Es conocido que el tema ocupa poco la atención de los historiadores en los congresos y encuentros científicos del gremio aunque la escritura es una de sus más importantes vías de comunicación. Los que con mayor frecuencia se han pronunciado son Oscar Zanetti, Oscar Loyola, Francisca López Civeira, Fabio Fernández y la autora de estas líneas, entre otros. Semejante carencia indica la importancia de su discusión en momentos urgidos de la socialización del conocimiento histórico para el fortalecimiento de la nacionalidad y de la lucha ideológica en momentos difíciles y complejos, como son los actuales.
Para adentrarnos en el tema resulta conveniente hacer algunas preguntas:
¿Existe una escritura o literatura propiamente historiográfica?
¿Actualmente se escribe la historia según sus propias exigencias epistemológicas y acordes a las necesidades del conocimiento actual?
¿La historia, como conocimiento goza de la preferencia de la mayoría poblacional?
¿Existe una historiografía científica y otra divulgativa?
¿Deben ser los historiadores los únicos en escribir la historia?
Obviamente, no pretendo responder esta encuesta porque el espacio exigido para esta exposición no lo posibilita, pero sí provocar en el lector algunas inquietudes para el ejercicio de un futuro diálogo sobre el mencionado asunto.
Quiero aclarar que utilizo al historiador Oscar Loyola como “punta de lanza” para abordar el tema, no solo por las preocupaciones por él publicadas y expuestas en varias oportunidades, sino porque es un exponente de lo mejor de la escritura historiográfica contemporánea.
Aunque participamos en los mismos círculos asociacionistas, no pocos literatos descalifican a los historiadores como escritores y merecedores de integrar la UNEAC o la Academia de la Lengua, salvo notables excepciones. A su vez muchos de nosotros invalidan a los creadores del arte y la literatura como integrantes de las Ciencias Sociales al ubicarlos en el exclusivo universo de la ficción. ¿Por qué este diferendo? La respuesta está, entre otras cuestiones, en la formación docente excesivamente compartimentada de las enseñanzas media y universitaria. También en algo importante, diría, que esencial, como es el prejuicio secular entre unos y otros.
Sería interesante, para el debate, no perder de vista las transgresiones cometidas por quienes no son historiadores y la asumen: cronistas, divulgadores del conocimiento ajeno, escritores de ficción, testimoniantes, etc. También se encuentran otros profesionales que han asumido la investigación histórica sin formación académica, de carácter empírico, cuyos saberes se alejan de una concepción científica y convincente de la historia. A los que deben agregarse los que tratan de “impactar” con supuestos nuevos conocimientos sin que medien investigaciones al respecto. Intentan crear un ambiente “populachero” del conocimiento histórico.
La sacralización de los acontecimientos y las personalidades merecen ser examinada. Se debe apostar por el compromiso con la verdad. Lo creíble es siempre alcanzable como conductas políticas y cotidianas . Desconocer los errores cometidos por los movimientos políticos y las personalidades, las contradicciones y discrepancias, divinizar las figuras y los aconteceres provocan el rechazo de los lectores. A lo que debe incluirse la sobredimensión de la lucha insurgente de carácter militar en detrimento del rol histórico de las ideas. Cuestión presente, además, en la exclución, en los estudios globales y concretos, de la historia cultural con sus voces internas tales como la familia, la cotidianidad, las leyendas, costumbres, mitos, mentalidades, hábitos, etc
Para no pocos estudiosos de las ciencias sociales, el arte y la literatura no son fuentes para el conocimiento, sino recreación. ¿Cuántos de ellos asisten a las exposiciones, al teatro y a las tertulias o las utilizan como herramientas para el entendimiento de una época histórica determinada o la presente? ¿Cuántos supuestos lectores especializados saben leer los presupuestos teóricos metodológicos y no solo los hechológicos?, ¿o los relativos a las exigencias de una buena y honorable escritura? Si respondemos auto críticamente a esas preguntas podemos comprender nuestras deficiencias escriturales. A las que debemos agregar, si nos preocupa o no el destino de nuestros resultados investigativos; si son para que los colegas digan que somos “los más grandes historiadores del universo” o verdaderos contribuyentes al mejoramiento cultural de nuestro pueblo. Si pensáramos en esto último tal vez la mayor preocupación radicaría en la perfección de nuestro idioma para ser entendidos y aprehendidos por los lectores. Algunos dirán que el lenguaje científico no puede igualarse al de la docencia y la divulgación masiva, y que los primeros nutren a los segundos. Pero yo hablo de pensar bien, con cultura, para lograr el adecuado.
