De camino al callejón de los suspiros I: Los caminos

Una historia de resistencia, de rebeldía e inconformidad, y también de temores...

 

 

El barrio de Cayo Hueso es, como todos los barrios de la ciudad, un lugar que siempre se está reinventando; y en ese proceso de reinvención es fundamental la música y las relaciones humanas, sociales y religiosas de sus habitantes que trascienden el tiempo y el espacio; incluso llegando a convertirse, en muchos casos, en lazos familiares.

Arquitectónicamente este barrio es una combinación de muchos estilos. Coexisten las casas solariegas construidas a mediados del siglo anterior, con aquellas que habían pasado a ser “accesorias” o simplemente solares y en algunos de sus espacios aparecían edificios propios de la era moderna. Solo las calles interiores del barrio mantenían su trazado recto y anchura inalterable.

Cayo Hueso es un barrio obrero, aunque algunas de sus edificaciones recién construidas se hayan pensado para una posible clase media o para el llamado “proletariado de cuello blanco”. Solo que hay hombres que, de esa bonanza, de ese poder reinventarse, reciben poco o casi nada. Eloy Machado estaba en ese segmento social.

Conocía cada rincón del barrio. Conversaba con los mojones de las esquinas y se arropaba con periódicos cuando el frío se hacía presente en la ciudad. También soñaba y entre hurgar y hurgar donde fuera posible se permitió tener algunos amiguitos de juego. Eso sí, no se perdía ninguna rumba, bembé o toque de santos que hubiera en el barrio. Era ese el único momento que se permitía “usar la ropa del domingo”; ropa que conservaba para ocasiones especiales y la rumba, era una de ellas.

Entre juegos y mandados se hizo hombre y se ganó un oficio: albañil. Entre juegos y mandados aprendió a leer de los periódicos y de las revistas que cubrían su cuerpo. Entre juegos y amigos comenzó a crecer culturalmente. Y entre libros y libros, el vagón de mezcla; y en los ratos libres la rumba como alimento principal, aunque no era conocido como bailador.

En el barrio no todo es color de rosa. Hay vicios, “choros” y alguna mala cabeza; también están aquellos que tienen visión de futuro y los que ven pasar la vida sin molestarse en preguntar qué dirección lleva al progreso o al fracaso. Hay que hablar y ser amigo de todos si es necesario. Es cuestión de sobrevivencia.

Solo que el hijo de “Jacinta la sufrida” no podía cargar con la cruz del presidio, con la vergüenza de “haber subido a la loma”, y así fue. Era preferible dejar el lomo vertiendo mezcla, soñar con poemas y poner la cabeza en el cuarto del solar, que alardear de la cuchara dejada en depósito en la prisión. 

El niño/adolescente/joven Eloy Machado, que ya comenzaba a ser llamado “El oficial”, decidió cultivar amigos en el barrio, muy a pesar de que él era el menos favorecido por la suerte. Aquellos amigos serían hombres de cultura destacados en un futuro que se estaba acercando, otros serían héroes; pero todos, amigos de “a verdad”. Todos eran y fueron “sus ambias” hasta el final de sus días y a todos exigía –mitad en broma, mitad en serio— que adoraran a la rumba: esa música que había sido su alimento cuando el pan escaseaba, que era su refugio ante el frío y que era el lenguaje común de los que habitaban en solares como El África, La Madama, el Quilo o el del Reverbero. Solares que tenían una entrada y muchas salidas y en las que el tambor y los collares definían una forma de vida, de amor y de muerte.

Quién iba a imaginar que algunos ilustres del mundo del cine y la televisión llegarían a pasar horas en su cuarto de solar y se atreverían a leer aquellos garabatos en forma de oraciones cortas, con un lenguaje poco ortodoxo. 

Quién le iba a decir al “hijo de Jacinta la sufrida” que un señor llamado Titón, “uno de los dioses del cine cubano de entonces”, bebería aquel aguardiente barato y falsificado que destilaba “Mercedita picadillo” y dejara colgada su camisa en el respaldo de la única silla decente que tenía para escuchar a los negros del solar rumbeando, mientras pensaba en pasajes de una película a la que llamaría “La última cena”; en la que dio comida a muchos de aquellos negros con los que bebió y bailó esa tarde y otras posteriores.

Una joven llamada Sara Gómez le invitaría a sentarse entre un grupo de hombres en su primera película y no era por el hecho de ser la esposa de su “consorte germinal”, fue simpatía mutua; una relación humana auténtica hasta el día que entregó su alma al creador.

Hubo tiempos de vacas flacas. Entonces había trabajo en el puerto y también rumba, mientras se esperaba el arribo del siguiente barco a descargar. No siempre había tambores, pero había cajas de madera, cucharas y paredes. Así, hasta el día en que cierto amigo de la infancia, todo un héroe, le llamó como maestro de obra para terminar un hospital en una esquina del barrio de Cayo Hueso, una de sus fronteras. Y que llevaría el nombre de sus hermanos.

Y allí se tomó el acuerdo de todos los sábados, después de la faena, que era media jornada, "rumbear hasta que el cuerpo aguante, hasta que dure el ron…"; entonces era hora de llamar a los rumberos conocidos, a los ecobios y profanos… 

Aquella rumba era una excusa para un ejercicio de purgar los fantasmas y hacer nuevos versos a la luz del tambor… y entre los profanos que llegaron a aquellas rumbas después de mezclar cemento los sábados en la mañana, había uno llamado Froilán Escobar, que ya era un nombre recurrente en la literatura y que fue su primer lector profesional… 

La suerte estaba echada para “Eloy el Oficial” y su vida cambió la tarde que cruzó la alta reja de La Casona de El Vedado. Solo que además de sus versos, auténticos, irreverentes, negros y sufridos, llevaba la rumba como compañera de infortunio, o de fortuna.