estado de Teodoro Roosevelt, “a splendid little war”. En el caso de Venezuela, los costos y complicaciones regionales e internacionales serían de una complejidad muchísimo mayor. Los principales aliados de los Estados Unidos en la Unión Europea (UE), además de Canadá, son contrarios a semejante recurso y varios de ellos se empeñan en proyectos de negociación muy diferentes. Por otro lado, los aliados de Trump en la región —Colombia y Brasil—, que pudieran ofrecer algún nivel de apoyo, atraviesan por serias tensiones internas que descartan su concurso en cualquier operación militar en las actuales circunstancias. Y cabe agregar, mucho menos ahora con el apocalíptico coronavirus que absorbe todo el tiempo y recursos de casi la totalidad del planeta.

El plan que ahora propone la administración Trump no se ajusta, en ninguna medida, a los requerimientos y objetivos tanto de Maduro como de Guaidó. Como ocurrió no hace mucho con su propuesta para Israel/Palestina, el rechazo es rotundo. Washington ignora, una vez más, que el camino de una negociación para estabilizar la crisis venezolana no debe ni puede concebirse como una rendición humillante; debe y tiene que propiciar el enfoque multilateral, en compañía de otros actores internacionales más confiables para Maduro como Noruega y España, que aporten propuestas y equilibrios más balanceados, aceptables para todas las partes en conflicto y no una simple conminación a la rendición.

Ahí está, para ejemplo de todos los involucrados en esta crisis, el camino de Contadora-Esquipulas, que en la segunda mitad de los años 80 aportó las bases para un arreglo satisfactorio, tras prolongadas y pacientes negociaciones con auspicio internacional entre todas las partes, en el violento y sangriento conflicto en Centroamérica. Los esfuerzos negociadores iniciados en República Dominicana y los promovidos por Noruega, países del CARICOM, por influyentes figuras de España y otros actores regionales como México y Canadá, desembocaron —hasta ahora— en fracasos repetidos, dada la postura intransigente de los Estados Unidos de torpedear todos esos esfuerzos político-diplomáticos encaminados a propiciar un arreglo satisfactorio para todas las partes. Retomar el camino de Contadora-Esquipulas es el precedente que más se ajusta al manejo político y diplomático de la crisis venezolana.

Lo único que le queda a Trump es esperar que su propuesta —respaldada ahora por el despliegue de fuerzas militares— encuentre algún respaldo en las Fuerzas Armadas de Venezuela y, por este medio, precipitar una solución golpista, con o sin magnicidio. No es ocioso recordar que, hasta ahora, la lealtad de las FFAA al gobierno de Maduro ha prevalecido y que todas las maniobras de incitación a una salida golpista, emanadas desde Washington y respaldadas por Guaidó y sus seguidores, han terminado en estrepitosos fracasos.

 


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