A nadie le caben dudas de que es la persona más importante de nuestras vidas. A ella debemos todo y la situamos en un altar; o al menos para ella lo creamos; sin importar los dolores de cabezas, disgustos y malas noches que le hagamos pasar. Se trata de nuestra madre.
No recuerdo con exactitud el momento en que tuve conciencia de que “el segundo domingo del mes de mayo era el Día de las Madres”; lo que sí tengo claro es que lo asociaba en cierto momento de mi vida que siempre era después del aguacero de mayo. Sí, porque hace muchos años solía llover a cántaros la primera semana del quinto mes del año y ese día toda la familia se daba un baño colectivo bajo esa lluvia que decían los mayores que era milagrosa.
Por ese entonces estaba aprendiendo las primeras letras y a dominar los trabajos manuales –más allá de la plastilina y los dibujos primitivos que según los sicólogos definen el carácter del individuo— y aquella maestra que estaba encargada de abrirnos las puertas del saber, de eso nos dio una nota que solo debía ver nuestro papá.
“Ojos que no ven”, se puede decir entonces que “niño que no lee, corazón que no siente”. O al menos eso deduzco a la altura de mis primeros sesenta años de vida. Mi papá, respondió a esa nota dándome un sobre que tenía una postal de flores que “debía entregar solo a mi maestra”. Sobre que después ella me devolvió con la misma postal y que el destinatario era en ese caso mi madre. Pasaron años para que pudiera entender semejante intercambio epistolar y comprender que aquella señora había pedido una postal a cada niño y que con una letra hermosa y mucha paciencia las había llenado con frases de dedicadas a cada una de las madres de sus alumnos; que bien podíamos ser unos treinta o cuarenta niños en aquella aula de prescolar.
Pasaron los años y el hábito de ir a comprar postales para el día de las madres era todo un acto de redención; sobre todo cuando esa señora recibía “noticias contradictorias de la actitud de su hijo en el aula y en la escuela”.
Nosotros, los de mi barrio, solíamos comprar las postales en una tienda llamada ECOFIL, que estaba en 27 y L, que era la misma en la que comprábamos los sellos para nuestros álbumes de coleccionistas. En ese momento descubrimos que necesitábamos más de una postal; pues la lista de beneficiarias de nuestra salutación crecía años tras años. Además de “mamá, abuelas, tías y otras cercanas” estaban las maestras, las madres de nuestros amigos y aquella vecina que, aunque no era madre, nos llegaba a consentir. A esa lista se sumaría en determinado momento esa figura llamada suegra a la que se debía rendir un respeto y evitar su enojo.
Debo confesar que nunca fui un niño modelo, mucho menos un adolescente ejemplar. También confieso que recibí más de una vez como premio a mis bellacadas, malcriadeces o “boconerías” mis raciones de chancletazos; que merecí mis buenas raciones de aquello llamado “jarabito de componte” que incluía entre otros recursos una amenaza con el palo de la hervidura –una honorable institución de crianza hoy desaparecida— y hasta un cocotazo con el cucharon de servir la sopa y los frijoles por andar de cazuelero mientras hablaba con una vecina o amiga; o por el placer de registrar los calderos buscando que comer antes de tiempo.
Sí, mi madre me dio sus buenas palizas, o pegas. No lo voy a negar ni voy a juzgarlas. Muchos amigos del barrio y otros conocidos también pasaron por esa experiencia. Tampoco voy a negar que cuando ella gritaba mi nombre tarde en la noche este que hoy escribe salía como bola por tronera para evitar el castigo o el regaño, aunque a veces le desobedecí. No le guardo rencor. Al contrario, ella siempre estuvo ahí cuando lo necesitaba y si no lo necesitaba también estaba.
Con el paso de los años –sobre todo en la adolescencia—perdí el miedo a la chancleta y dejé de pedir permiso para “ir a la esquina a jugar o a casa de un amigo”. Me estaba haciendo hombre. Entonces llegó la fase informativa, esa que consiste en dar explicaciones al regreso. Lo hermoso del caso es que ella no se acostaba a dormir hasta que me sintiera llegar, sobre todo los sábados cuando salíamos a las fiestas del barrio o de la escuela.
Yo me hacía hombre; comenzaba a idearme sueños, tenía metas y aunque seguía llevándole postales y otros regalos el segundo domingo de mayo, no reparaba en que ella estaba envejeciendo.
Un buen día descubrí que su función había cambiado: ahora era “la pura” y nos relacionábamos como amigos y confidentes; sabía de la misa la mitad y la otra la intuía. Con solo mirarme descubría si alguna pena me afligía, si tenía algún problema de salud. Fue en el mismo momento en que abandoné el nido; y aunque no estaba físicamente ella siempre tenía la idea de que regresaría por un momento y que sería aquel niño que amamantó, al que enseño los primeros pasos y llevaba al círculo infantil o a la escuela.
Ya era independiente. Un hombre hecho y derecho que le daba alegrías y de la que sentía orgullo; pero no dejaba de protegerme. También descubrí sus celos de madre cuando le presenté a mi primera novia y hasta mintió por mi alguna que otra vez para evitarme problemas de saya.
Mi madre me enseñó, entre otras grandes cosas, a luchar y a enfrentar la vida. Soy de una generación cuyas madres fueron abanderadas de la igualdad, el respeto y la independencia de las mujeres. Fregar, lavar, planchar, cocinar y llevar una casa, eran obligaciones que todo hombre debía saber cómo parte de su arsenal para la vida; “para no pasar trabajo”. Eso la hacía sentir orgullosa.
Un buen día se volvió abuela; entonces pasé a estar en un segundo plano de su vida. Mis hijos le devolvieron el brillo a sus ojos y regresó a hacer aquellos dulces que alguna vez hizo para mí y para mi hermano. Dulces que tenían nombre y apellido.
Como gata acorralada defendía a sus nietos ante cualquier regaño que yo le hiciera. Les malcriaba y consentía como no se podía imaginar. Ellos también aprendieron el valor de las postales escritas por este servidor en ese momento; y a ellos en la escuela o en el círculo infantil también le pidieron que llevara una postal para mamá.
Pasaron los años y la cantidad de postales a enviar fue disminuyendo. Lo mismo que los que debían aparecer en las fotos familiares. Un buen día ella era la ausente y paso a ser una imagen en un rincón de mi billetera; imagen que veo cada día y que me evoca recuerdos; entonces pienso que debo llamarla solo para escuchar su voz o para que al menos me regañe por no haber ido a verla.
Eso mismo le ocurre a muchos de mis amigos.
Hace tiempo que la lluvia dejó de caer en esta ciudad la primera semana del mes de mayo. Yo me sigo bañando en el aguacero y aunque no es como antes sigo pendiente del segundo domingo de mayo. Ahora escribo postales con frases cursis pero sentidas a mi esposa; “a la madre de mis hijos” y lo hago de conjunto con ellos. Es una hermosa tradición.
Yo no llevo flores al cementerio. Mi madre me enseñó a amar la vida y a los vivos, a reír con ellos. Desde hace años el día de las madres en mi fuero interno imagino que compartimos una cerveza –bien fría— y nos damos un largo abrazo pensando en volver a vernos un día cualquiera en algún lugar de la vida, aunque ella esté ausente de la foto de este día.
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