Revisemos a nuestra historiografía, a la creadora de su era moderna. Me refiero a Ramiro Guerra, Julio Le Riverend, Manuel Moreno Fraginals, Raúl Cepero Bonilla, Juan Pérez de la Riva, Fernando Portuondo, Sergio Aguirre, entre otros, cuyas obras develan amplio dominio de la gramática española, las artes, la literatura y las ciencias sociales en su conjunto. Convencieron a sus lectores porque ubicaron el conocimiento histórico dentro del necesario mejoramiento espiritual de la sociedad cubana y fueron verdaderos maestros de la palabra. No fueron sus libros solamente referentes enciclopédicos cargados de sucesos, sino también, poseedores de una prosa elegante y culta, y a través de ella mostraron las complejidades de las sociedades del pasado, entre ellas los horrores de la injusticia social, nada poéticos, por cierto, pero expresados a través de las formas variadas de vivir de los diferentes sectores y clases sociales del país. Ahí está la presencia de los elementos propios de la historia cultural. Si analizamos las fuentes utilizadas, apreciaremos la inclusión de las de la creación artística y literaria.
Los nuevos historiadores, los formados por la Revolución en el poder, tienen en su haber no solo la continuidad historiográfica sino también la construcción de inéditos saberes bajo la óptica de las nuevas tendencias teóricas y metodológicas prevalecientes en el orbe.
Hay que reconocer, que gracias al proceso revolucionario, pudo desempeñarse, pese a los escollos objetivos y subjetivos, la labor de los investigadores y docentes, agrupados o no en las diferentes instituciones.
No creo necesario detenerme en este asunto, merecedor de otras oportunidades de reflexión, pero sí señalar que hay buenos, regulares y malos escritores, aunque sean poseedores de excelentes resultados investigativos. La mala escritura es la causante de que la narración histórica resulte aburrida, poco fluida y no goce de la preferencia de nuestros lectores y estudiantes. A lo que debe sumarse su deficiente divulgación, excesivamente parcializada con el presente, apologética y poco imaginativa. Cuestiones posibles por la insuficiente cultura, no solo histórica sino también artística y literaria, de sus exponentes.
Ciertamente, la nueva oleada de historiadores, los conocidos después de la década del noventa del pasado siglo, se suma a los que desde antes demostraron sus valores como escritores de excelencia académica. La lista no es pequeña y sí grandemente esperanzadora. El lector les agradece la renovación de la esperanza en este campo literario. Dentro de ellos está Oscar Antonio Loyola Vega.
Si observamos detenidamente su obra apreciaremos tres características: dominio de la lengua y la literatura españolas y cubanas; didactismo en tanto va dirigida a convencer y a enseñar a los lectores; pleno conocimiento de los asuntos aunque sean complejos y difíciles de abordar. En este último sentido, me refiero a las contradicciones internas en el campo revolucionario, entre ellas las del anti patriotismo, el falso liderazgo, el regionalismo, el caciquismo militarista y civil, entre otros.
Su tratamiento a la historia de Cuba, docente e investigativo, fue siempre objetivo, valiente y polémico. Fue, además, uno de los principales defensores de la utilización de la cultura como parte del análisis histórico y asumió posiciones analíticas con respecto a la política cultural de la Revolución cubana, destacando sus errores y aciertos. Abogó por la visibilidad de todos los asuntos, con ética y respeto por controversial que fuesen.
Fue un gran escritor debido a su interés personal por adentrarse en el mundo de la buena literatura ya que fue un impenitente lector con capacidad para discutir-su ejercicio favorito-sobre cualquier tema. Su estilo, propio de un maestro, hace posible que el lector se adentre en los problemas más escabrosos sin insensibilidades y estupor, sin ira ni odios, y sí con el marcado interés por aprehender de la historia para crear nuevas y renovadas esperanzas para esta complicada sociedad en que vivimos.

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